Bafici 2021 – Diario de festival: Tommaso / El diablo entre las piernas

Por David Obarrio

Tommaso (*)
Sin que ningún gesto demasiado brusco lo hiciera prever, Ferrara se despacha con una película que tiene como centro inefable el mundo de la intimidad. En realidad era difícil pensar en el director haciendo algo semejante unos cuantos años atrás, cuando su cultivado malditismo indagaba más bien en el corazón de las calles peligrosas, en los rincones olvidados, en la belleza oscura de una ciudad que se hundía arrastrando todo lo que por ella reptaba, respiraba o se afanaba por salir a flote, a veces con visible resignación, siempre sin la menor queja. Pero desde hace no tanto tiempo, con un Willem Dafoe más obstinado que nunca en su máscara de náufrago impenitente, Ferrara parece haber encontrado otra veta para un mismo destilado de almas dolidas cuyo fin último quizá no sea otro que el de pegar arañazos en el aire y abrazar con el último aliento la posibilidad de una improbable redención. Lo más notable es que Tommaso parece hecha de rituales en apariencia apacibles, de repeticiones, de breves haces de luz; de una perseverancia orgullosa que en más de un pasaje consigue volverse inesperadamente conmovedora. Tommaso es una película incluso más romana que las últimas del director, con profusión de charlas, caminatas, paradas para un ristretto al paso: siempre la misma mujer detrás de la barra del bar que sonríe al protagonista, siempre los parroquianos que saludan; siempre una sensación de “estar en casa”.

A esta altura es como si el italo-americano Ferrara se reencontrara con Roma a través de su doble, un agrietado aunque vital Dafoe; un nadador de larga distancia cuyas brazadas decididas lo instalan en un estado de alerta y de reflexión: Ferrara se mira a sí mismo en Dafoe. El actor, por su lado, se deja asimilar a la ciudad y al idioma transformándose un poco en el otro, siendo el otro en su tranquila desesperación, en el modo en que la rebeldía se atenúa con el peso de los años sin perder del todo cierta chispa de malevolencia interior. Tommaso, el personaje, tiene por fin un hogar, tiene sus rutinas; tiene el convencimiento de que es posible una vida relativamente buena, con los fantasmas hechos por fin a un lado: vigilantes pero provisoriamente a raya. Sin embargo, el clima general de la película recuerda con alguna insistencia al de otra de Ferrara, 4:44 Last Day on Earth, donde pasar el tiempo era estar indefectiblemente a la espera de algo. Allí lo que le esperaba al protagonista, también Dafoe, era que se acababa la vida en el mundo a consecuencia de una catástrofe innominada. Con la convicción de una sentencia de muerte instalada en los huesos, los personajes se dedicaban entonces a intentar estar unos con otros, a charlar, a escuchar música; a juntarse para no desintegrarse antes de la hora señalada. 

En esta oportunidad toda la película se juega a acompañar los esfuerzos del personaje de Dafoe por integrarse al orden social, por hacer un hogar modesto con la mujer y la pequeña hija de la mujer, ambas inmigrantes moldavas sobre cuyo pasado no se brindan mayores detalles. Aparentemente lo quieren con alguna indiferencia, él las tiene en su casa, pero en realidad no las puede tener del todo, no puede hacer que sean verdaderamente suyas. Mientras disimula la frustración –no siempre con éxito- y maniobra diariamente para horadar la distancia que las mujeres parecen imponerle, va a sus clases de italiano, trabaja en una película y asiste religiosamente a sus reuniones de rehabilitación. Por momentos la película es un show de Dafoe, y no precisamente de los malos; su largo relato en una de las sesiones de rehabilitación es espectacular. Lo cotidiano, las escenas domésticas en las que el protagonista va al mercado, hace la comida o lleva a la nena a la plaza, constituyen el motivo central de la película, pero construido con una placidez que al final resulta engañosa: en realidad, ese tiempo que parece afable y detenido en los inocuos parpadeos del día a día se escapa y apremia, como en 4:44 Last Day on Earth. Se trata de un tiempo en el que, pese a todo, Dafoe sigue aislado, no puede conformar un hogar de la manera que él quiere. Como si las mujeres se le escaparan, o se reservaran para sí mismas un núcleo enigmático que guardan bajo siete llaves y que le está tristemente vedado, acaso para siempre. Lo que le espera al personaje al final de la película, también, es una especie de fin del mundo. Pese a algunos arrebatos simbólicos bastante inexplicables (la ridícula escena del sueño en la que el protagonista toma un corazón en sus manos, por ejemplo; o aquella de la nena que cruza la calle, también un sueño o quizá una alucinación), la película se sostiene en un mood que resulta por momentos hipnótico, como si el director se hubiera propuesto extraer el máximo misterio y el mayor desasosiego de cada escena con el simple trámite de mostrar a un hombre que aspira a afirmar su existencia mediante el apego a ciertas formas convencionales que parecen proveerlo de felicidad en lugar de negársela.

Pocas veces últimamente el cine ha exhibido la plenitud que puede desprenderse de ciertas acciones en apariencia mecánicas, del reguero de ritos y nimiedades a través de las que el sujeto pugna por “hacerse un lugar”, repetirse para no extraviarse. El Abel Ferrara maduro no es el que se solaza en los parpadeos explosivos de los géneros, ni en el paroxismo de las vidas peligrosas, ni en la retórica extática con la que se describen los cuerpos que marchan como sonámbulos hacia su aniquilación. Lo que el director trata de hacer esta vez es filmar el mundo fluidamente, de la manera más límpida que se pueda, manteniendo un paso secretamente tenso pero desapareciendo un poco de la escena, queriendo hacer sentir que su presencia se esfuma con el propósito de presentar la vida del modo más parecido a como se percibe en la realidad. Cuando le sale, le sale muy bien. Antes Ferrara se comportaba como un killer, su mirada apenas parpadeaba ante los diversos horrores que su cámara registraba con una fascinación de devoto descarriado que pretende alcanzar alguna clase de santidad haciendo tratos cara a cara con los administradores del inframundo. Ahora, en cambio, es un humanista que se ha desencantado de antemano. 

El diablo entre las piernas (**)
Cuando Arturo Ripstein ha naufragado, fue a conciencia. Ripstein puede perderse porque pruebas cosas, porque es insaciable; porque la sed de imágenes lo puede todo, o porque su estatuto de cara visible del cine mexicano, la destreza imponente de sus películas para ser parte indisoluble de la historia de su país en ese terreno, le abre todas las puertas, incluso a regañadientes; le proporciona todas las salidas y los permisos. Un gran director de cine como Ripstein sabe que el mundo es suyo; las imágenes que obtenga no dejarán nunca de mostrarlo sin miramientos, del mismo modo que las palabras proferidas, aun bajo los efectos de una curda monumental, son siempre del dueño de la boca. Incluso los sueños se confeccionan con malevolencia a partir de las imágenes que imaginamos o que miraron nuestros ojos cuando estábamos despiertos. De manera que Ripstein siempre tuvo, en el fondo, el toque encarnizado que lo caracteriza; aunque produjera alguna poco comprensible deriva internacional, ilustrara con imágenes algún bodoque de la literatura latinoamericana, o desapareciera por años, acaso demasiado seguro en su papel de último patriarca insumiso del cine mexicano, ese que en los últimos años parece haber encontrado la llave para la circulación global a caballo de la vulgaridad programada y el tedio de la “función” del cine, del comentario obligado acerca de un mundo cuyos misterios se declaran resueltos antes del primer fotograma. Ripstein nunca dejó de mirar ese mundo. Nunca permitió que cierta evidente habilidad fotográfica reemplazara el pozo sin fondo del alma de sus personajes, o se interpusiera entre el espectador y aquello que habita de verdad dentro de la escena. No una cara sino un enigma; no una mueca ensayada con solvencia en las escuelas de actuación, sino la evidencia física que se insinúa más allá del decorado y del encuadre y que es garantía de la existencia de una humanidad pavorosa, de una agitación que se resiste a ser embellecida a costa de convertirse en moneda de cambio.   

La vuelta del director se produce con esta película tan poco amiga de los afeites y de las componendas, dispuesta a hacerle frente a cierto cansador efecto del deber ser del cine actual, tanto como a la comodidad derivada de sus ventajas y prebendas. Con humor, con miedo y con hastío, podría tratarse de un melodrama perverso, sin ropajes glamorosos, sin contrastes entre una vida deseada y una vida concretada; pero también sin escape ni perdición final, porque la muerte ronda desde la primera escena: los personajes no van hacia su extinción sino que parecen convivir con ella, de modo que el final es algo que ya han asumido, es el aire que respiran, es la melodía herrumbrada con la que, a pesar de todo, se puede bailar tenuemente, como viejos enemigos que han terminado por reconciliarse. Para decirlo rápidamente: en la película se ha descontado la muerte, por lo tanto la muerte no existe. Porque el cine de Ripstein siempre pareció ocuparse de los pormenores de la angustia, de sus síntomas, y de cómo estos se convierten en pasiones oscuras, inapelables, que dan impulso a los personajes y los hacen vivir, aunque sea dolorosamente, un poco fuera de sí mismos, de aquello que quisieran ser y no pueden. La piedad de las películas del director reside en el modo en el que se perciben en la pantalla los espasmos, siempre conmovedores, de esas criaturas cuando intentan mantener la dignidad de sus maniobras en medio de la vorágine de sinsentido a la que se ven empujados.     

El diablo entre las piernas no deja de ser una película lúgubre, de una tristeza cósmica, pero que aparece animada por una energía rara; la energía de los cuerpos: los de los personajes que se niegan a simplemente dejarse estar, no respirar más y desaparecer. Para Ripstein y Paz Alicia  Garciadiego la vida se sostiene y se justifica, acaso enteramente, mediante el impulso sexual. Para eso la pareja parece recurrir por momentos a una especie de gótico mexicano – ciertas señales, ciertos gestos, cierto clima de opresión -, con una casa- castillo en la que habitan los personajes y una actitud muy osada de beligerancia respecto de cómo se representan los viejos en el cine.  Los presupuestos de la vejez como una forma marchita sobre la que se depositan con facilidad la conmiseración y el sentimentalismo son aquí barridos de un plumazo. Enemiga eterna de las soluciones sencillas y la complacencia, el implacable binomio constituido por el director y la guionista se desentiende bien pronto, con una irreverencia muy elocuente, de prejuicios y mojigatería. La película utiliza el tango como música de fondo para la fatalidad que empuja a los personajes al abismo; las milongas, los boliches donde se baila el tango, siempre un poco melancólicas, como lugares de encuentros entre seres estupefactos, rechazados anónimos y desesperanza que flota en el aire en cada plano. La película sabe extraer chispas de una belleza inesperada, apenas entrevista en la tristeza que envuelve a sus figuras declinantes, que resisten con un desparpajo agrio que parece provenir directamente de sus entrañas. 

En ese panorama, la película incluso tiene humor. La escena en la que la mujer, después de haber estado en la cama con otro hombre al que acaba de despachar, se acerca al marido que está sentado esperando en la escalera fuera de la casa con una copa en la mano y le dice “Entra que te vas a enfriar. Enciende la tele que ya te caliento la comida”, es muy graciosa y revela sin estridencias la comicidad finalmente magnánima con la que la película piensa y retrata a sus criaturas. Ripstein y Garciadiego conciben diálogos duros, cortantes, perfectos, y la película ofrece unos cuantos planos depurados que recuerdan un pasado histórico de melodramas iluminados por Gabriel Figueroa y que sirven para subrayar, quizá, la conexión de la película con México, ingresando así en la tradición sincrética del país donde distintos elementos conviven entre sí, los fantasmas llenan la pantalla y los muertos no se quieren morir del todo. El diablo entre las piernas es una película extraordinaria en sentido estricto. Una proeza de puertas adentro; la justificación del cine como intento de apresar retazos de una verdad inefable, y una afirmación a contracorriente de que las imágenes pueden ser todavía capaces de captar, sin concesiones al buen tono de las agendas de moda, todos los temblores, todo el desasosiego de los seres a los que hasta la muerte les es esquiva.   

(*) Publicada previamente como No estreno en Perro Blanco, Noviembre 2019
(**) Publicada previamente como No estreno en Perro Blanco, Agosto 2020

¿Te gustó lo que leíste? Ayudanos con un Cafecito.

Invitame un café en cafecito.app

Comparte este artículo

Otros ArtÍculos Recientes

Enterate de todo...

Recibí gratis todas las novedades en tu correo a través de nuestro Newsletter