Cine y futuro (posible) de Danny Boyle

Por Hernán Schell

Un análisis de la obra de Danny Boyle a raíz del estreno de Trainspotting 2

Vivir su vida (demente)

Por Hernán Schell 

En Buenos Muchachos, su director Martin Scorsese utiliza de manera insistente la voz over del personaje principal, el gángster Henry Hill. Es un recurso que se utiliza no sólo para contar hechos que muchas veces no podrían mostrarse, sino también para remarcar con palabras eso que el espectador está viendo en imágenes. Así es como el film muestra, por ejemplo, a Henry festejando feliz entre criminales en medio de un banquete digno de reyes y se escucha de fondo la voz redundante de Hill diciendo “eran tiempos maravillosos”. Esta decisión estética del film de Scorsese es recuperada con frecuencia a lo largo de toda la filmografía de Danny Boyle. Si hay algo que en el cine de este director inglés no falta es una voz over en la que su protagonista nos describe con palabras aquello que se está viendo claramente en el film. Sin embargo, ni en Buenos Muchachos (Martin Scorsese, 1990) ni en el cine de Boyle, esta remarcación parece redundante. Habría que preguntarse por qué.

Por el contrario, la V.O. en las películas de esos directores termina teniendo una significación especial: se trata de un recurso que sirve para que se muestre el orgullo de un personaje regodeado en el propio mundo que vive, es la voz de alguien al que le gusta refregar en la cara al espectador su lugar de pertenencia y que, a la vez, utiliza sus descripciones como un grito orgulloso de identidad. Después de todo, tanto Henry Hill como el grueso de los personajes boyleanos deciden usar el tiempo que tienen de vida no para adaptarse a una sociedad ni para tener una vida común, sino para vivir una existencia finita de la manera más intensa posible.

Una criatura boyleana puede ser un personaje que quiere entregarse a la aventura de recorrer el mundo sin un hogar fijo, o un joven escocés que quiere vivir experimentando los placeres de la heroína, un chico pobre convencido de que su vida horrible puede convencer a la lógica de un cuento de hadas, un chico que está dispuesto a vivir como santo aún a costa de tener que quemar billetes útiles para su futuro, un astronauta que quiere experimentar la sensación de tocar el sol a riesgo de su propia muerte, o una pareja de delincuentes menores que ha decidido tener, simplemente y tal como reza el título original de aquel pequeño gran film de Boyle, una vida menos ordinaria aunque eso les cueste la misma vida extraordinaria que eligieron. Lo mismo da, un personaje boyleano es un marginal (un outlaw, pero también un outsider) por elección, un inadaptado que se erige orgulloso como un ser extraño y de comportamientos que van en contra de la masa.

Seres así ha creado este realizador durante prácticamente toda su carrera, y lo ha hecho como un autor capaz de imponer su universo cualquiera sea el modo de producción e incluso sin haber escrito ninguno de los guiones que filmaba. Esto nunca le impidió hablar de sus marginales voluntarios y expresar de paso con estos seres su disconformidad con cualquier tipo de formación social, que para Boyle no puede sostenerse sino pone como bases la hipocresía (La Playa), la violencia sistemática (los militares de Exterminio) y, sobre todo, la rutina (Una vida menos ordinaria, Trainspotting).

Desde este lugar, todo personaje adherido a algún tipo de formación social estratificada y jerarquizada tiene para Boyle el desprecio inmediato.El director ya había mostrado un claro indicio de esto en su ópera prima: Tumba al ras de la tierra. Allí, un grupo de amigos jóvenes profesionales de clase media (un periodista, una médica y un contador) que encontraban una maleta llena de dinero, terminaban mostrando sus mayores miserias solamente por el deseo que tenían de tener suficientes billetes para poder llegar a ser buenos burgueses que lograran el ascenso socioeconómico que ellos no hubieran logrado jamás con sus trabajos.

Hay una escena en aquel film donde el director humilla particularmente a uno de sus personajes. Se trata de un momento en el cual unos maleantes irrumpen violentamente en la casa de uno de los protagonistas, toman a uno de los jóvenes (un jovencísimo Ewan McGregor) y este, de rodillas y luego de que le dan dos golpes en la rodilla, dice a los gritos y llorando donde está el dinero sin mostrar un poco de estoicismo, un poco de espíritu de lucha siquiera a quienes lo están acosando. Esto último refiere a que en el cine de Boyle siempre hubo cierto desprecio al espíritu de supervivencia. Véase sino: el grueso de los personajes que el director detesta están obsesionados con alargar la vida a cualquier costo: los militares que quieren descendencia de la raza humana aún cuando tengan que violar mujeres son los mayores monstruos de Exterminio, es la civilización aburrida la que quiere mantener vivo a Renton en Transpotting, es el deseo de perpetuar una sociedad que claramente se está cayendo a pedazos lo que convierte al personaje de Tilda Swinton en la mala de La Playa y es un hombre que se niega a morir aunque tenga que vivir solo en un cohete el villano principal de Sunshine.

Por el contrario, del lado de los héroes a los que Boyle respeta se encuentra siempre gente que coquetea con la muerte. De ahí la fascinación con la que el director filma los ojos encendidos del chico de Millones cuando alucina con los santos que se convirtieron en mártires; el entusiasmo con el que muestra a Cillian Murphy poniendo en riesgo su existencia (¡y posiblemente la de toda una civilización humana!) por probar el amor de su novia en Exterminio, o al mismo actor fundiéndose con el sol en Sunshine, o la dedicación que se toma el autor para filmar a Renton cayendo en sobredosis mientras se escucha el lirismo triste de Its a perfect day de Lou Reed en esa apenas disimulada apología de las drogas que es Trainspotting.

Sin embargo, esta cercanía a la muerte con la que experimentan estos personajes está en las antípodas de un deseo suicida o una personalidad depresiva. No es que el personaje boyleano quiera acabar voluntariamente con su vida. Muy por el contrario, ama vivir y ama experimentarlo al máximo. El tema es que sabe, al mismo tiempo, que las acciones más intensas que puede experimentar el hombre son usualmente aquellas que lo acercan a la muerte o lo llevan directamente a ella. O sea: no se puede vivir el éxtasis religioso cristiano sin olvidarse del martirio, no se puede experimentar con la heroína sin correr el riesgo de caer en la sobredosis, no se puede vivir en la adrenalina de la delincuencia y no esperar que alguien nos pueda alguna vez meter un tiro, y no se puede tocar el sol sin quemarse vivo. En el cine de Boyle el mundo material no se olvida.

Podría decirse que Boyle parte de una idea trillada y propia de una publicidad o un curso de autoayuda como “disfruta la vida” (el famoso Carpe Diem de la antigüedad clásica tergiversado por cuanta película, publicidad y libro imbécil haya existido), pero muestra que en orden de llevar esto al mayor y más feliz de los extremos hay que renunciar a toda rutina impuesta por una sociedad, a veces a toda ley y a veces incluso y paradójicamente a la propia existencia.

Tanto amor por personajes intensos y arriesgados no podría tener en su cine otro tratamiento formal que una puesta en escena que intente transmitir esa misma vertiginosidad y ese mismo riesgo. Así es como el cine de Boyle es rico en movimientos de cámaras extravagantes, posiciones de cámara extraños, encuadres oblicuos y un montaje veloz que muchas veces amaga con convertirse (y a veces, hay que decirlo, lo hace) en peligrosos momentos de estética videoclipera o publicitaria. Muchas veces el resultado le es más que favorable a Boyle al punto tal que, salvando Tumba al ras de la tierra, no existe todavía en el cine de este inglés una o varias escenas de alguna película suya que no exude originalidad visual y que no deje al espectador por momentos sin aliento.Aunque también es cierto que al director siempre le ha costado mantener una intensidad más o menos homogénea durante todo el metraje de un film y ahí siempre estuvo el mayor de sus problemas.

En Trainspoitting 2, Boyle presenta otro problema y de otra naturaleza: el que sus personajes y el mismo se están volviendo viejos, problema que ya se empezaba a intuir en 127 horas, aquella película que terminaba con el personaje que trataba de combinar su vida arriesgada de deporte de riesgo con la vida familiar. En T2 ya la cosa cambia: sus personajes personajes se enfrentan al límite de lo físico y ya no pueden hacer el mismo tipo de vida de antes. Desde este punto de vista, uno de los momentos más altos de este largometraje está en ese momento en el que Ewan McGregor es perseguido por Robert Carlyle por un garaje. Allí vemos a los dos en una situación de adrenalina pero corriendo ya como personas más grandes, arreglándoselas como pueden con la vejez que llevan a cuestas. Por otro lado, T2 presenta otra cuestión: la idea misma de que los propios discursos que tenía la primera película han quedado avejentados. Pienso -acaso sobreinterpretando un poco-, que de ahí se desprende otra cosa: y es que el propio Boyle confiesa que las propias formas pop de su cine han dejado de ser también novedosas. Frente a eso lo que le queda a T2 es la confesión de su paso del tiempo. Confesión que dicha sea de paso se vuelve demasiado reiterada en esta película (todos los insert de la primera están absolutamente demás por ejemplo) pero que quizás tenga que ver con una realidad demasiado dura como para sólo mencionarse una vez.

Entre toda esta tristeza Boyle termina encontrando hacia el final de la película una solución: ante la imposibilidad de que estos personajes marginales puedan encajar felices en la sociedad sin que suene a una tragedia personal, Boyle decide volverlos al mismo lugar que antes, al mismo espacio de perdedores felices con el que habían empezado en la primera película. Desde este lugar, el último plano de T2 no puede ser más explícito en su deseo: encerrar a su personaje principal bailando la misma música que había caracterizado su vida, en un plano que parece querer extenderse infinitamente en el tiempo.Por supuesto que, como todo deseo, el mismo no es realizable, de ahí también que ese desenlace suena más a un deux ex machina que a un final que correspondiera con el aire más bien melancólico y fatalista que venía teniendo el  largometraje.

Con este último plano arriesgaré a una especulación respecto de la carrera de Boyle. Teniendo en cuenta que la película anterior de DB (la extraordinaria Steve Jobs) es lo más impersonal que ha hecho el realizador en su carrera, y teniendo en cuenta que el próximo proyecto del director es una serie de televisión inglesa (en donde normalmente los directores suelen cumplir una función secundaria), no es arriesgado pensar que T2 pueda ser la carta final del Boyle autor y el anuncio de su llegada como un artesano efectivo, al mejor estilo del Hollywood clásico: un artesano competente.Si es así, el cine firmado por Boyle tendrá la vida de sus propios personajes: veloz, arriesgada, imperfecta pero intensa. Sería, en verdad, un paralelo maravilloso.

 

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