Calibre

Por Diego Kohan

Calibre
Reino Unido, 2018, 100′
Dirigida por Matt Palmer
Con Jack Lowden, Martin McCann, Tony Curran, Ian Pirie

…pero

Por Diego Kohan

Si compro tres acuarelas y pinto una casa, la enmarco y cuelgo en mi casa…¿es un cuadro? ¿Eso me convierte en un pintor? La respuesta la tendrá cada lector, no voy a decirles yo qué es o qué no.

Ahora, bien: si decimos que Calibre es una película chata (imaginemos la diferencia entre una base cuadrada y un cubo), ¿afirmamos que es aburrida o decididamente mala? No. De lo que no estamos seguros –y esto es más polémico- es que sea Cine. Estamos ante un producto que no parece más que un episodio doble de alguna serie con lenguaje televisivo…pero que nunca existió.

El problema, aclaramos, no reside en lo que popularmente se llama argumento, pero que aquí denominaremos “fábula”. A ver: el inconveniente no es la falta de originalidad, sino que se encuentra escondido en la diferencia entre los términos en tensión. La fábula es siempre una perfecta excusa para hablar de otra cosa. El argumento, en cambio, es la suma de los recursos del guión para atrapar al espectador con esta primera historia (fábula).

El argumento nos indica con pelos y señales: estamos ante el viejo arquetipo de “pueblo chico, infierno grande”. En esta ocasión, se trata de dos amigos que en una escapada de cacería matan involuntariamente a un nene, y luego, a su vez, asesinan a su padre para defenderse de la venganza y no dejar testigos. Lo que le sigue es lo esperable: las peripecias de estos dos muchachos comunes por no ser descubiertos.

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¿Dónde está la falla? Al igual que en las series, si le quitamos el argumento (o primera historia), no queda nada. Los recursos formales del debutante director son más bien limitados: sólo cuenta con la palabra, que en esta película no sirve para otra cosa que para relatar lo evidente; por lo tanto, es redundante. Y aquí viene el problema mayor: podríamos ver Calibre eliminando el 90% de los diálogos, y no nos perderíamos de nada. El lenguaje formal, por lo tanto, se convierte en un accesorio, como si estuviéramos frente a una de esas viejas sitcom donde todo el entramado audiovisual quedara supeditado a lo que los personajes verbalizan. Carente de índices que puedan tener un correlato simbólico que nos lleven a la fábula (nula en este caso), lo que nos resta es ver cómo este entramado superficial avanza sin ninguna clase de interés en sus personajes.

No me lo van a creer, a esta altura, pero Calibre, así y todo, no está falta de méritos. Si le damos una oportunidad, podemos resaltar la idea, siempre interesante, de ver al hombre común en una situación extraordinaria, de empatizar de alguna manera, y, al menos en esta película en particular, también de evaluar la visión filosófica pragmática del dilema final del protagonista. Pero (abundan los “pero” en este tipo de producciones fallidas) el problema es que tampoco nos importa demasiado qué pasa o cómo se resuelve. Ni forma, ni fábula, ni personajes. ¿Queda algo?

Si el lector, acaso, es de los que reducen su elección a lo que ofrece Netflix, le tenemos buenas noticias: en lugar de regalarle 101 minutos de su vida a Calibre, puede invertir 95 en ver Sed de mal.

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