Beltracchi: The Art of forgery

Por Victoria Béguet

Beltracchi: The Art of forgery (Beltracchi – Die Kunst der Fälschung)
Alemania, 2014, 93′
Dirigida por Arne Birkenstock
Con Wolfgang Beltracchi, Helene Beltracchi, Hendrik Hanstein, James Roundell, Sofia Komarova, Niklas Maak, René Allonge, Henry Keazor

El hombre que nunca estuvo

Por Victoria Béguet

Un documental acerca de un falsificador de arte puede parecer periférico y, en cierto sentido, desatinado. Cabría recordar que las apariencias suelen engañar (casi sin excepción) y que el capricho no es- en torno a esto gira la velada argumentación de Beltracchi: the art of forgery– ni ocioso ni accesorio. A su vez, si la seducción puede ser, entre otras cosas, una inocencia bien fingida, Beltracchi ostenta esa elusiva cualidad y el documental no la desaprovecha. Prefiere observarlo desde una distancia prudente y dejarlo hablar.

El talento de Wolfgang Beltracchi, su ¨vocación¨ infrecuente, como la describe en una instancia, consiste en ser algo así como el hombre que nunca estuvo. Que se encuentra presente y ausente a la vez. Se trata, después de todo, de un personaje dual en muchos sentidos, con rasgos de niño pícaro y de adulto desencantado, de artesano y de especulador, tan real como ficcional, tan apresable como inasible. El documental de Birkenstock sabe que con observarlo y escucharlo alcanza y sobra y por eso no se afana ni distrae con cronologías y detalles del delito. Hay en esta mirada atenta sobre la figura del falsificador una mezcla de asombro y alarma, casi como si el documental reprodujera, deliberadamente, la necesidad de vigilarlo en esa duplicidad de caras. En una ocasión, lo vemos firmar un cuadro con un nombre que no es el suyo (en un gesto sin aparente intención de escandalizar). En otra, lo vemos firmar con ¨su¨ nombre que sabemos fabricado. En todos los casos el desdoblamiento persiste.

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Quizás el momento más interesante del documental tiene lugar cuando el pintor alemán narra con mesura de chef de programa de cocina su método de trabajo. Léase: la metodología que sigue al falsificar un cuadro. Con tono pausado, Beltracchi, un hombre atractivo y discreto con barba y bigotes rubios que lo ubican en otra época (quizás en una novela de Dumas o, como su nombre artístico sugiere, en el Renacimiento italiano) explica su técnica, su oficio, el procedimiento que sigue al falsificar una obra. Arroja algunos “tips” (si vale el término) curiosos: elegir en un mercado de pulgas un cuadro que lleve el sello necesario, por ejemplo, de una galería de arte berlinesa de los años 20;  guardar (¿marinar?) la obra falsificada durante unos meses dentro de una caja junto con humo y colillas de cigarrillos; esparcir suciedad (polvo, pelusas, etc.) en el borde inferior del bastidor, suciedad que Beltracchi extrae con sumo cuidado, como si fuese un condimento, de una bolsita de plástico; planchar la tela para darle, junto con el olor a cigarrillo, el perfume preciso.

A lo largo de los minutos del documental que lo retrata, vemos a Beltracchi llevarse el bastidor a la nariz, gesto mecánico que ejecuta sin pose, sin afectación. Tampoco hay rastro alguno de picardía. Lo que sí salta a la vista, en todo caso, es un goce artesanal y un gusto por explorar y ensayar distintas técnicas. El pintor, cuyo padre era artesano, que trabajaba en la restauración de iglesias y que le enseñó técnicas de su oficio, conserva en todo momento una inimpugnable y desconcertante pureza de intención que el documental- que se ocupa sin explicitarlo de la autoría y de la legitimidad- utiliza a su favor. Así, hay una astucia bien entendida que se evidencia tanto en el la película como su objeto, del cual apenas se aparta. La primera respecto del segundo lo sabe incómodo, raro, infrecuente. Sabe que despierta miedos antiquísimos- no resulta exagerado señalar que Beltracchi es una suerte de bufón, una reformulación de la figura arquetípica: conoce los códigos de una élite y, alternativamente los honra y se burla de ellos-. Cabe señalar: el falsificador, que se especializó y se enriqueció gracias a notables imitaciones de Max Ernst y Campendonk, se encuentra cumpliendo durante la filmación un régimen de prisión abierta. El bufón que retrata Beltracchi…es además un bufón castigado y la pregunta por su verdadera trasgresión sobrevuela el documental.

Algunas entrevistas se suceden a lo largo de la narración y cumplen la función de esbozar las reglas y códigos del mercado de arte. Más allá de un único gesto burdo- la inclusión breve de un diálogo con una pareja de coleccionistas que reafirman un estereotipo fácil (tienen “mal gusto”, su intención es ostentar riqueza, son chatos y superficiales)- las entrevistas a críticos de arte, a dueños de galerías, marchands y casas de subasta permiten comprender o adivinar los motivos y el alcance de la indignación que provocó el crimen de Beltracchi. Una de las entrevistadas dice, algo compungida, que lo que más le perturbó fue que Beltracchi se había adueñado mediante sus falsificaciones de un pasado histórico que no experimentó, pasado con sus violencias indecibles e intransferibles. Acaso sea probable que el verdadero pecado de Beltracchi termine por ser el acto de falsear un origen y haberlo hecho porque sí (nada más aterrador que la arbitrariedad). “Un niño escucha un cuento y cree que está en el bosque”, dice el artista/falsificador distraídamente. En otra ocasión vemos una foto del falsificador de chico que dice mucho más de lo que parece: tiene las orejas salidas, ojos oscuros y perspicaces. Si, pero tiene además, una mirada inconfundiblemente adulta, como quien adivina su futuro desde un (probable) inicio.

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