La chica salvaje

Por Raúl Ortiz Mory

Where the Crawdads Sing
EE.UU., 2022, 126′
Dirigida por Olivia Newman
Con Daisy Edgar-Jones, Garret Dillahunt, David Strathairn, Harris Dickinson, Eric Ladin, Taylor John Smith, Michael Hyatt, Ahna O’Reilly, Luke David Blumm, Sterling Macer Jr., Blue Clarke, Jojo Regina, Jayson Warner Smith, Bill Kelly, Calvin Williams, Suzette Lange, Wyatt Parker, Charlie Talbert, Billy Slaughter, Logan Macrae

Una batalla perdida

Ser distinta y no encajar. Ser distinta ante los ojos de los demás y descubrirse como un peligro para la sociedad. Ser distinta y aprender a amar, y fracasar, sin libretos o convencionalismos. Ser distinta también significa poseer una condición vulnerable, agresiva y encubierta, todo al mismo tiempo. Así es Kay (Daisy Edgar-Jones), el personaje central de La chica salvaje, segundo largometraje de Olivia Newman, basado en el bestseller de Delia Owens y producido por Reese Witherspoon. A todas luces, una cadena femenina que se alinea para exponer las desventuras y prejuicios que caían como rayos condenatorios sobre las mujeres de mediados del siglo pasado en los Estados Unidos, específicamente en una zona rural de Carolina del Norte. 

Kay sufre de abandono crónico. Su madre la dejó cuando rozaba los 10 años. Los golpes que sufrió la mujer, tanto físicos como psicológicos, por parte de su esposo, prepotente y alcohólico, ahuyentó al único modelo femenino posible para la niña. Poco a poco, sus cuatro hermanos imitaron los pasos de la madre y Kay se quedó a vivir con su perturbado padre. No pasó mucho tiempo para que el hombre decida partir sin mirar atrás, incluso dejando a Kay a su suerte. Ya de joven, también sufrió el abandono del primer amor y el desengaño de un amante que la miraba por encima del hombro. Hasta aquí, el rosario de desgracias suena a catástrofe emocional sin remedios. Sin embargo, enmarcada inicialmente en el melodrama, La chica salvaje amplía sus posibilidades narrativas hacia otros campos que, en conjunto, se disfruta a pesar de la evidencia de sus fórmulas.

Es decir, Newman recurre a las posibilidades de diversos géneros cinematográficos para cohesionar dos partes muy bien diferenciadas: el drama y el romance, durante la primera hora; el thriller judicial, en la segunda mitad. Quizá el alargamiento en algunas escenas del “primer acto” sea innecesario, sobre todo cuando se quiere demostrar la inocencia de la joven y su progresivo cambio de actitud, a punta de malas experiencias: un golpe efectista que arranca algunas sonrisas, también interrogantes, cuando llegamos al desenlace de la película. La realizadora debería recordar que no solo se trata de sorprender al espectador, sino de hacerle creer que lo que ha visto es posible. Por más que el contexto llame a indagar en aspectos como el racismo, machismo y clasismo, existe un exceso en las situaciones donde Kay es retratada desde la candidez. Así se pierde la posibilidad de ampliar su furia contenida, su indómito carácter, su transformación como agente de un tiempo dominado por la tiranía de un sistema anti mujer. 

No obstante, este desbalance va mutando cuando entramos al segundo acto y todo gira sorpresivamente. La acusación de asesinato que pesa sobre la muchacha altera no solo el argumento de la película, sino que toma prestados otros recursos de géneros ajenos al melodrama. Newman se apoya en la audacia de la segunda parte del guion para interrelacionar los entuertos sociales y la psicología de la protagonista, siempre motivada por las amplias posibilidades argumentales que ofrece un crimen sin resolver. Es así que el ritmo de la narración se dispara y deja atrás las escenas sosas de una Kay parsimoniosa, propensa a un acartonado descubrimiento de la vida. 

Pero si hay un personaje que aparece como testigo omnisciente que guía los pasos de la joven mujer es la marisma, aquel espacio pantanoso, bello y enigmático donde ha vivido Kay desde muy pequeña. El paisaje y el ecosistema son cómplices de sus desventuras y sus alegrías, pero también de las habilidades que desarrollará para sobrevivir. Newman, por medio de tomas panorámicas aéreas en movimiento y detalles de animales o plantas, dibuja el destino del personaje central. La marisma es la fuente de inspiración que lleva a Kay a convertirse en una excelsa observadora, en una naturalista consumada, pero también en alguien que calcula cada acción gracias a sus conocimientos de la zona. Newman inserta a Kay en un mundo agreste que no solo llega a dominar, sino que también sirve de prolongación para sus pensamientos más extremos. Detrás de su dulce rostro se esconde una fuerza extraña, poderosa. Detrás de la belleza de la marisma están escondidos secretos oscuros, perennes. El trabajo fotográfico de Polly Morgan destaca nítidamente e impregna un halo de misterio que va de la mano con los propósitos de Newman. 

La chica salvaje es una película que batalla en defensa de una mirada reivindicativa, pero que no se entrega, simplemente, a una causa política que busque satisfacer a un solo sector. La propuesta de Olivia Newman se sostiene por la diversidad de recursos narrativos que van encadenándose sin fisuras, a pesar, insisto de la previsibilidad de su final.  

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