Bafici 2021 – Diario de festival: Los plebes/Cosas que no hacemos

Por Gabriel Santiago Suede

Pandemia de por medio, los festivales se vieron obligados a la reformulación urgente. En alguna medida, nos guste o no, esto derivó en una práctica democratizadora para quienes no contamos con los beneficios de vivir en grandes centros urbanos, ni nos podemos desplazar (incluso sin pandemia de por medio) o simplemente no contamos con los injustos privilegios que gozan algunos medios respecto de otros. En este último sentido, en muchos casos inclusive, sustentando el estado nacional el traslado de los periodistas (Cannes, San Sebastián, Venecia, Berlín y otros festivales siendo visitados por periodistas argentinos subvencionados por INCAA, no se me ocurre una cosa más delirante y a su vez condicionante para la cobertura de películas argentinas…o por qué será que las películas nacionales estrenadas en esos marcos tienen TAN BUENA recepción en algunos medios?). Pero volvamos a la democratización: pandemia, reformulación de los cines, cambio en las sedes descentralizando la experiencia del Bafici de los complejos multisalas, pero también accesibilidad online y entradas gratuitas. El Bafici 2021 nos trajo todas esas novedades. Eso lo convierte en un festival mejor? No lo sé. Pero de seguro es un festival más accesible y democrático que otros anteriores y otros festivales locales, eso no lo duden.

Vayamos a las películas, entonces. Mi primer abordaje fue lo suficientemente tentador como para descubrir un mundo entero. Casualmente las tres películas tienen a México como centro neurálgico. Los plebes fue el resultado de la primer incursión. Lo que narra la película es producto de un extrañamiento que, en alguna medida, naturalizamos. Dotada de una valentía sin límites, la película de Giralt Brun y Massu se adentra en el mismísimo infierno de los sicarios del cartel de Sinaloa. Pero la curiosidad es que no lo hace desde el perfil de denuncia. Ni desde el sensacionalismo acaso esperable. La estrategia es supresiva: el mundo criminal, el de los asesinatos, ajustes de cuentas y otros queda prácticamente fuera de campo. Lo que pervive es otra cosa: la vida cotidiana (donde las armas son casi un mueble más en los hogares precarios), los amores, las mascotas, las fiestas, los amigos, el tiempo libre y la diversión…mientras el resto se sospecha por lo que se entrevera en el discurso. Al mismo tiempo los directores saben que no pueden ni deben mostrar esos rostros. Por eso lo que opera es una estrategia similar a la usada por Avi Morigabi en su documental Z32: la deformación completa del rostro escondido detrás de una máscara. Esa decisión (además de estratégica, vital: nadie quiere andar revelando la cara de un asesino a sueldo con las correspondientes consecuencias sobre la vida de uno) aporta un nivel adicional de extrañamiento, que como bien indica el catálogo de Bafici, le proporciona al asunto un tono lyncheano, en donde todo el aspecto criminal queda en un segundo plano, justamente porque la película apuesta a la inversión tópica. El resultado, si bien no es fascinante -ya que la película está atravesada por diversos vacíos que no llena convincentemente- es más que suficiente como para mantenernos alertas e interesados hasta el final, que sin dudas construye el punto más alto de perturbación.

En Cosas que no hacemos el tono es distinto. La aproximación se realiza frente a un mundo de niños, registrado con ternura, distancia y respeto. En ese mundo, apropiado con las estretagias del documental y la ficción, vive Ñoño, una suerte de Peter Pan de 16 años en una isla-Nunca jamás. Con muy pocas herramientas, sin construir un discurso de barricada, apelando a las mejores armas del documental y la ficción, la película convoca a un verosimil posible sobre el cual nos podamos asentar. Y a partir del mismo direcciona un punto de salida gracias al cuento moral que narra, que quizás, como pocas veces en la agenda presente de la demagogia con las disidencias, no se siente forzada, sino que emerge del mismo material. Por eso Cosas que no hacemos no solo es buena, sino que fundamentalmente es noble, cargada de una ética infrecuente. Pero también estamos ante un coming of age previsible e imprevisible al mismo tiempo, ya que todo nos prepara para ese final y al mismo tiempo nos soprendemos. En el medio el registro elegido para dar cuenta de ese microclima -casi sin adultos a la vista- es elegante, elíptico. La película es un verdadero festival de paneos, de recorridos flotantes, de rostros que dejan entrever un fuera de campo amenazante o expectante. Las herramientas que la película usa no son las convencionales para lo que esperábamos (un documental sobre un pequeño espacio aislado del orbe). Por eso nunca naturalizamos su mirada: todo el tiempo nos recuerda que la vida es un terreno a descubirse. El plano final resalta ese descubrimiento y lo vuelve emocionante.

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