Days

Por Guido Segal

Rizi 
Taiwán, 2020, 127′
Dirigida por Tsai Ming-liang
Con Kang-Sheng Lee, Anong Houngheuangsy

La espuma de los días

Un cineasta argentino, cuyo nombre no viene al caso mencionar, me comentó alguna vez que el minimalismo cinematográfico tan en boga en nuestro cine vernáculo desde fines de los noventas respondía más a limitaciones de producción que a decisiones estéticas. Su argumento era que a veces se narra poco porque falta capital para ser más ambicioso en términos de acción, planificación y coreografía. La idea no logró convencerme. Muchos de los cineastas que luego emigran a Hollywood empiezan filmando con bajo presupuesto en sus países de origen, pero exudan tales ganas de lanzarse a la aventura o de que les den más plata para filmarse la vida que los terminan llamando a las grandes ligas. Pienso en Peter Jackson, Del Toro o Jacques Villeneuve. Nos gusten más o menos sus películas, de entrada había ahí un ímpetu innegable de hacer más, de domar a bestias más grandes en escenarios más imponentes. Pero no todo es Hollywood. Mariano Llinás, sobre todo en La Flor pero ya antes en Historias Extraordinarias, se desentendió de toda restricción que puede imponer las carencias financieras y se lanzó a una batalla ciclópea sin medir las consecuencias. Esa avidez, ese anhelo, esa voluntad de narrar, nada tiene que ver con el presupuesto. Si se tiene, mejor, y si no se tiene lo mismo da, porque hay una causa y hay convicción.

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¿Qué tiene que ver todo esto con Tsai Ming Liang? Todo y nada. Todo, porque Tsai es un maestro del minimalismo, cada vez más enfocado en lo minúsculo, en lo imperceptible, en esa frontera donde la imagen cinematográfica se vuelve ascensión religiosa. Y nada, porque los motivos de Tsai para trabajar la duración y las acciones cotidianas más aparentemente insignificantes nada tienen que ver con falta de recursos. Estamos ante otro tipo de convicción, una igualmente poderosa e igualmente fascinante, si bien menos popular con públicos ajenos a los festivales de cine. En Days, su última y largamente demorada película, Tsai escapa como nunca del relato. La historia retratada se desliza lánguidamente hasta casi desaparecer. Si uno cayera en la tentación de ver la película en fast forward, salteando los largos planos secuencia en cámara fija donde apenas hay evolución narrativa, no vería nada. Vería gente, haciendo cosas, un día a la vez.

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Pero ahí está lo elusivo de la película. A Tsai no le importa si vivimos demasiado acelerados y preocupados por hacer un uso productivo de nuestro tiempo. Tampoco le interesa entretenernos, hacernos experimentar emociones exacerbadas o tranquilizarnos con explicaciones de guión sobre qué le pasa a Lee Kang-Sheng o al otro personaje central, interpretado por el inmigrante de Laos Anong Houngheuangsy. A Tsai le importa, más que nada, la duración. La invitación a observar en sumo detalle, o incluso a no observar nada en particular. La imagen como salvapantalla bien entendido: la pausa. La espera. El cine que dialoga con una mente abierta que a veces está, a veces no está, a veces divaga. Yo mismo me he ido con el pensamiento mientras Anong lava lechuga por cinco minutos, o a Lee le aplican un interminable técnica de curación en la espalda que mezcla acupuntura, metales hirviendo y tiempos muertos. No tema, querido espectador, todo está bien. Como sea que elija ver esta película, está bien. No hay error. Lo que se entienda, lo que no se entienda, lo que parezca insignificante y lo que de pronto brille por su potencia, siempre mínima, siempre íntima. Tsai nos invita a saber estar. O a no saber. A emocionarse (un poquito, sin sobresaltos) con un encuentro entre dos humanos que están muy solos.

Mi anterior referencia a la religión no fue caprichosa ni accidental. El cine de Tsai, desde hace décadas y e incluso en películas como The River o What Time is it there?, tiene tintes profundamente budistas. Esto no quiere decir que sean didácticas ni que traten de educarnos en el arte de vivir armónicamente con divinidades o fuerzas cósmicas. Sí tienen esa pausa tan necesaria para conectarse con algo superior y, sobre todo, ese principio fundamental budista que dice que la vida es sufrimiento. Los personajes de Tsai sufren mucho. Mucho. No hacen alarde de ese sufrimiento, se lo tragan, pero la pasan mal. Y varios de sus planos largos sobre rostros curtidos nos dan un acceso privilegiado a miradas agotadas, tedio infinito y –en este caso particularmente– cuerpos destrozados. Lee ha envejecido, y sus dolores físicos son reales. Tsai incorpora todo eso a la película, su abandono, su malestar. El primer plano de la película, un extenso plano medio del actor tirado en una silla, invadido por una proyección que nos remite al Tsai más videoartista, es ya triste. Doloroso. Pero sin énfasis. Es un hombre abrumado por su soledad, esperando que pase el tiempo. Los minutos. Los días del título. La vida.

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Days no es, probablemente, la mejor película de su director. Sin embargo, para un cineasta supuestamente retirado, es una obra de madurez. A diferencia de películas anteriores, donde había una tensión sexual latente o, incluso, explícita (como en The Wayward Clowds y su erotización de las sandías), aquí esa impulso sexual está ausente. Ya no pareciera necesitar sublimar esa calentura, sino que el motor de los personajes y del mundo es la empatía. La búsqueda de comprensión y compañía. El fugaz encuentro de ambos protagonistas es tierno y no necesita de palabras, al menos no para el espectador, motivo por el cual el director aclara al comienzo que la película intencionalmente carece de subtítulos. Days es una película sobre días en la vida y momentos, preciosos instantes de conexión en un mundo que cada vez los ofrece menos. De cierta manera, es también una película “helado de limón”, en el sentido de que nos permite limpiarnos el paladar entre bocados más suculentos. Es una pausa bienvenida, donde uno puede descansar la mirada –un poco a la manera de ciertas películas tardías de Kiarostami, como Five– y dejarse llevar sin tener que pensar tanto en el sentido o en las conexiones secretas entre escenas. Es, quizás, más fluvial que El Río, un ruego desesperado más discreto que I Don’t Want to Sleep Alone. Una película de un maestro de lo tenue, invitándonos a adentrarnos en lo ínfimo, teniendo un diálogo susurrado y democrático donde podemos elegir qué ver y quedarnos con lo que querramos, sin la presión de tener que decantarnos por la aprobación o el rechazo.

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