Dear Comrades!

Por Diego Maté

Dorogie tovarishchi!  
Rusia, 2020, 120′
Dirigida por Andrei Konchalovsky
Con Yuliya Vysotskaya, Vladislav Komarov, Alexander Maskelyne, Andrei Gusev, Yulia Burova, Sergei Erlish

Entre escombros

¿En qué anda Konchalovsky? No sabemos. En la suya, como siempre. Dueño de una de las filmografías más extrañas del cine contemporáneo, el tipo pudo hacer cine independiente en Rusia, viajar a Estados Unidos y filmar películas de género con estrellas hollywoodenses, volver a Rusia y contar la pesadilla de un hombre común bajo el gobierno de Stalin y, una década después, irse de nuevo. En los últimos años Konchalovsky parece haber encontrado algo parecido a un lugar propio, un refugio al amparo de un cine sereno, discreto y un poco severo, lejos del exceso de otras épocas. 

Dear Comrades! es la historia de una estalinista que ve derrumbarse su mundo de un momento a otro. Lyuda es una militante del régimen, está convencida, tiene posiciones fuertes, añora la mano de hierro de Stalin y desconfía de las transformaciones iniciadas por Khrushchev. Konchalovsky no quiere que nos hagamos ilusiones y nos aclara en unos pocos diálogos que Lyuda es una hija de puta. Si El círculo del poder narraba la llegada accidentada de un pobre diablo a la intimidad de Stalin, Dear Comrades! cuenta cómo es vivir allí, ejercer el dominio, obtener sus réditos. Lyuda y sus compañeros del partido son monstruos, no solo porque sometan a sus representados en nombre de una ideología fanática, sino porque aprovechan su pequeña cuota de poder para sacar ventaja día a día, para encaramarse mejor o trepar un poco, porque disimulan sus miserias personales con máximas altisonantes acerca del pueblo al que no dudan en aplastar ante el primer contratiempo.

La película cuenta el episodio de Novocherkask: los trabajadores de la provincia se sublevan, marchan hacia la sede del partido, y después de algunos días sin respuesta, y con la protesta extendiéndose a otras regiones, Moscú ordena una represión que termina con veinticinco muertos y más de ochenta heridos. Pero a Konchalovsky no le interesa tanto esto como el estado de cosas que rodea el conflicto. La masacre de los manifestantes dura unos pocos minutos y se filma sin énfasis ni música: las balas vienen silbando de cualquier parte y matan o hieren gente al azar. Como si el director dijera que todo esto, los crimenes del régimen soviético, ya fueron narrados, son cosa filmada, que ahora conviene fijarse en otros temas, como la obsesión cotidiana por conseguir alimentos o bienes escasos, mal que golpea a cualquier dictadura comunista. La película dialoga con la historiografía: el momento en que Lyuda usa su posición para negociar con una almacenera latas de conservas y alcohol de marca hace acordar a las situaciones descritas en La vida cotidiana durante el estalinismo, el libro de Sheila Fitzpatrick, lo mismo que el peligro de la delación, cierta o falaz, con el que los personajes parecen acostumbrados a vivir. 

Después de la masacre Lyuda no encuentra a su hija y el relato cambia los roles: enfrentada al horror del sistema, la mujer padece ahora los efectos del poder que antes encarnaba. Pero, de nuevo, a Konchalovsky le interesa menos esa caída que lo que sucede alrededor del personaje, por ejemplo, cómo es que un montón de agentes de inteligencia se instala en el pueblo y pone en marcha mecanismos de intimidación para asegurarse el silencio de los vecinos. Lyuda va a la morgue a buscar a la hija, tal vez haya muerto durante la represión; allí, en un plano fijo y distante, se ven cuerpos tirados en el piso del pasillo: el forense sale afuera a fumar un cigarrillo, sabe que tiene un día de trabajo por delante. La escena no busca tanto el shock como señalar el aire desaprensivo con el que las personas aceptan el hecho y se adaptan a la situación. Las dificultades que deben enfrentar las autoridades para encubrir sus actos son infinitas: un llamado telefónico informa que la sangre de los muertos se calentó con el sol y se fundió con el asfalto, ahora no se puede limpiar y hay que volver a pavimentar de urgencia la calle. La búsqueda de Lyuda se diluye en el retrato de la persecución desembozada y de las tareas absurdas que ocupan a los miembros del partido. Konchalovsky dice que eso que solemos llamar la banalidad del mal es algo bastante más cinematográfico que la narración de los abusos ya contados mil veces (por él mismo, entre otros) y que hace falta una forma acorde, que el cine se adapte al clima gris y burocrático que sigue a la represión, que esa crueldad sumaria reclama un tratamiento específico: planos quietos y algo despojados por los que circula una belleza disimulada, planos que registran sin mucho entusiasmo la máquina administrativa del régimen y su labor, tan brutal como desapasionado.

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