Detroit, zona de conflicto & 15:17 Tren a París

Por Federico Karstulovich

Detroit: Zona de conflicto (Detroit)
Estados Unidos, 2017, 143′
Dirigida por Kathryn Bigelow.
Con John Boyega, Will Poulter, Algee Smith, Jacob Latimore, John Krasinski, Anthony Mackie, Jason Mitchell, Hannah Muray, Jack Reynor, Kaitlyn Devor, Ben O’Toole, Nathan Davis Jr., Peyton Alex Smith, Malcolm David Kelley, Joseph David-Jones, Laz Alonso, Ephraim Sykes y Leon Thomas III.

15:17 Tren a París (The 15:17 to Paris)
Estados Unidos, 2018, 94′
Dirigida por Clint Eastwood.
Con Alek Skarlatos, Anthony Sadler, Spencer Stone, Jenna Fischer, Judy Greer, Thomas Lennon y Ray Corasani.

En la frontera (cinema verité)

Por Federico Karstulovich

Yo nací para mirar// lo que pocos quieren ver// yo nací para mirar
Cinema Verité – Serú Girán

Alguna vez leí (solo que no recuerdo si lo decía Bill Nichols o Erik Barnouw) que el documental, cuando llega a un límite, a una línea que lo bordea, se convierte en una de las pocas esperanzas para imaginar un futuro posible tanto para la ficción pura y dura como para el documental más tradicional. Claro, dirán ustedes: son autores canónicos de textos canónicos de finales de siglo XX o a punto de cumplir dos décadas de vida, según el caso. Hoy por hoy, el juego del cambio de registro real-ficción se ha convertido en una convención casi canónica. No obstante, las fronteras, las traiciones a las expectativas, los giros imprevisibles, los cambios, los matices en la identidad de lo que “se es y no se es” me resultan particularmente más estimulantes que las taxonomías avejentadas. Claro, el problema es que con eso de “los límites de lo real” varios se han hecho su agosto y lo que alguna vez fue novedad hoy también puede ser cálculo.
Sin ir más lejos (y en el terreno del cine de “ficción”), casi no habría obra para directores como Abbas Kiarostami o Jafar Panahi sin ese coqueteo con los registros y los bordes de la representación. Ni hablar de tipos como Welles (el último, el de F de Falso). Pero el punto es otro: la cuestión de lo fronterizo a veces dice mucho más que un simple (o no tan simple) acercamiento a las modalidades del registro. No, los bordes, las fronteras, también pueden ser de otra índole.

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En su extraordinario, odi-amado e imprescindible libro, el Facundo, Domingo Faustino Sarmiento se refería en uno de sus segmentos a algunas de esas figuras que permitían pensar, entre otras cosas, algunas maneras de desarticular los maniqueísmos (algo que ha caracterizado a la producción escrita de la generación del 37 (de 1837, aclaremos)). Pero no lo hacía con otra vocación que no fuera la de la escritura apasionada, incluso atentando contra su propio discurso romántico (pero leído como prosa realista). En el capítulo 2 de la primer parte del libro, Sarmiento describía a estos personajes, que, con su capacidad para nutrirse de cruces, terminaban siendo híbridos, personas de dos reinos, sujetos oscilantes entre los mundos, pero a la vez ocupando una frontera extendida. Los personajes de frontera tenían eso que tanto el western como el policial conocen al dedillo, que no es otra cosa que lo que hoy podríamos llamar héroes éticos. Pero, claro, el héroe ético (con su costado anti heroico encima) nunca va a decidir bien, porque en definitiva todo acto de decisión es una asunción de responsabilidad. Y toda decisión ética (o al menos en el marco de un dilema ético) siempre va a ser una decisión que perjudique a unos y que beneficie a otros. Los héroes éticos tienen esas cosas: no la tienen fácil; saben que el mundo es una mierda, que siempre, en el marco de las tensiones de poder, habrá perjudicados de algún modo. Sin ir más lejos, los policiales y los westerns de Fritz Lang supieron nutrirse de esa clase de héroes complicados. Héroes de la mirada, héroes de la impotencia, héroes de la melancolía, los héroes éticos conocen de fronteras, precisamente porque al habitarlas demuestran que todo límite no deja de ser algo falaz e imposible, en el fondo.

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El western, el policial, dijimos antes, precisan límites. El cine bélico también. Los tres géneros (como retórica formal antes que como procedencia iconográfica y temática) están girando en torno a Detroit (evitémonos el título complementario e inútil que acompaña al original). Pero la de Bigelow (a diferencia de otras películas suyas) no se identifica con ningún género en particular. Pero tampoco con el malquerido y a veces poco feliz subgénero de películas basadas en hechos reales. No: Bigelow se maneja, como el mejor jazz, con una base fija sobre la cual improvisar. No es casual que Eastwood haga algo similar con la historia (también real) que le tocó contar. Pero sigamos hablando de Detroit, que ya habrá tiempo para hablar de la estrategia del octogenario. Bien, decíamos que Bigelow parte de un material suficientemente tentador como para hacer un alegato al mejor estilo de los viejos films de denuncia y testimonio (también conocidos hace tres o cuatro décadas como “cine testimonial”, precisamente cuando los límites de ficción/documental eran más precisos que en la actualidad). La tentación era enorme, porque los hechos fueron lo suficientemente graves (para quien no lo sepa: en el plazo de unos cinco días, en 1967, Detroit se convirtió en una ciudad en estado de sitio, donde la anomia generó destrozos, saqueos, heridos, muertos y abusos de todo tipo, como el que describe la película, sucedido en una razia policial en un hotel de mala muerte en donde quienes se hospedaban fueron sometidos a torturas y humillaciones, terminando incluso en asesinatos, en lo que quizás sea uno de los episodios más graves de la errática democracia estadounidense durante los 60’s y 70’s). Sin embargo, Bigelow construye todo un abanico de opciones, que, como dejaba entrever Sarmiento, expone un amplio de matices y posibilidades que desarman el maniqueísmo ramplón con el que se la acusó al abordar esta historia.

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Bigelow es de esas directoras que saben que en todas las historias, incluso en las más fáciles de abordar (insisto: Detroit pudo haber caído en la corrección política de “negros buenos, blancos malos” que la historia de base pedía, pero no lo hace), siempre tienen una zona gris. Una zona de frontera. Y, en alguna medida, lo que hace en esta película es jugar con nuestras expectativas frente a esa frontera que en algún momento se revelará pero que no se muestra desde un inicio. Como buena gambeteadora, Bigelow nos hace comer todos y cada uno de los amagues: el del personaje del guardia de seguridad negro que en algún momento se va a revelar, el de los policías blancos malísimos que en algún momento serán juzgados y llevados a cumplir una pena por torturar y asesinar a gente, el de la historia con sus lecciones (poco feliz es, en todo caso, el didactismo del prólogo de la película, que parece pensado para quienes desconocen no solo el hecho sino los antecedentes de la inmigración negra en dos siglos de historia estadounidense). Pero no, no se cumplen las expectativas: los policías presentan matices, el guardia de seguridad también, las víctimas se suman a las reacciones variadas y distintas frente al abuso, el final no es complaciente con nadie, la descripción del estado de anomia es precisa y no es resaltada (Bigelow fue acusada de minimizar los hechos que llevaron al estado de sitio, pero no: los establece como marco para lo que ocupará el centro de la película: el abuso policial en el hotel).
En esta dirección, el personaje perturbador, el héroe ético por excelencia, es el guardia de seguridad interpretado por John Boyega, que en limitadas intervenciones verbales dice mucho menos que lo que dicen sus ojos, que son los ojos del testigo de los bordes, de los límites traspasados, pero que también son los ojos de quien sabe que no podrá volver porque ha visto (y tolerado) el espanto. Ese personaje carga sobre sus espaldas el lugar del cómplice, pero también el lugar del testigo privilegiado. Es, en alguna medida, un personaje hitchcockiano por excelencia: puede ver, pero está imposibilitado de actuar. Y cuando actúa, lo hace a sabiendas (y nosotros como espectadores también) de que siempre alguien la va a ligar (poniéndose en peligro incluso a sí mismo).

Los personajes de frontera son incómodos, precisamente, porque actualizan esa imposibilidad de dar cuenta de un mundo estable, previsible, justo, en el que algo parecido a la ley y las instituciones pueda servir como resguardo de las bestialidades de los hombres que lo habitan. Pero esos personajes de frontera son también gente triste, que sabe que no hay muchas más chances que elegir y, eventualmente, aceptar los costos de esa elección. La película de Bigelow es lo suficientemente pudorosa como para poner a este personaje en un lugar lateral, pero lo suficientemente incómoda como para no sacarlo por completo. En los ojos de Boyega (no casualmente toda la película se concentra una y otra vez en el poder de las miradas y de quienes miran) estamos nosotros viendo los hechos con toda la angustia del mundo de no poder hacer otra cosa excepto mirar.

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No se me ocurre nombre más adecuado para pensar la poco querida categoría de héroe como Clint Eastwood, acaso uno de los pocos directores neoclásicos (sino el único) que ha entendido (y ha practicado) en sus películas como director a lo largo de casi cincuenta años, de qué se trata eso de convertirse en un héroe. Hay que poner especial atención en la obra del viejo Clint, que supo ser una suerte de ícono protofascista y anti legalista con las apologías de Harry el sucio (Don Siegel, 1971), misógino en potencia con Obsesión mortal, su ópera prima como director de 1971, y finalmente, celebrador de la violencia con sus personajes derivados del spaghetti western, personajes en los que recala en una película como La venganza del muerto (1973). Pero, claro, hay que poner atención en esa historia, ya que alguien con mucha mala fe, mala conciencia y dos huevos fritos en los ojos puede sostener que lo de la obra de Eastwood es lisa y llana celebración de la violencia, del heroísmo individual contra toda ley y despreciando a las mujeres que se crucen por el camino. No: el cine de Eastwood es una expresión notable, un arte combinatoria que dialoga (narcisismo exaltado de por medio) con la propia obra como director, pero también con la propia obra como actor.
El paso por la década del 80 tendió a clarificar algo del plan de la década anterior con películas que ya exponían una capacidad de repensar (a la figura del héroe y a sí mismo) la propia obra. Pero quizás ese gran giro de timón que supusieron films como El principiante (1990), Cazador blanco, corazón negro (1991) y Los imperdonables (1992) terminó por aclarar algunas dudas: el cine de Eastwood había logrado concebir una idea extraordinaria, que fue la de jugar con las convenciones de los géneros, pero respetándolos para, poco a poco, ir cuestionándolos desde su interior, logrando así un arco dramático que diera cuenta del cambio de época sin necesidad de demagogia de ninguna clase (claramente, lo de CE no es la corrección política, sino el humanismo).

Así y todo, a principios de los 2000’s, más específicamente tras dirigir Río Místico (2003), algo de esa brújula precisa (que desde 1993 no hacía otra cosa que entregar una obra maestra tras otra cada dos años, exceptuando la floja Deuda de sangre, hecha con un automatismo preocupante) se descompuso, y el viejo y querido Clint comenzó a meter la pata con bastante regularidad. En realidad, no taaaaaaaaaaan metidas de pata, pero sí, cuando menos, el abandono de cierta muñeca narrativa en pos de una suerte de versión aggiornada de su cine, y algo más tolerable para nuevos públicos. Protofeminista (pero con un final polémico y horrible) en Million Dollar Baby (2004), progresista culposo en el díptico de La conquista de el honor Cartas desde Iwo Jima (ambas de 2006), sensacionalista y morboso en El sustituto (2008), new age y simplón en Más allá de la vida (2010). En medio de algunas de estas agachadas, aparecían películas logradas, pero no completamente satisfactorias, incluso hasta impersonales, como Invictus (2009) y  J. Edgar (2011). Pero también obras maestras como Jersey Boys (2014), donde inclusive se permitía revisar a Scorsese por otros medios. Pero es con Gran Torino (2008), Francotirador (2014) y Sully (2016) que Eastwood se permite volver a pensar en su propio cine y en la idea de heroísmo como no lo había hecho casi en dos décadas. Bueno, en esta secuencia de retornos al origen consciente del propio cine entra una película extraña y descolocadora como 15: 17 Tren a París.

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Los héroes eastwoodianos supieron ser, al menos durante varias décadas, héroes de acción (y no, no me refiero al género inventado en los 80s), héroes conscientes de su lugar. Héroes de la tradición clásica, en definitiva, que fue la raíz de la que CE supo beber principalmente. Pero el as en la manga viene por otro lado: Eastwood también supo entender el paso hacia otro tiempo, el cambio de época. Por eso, tipos como Leone o Siegel son determinantes en la configuración formal e intelectual del cine del director de El jinete pálido (1985), que acaso sea la despedida plena del imaginario del western clásico que haya concebido alguna vez. Bueno, esos héroes de acciones precisas, éticas inconmovibles, conscientes de su lugar en el mundo, comenzaron a desdibujarse. Ya en el Eastwood de los 90s estaba el problema del cuestionamiento de lo heroico, de la acción y también del lugar de la mirada (ver sino esa gran película hitchcockiana que es Poder absoluto) como un problema de poder. El asunto es que ese Eastwood era menospreciado y desconsiderado. O al menos no era apreciado en los términos de un gran público (o un público nuevo). Con el tiempo y los años, fue el mismo Clint quien se retiró de su lugar delante de las cámaras. Y lo que quedó fue un vacío que ese texto-estrella que suponían su cara y personajes no pudo ser rellenado. En ese vacío (hablamos de sus películas post Gran Torino, que posiblemente es su fábula anti violenta por excelencia) nos asentamos en los últimos cuatro años. Por eso me gusta pensar que FrancotiradorSully 15:17 Tren a París pueden leerse como las películas de la reversión de lo heroico. O, en todo caso, las películas del heroísmo como un acto desencantado, lo que como complemento establece una crítica feroz al mundo que rodea a esos personajes, al mundo que los contextualiza. En estas tres películas no solo no hay conciencia del heroísmo, sino que los personajes se convierten en víctimas de esa condición heroica o potencialmente heroica. No hay celebración alguna en ellas, pero lo que sí hay es tristeza, abandono, soledad y sensación de deber cumplido…como parte de una cadena de mandos en donde se ocupa un eslabón más. De ahí que la celebración del trabajo y del heroísmo casual en Sully sea siempre en un tono menor y modesto. Casi anticlimático. O que eso que muchos críticos describieron como “una película de enlistamiento al ejército y propaganda” del héroe (como rezan los fragmentos post créditos de Francotirador) no sea otra cosa, en el fondo, más que una descripción seca y destructiva del lavado de cabeza promilitarista de ciertos sectores de la América pobre, sin horizontes ni proyectos más que llenar una nómina de bajas en servicio del deber. En serio: no puedo entender cómo tantos críticos no han podido entender que lo de Eastwood no fue otra cosa que una demolición desde dentro mismo del paradigma militar.

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En esa misma dirección se mueve 15: 17 Tren a París, película que a primera vista podría pensarse como un experimento fallido de un director octogenario que quiso probar alejarse de su propio lenguaje y códigos para (re)construir un docudrama de la historia de vida de tres héroes casuales. Digo a primera vista porque la última película de Eastwood pide más de una mirada, demanda más que un par de epítetos (“fascista” es lo más liviano que leí en gente que parece que va al cine con la biblia de la corrección política como norte estético y moral). Nos pide una segunda mirada, sencillamente, porque hay algo más que una película basada en hechos reales. Nos pide que miremos, porque hay algo más que la revelación simplona de tres héroes americanos frente a un terrorista musulmán. Nos lo pide, entre otras cosas, porque cuando volvemos a  15: 17 Tren a París vemos, como los neorrealistas, como Leon-O en los Thundercats, más allá de lo evidente. Lo que vemos es que ese trío de héroes accidentales, que evitan un atentado que pudo haber costado cientos de vidas (atentado que es mostrado de manera seca, desdramatizada, lateral, como si no fuera importante), en en fondo están tan vacíos como el protagonista de Francotirador. De hecho, a diferencia de aquel, no son especialmente inteligentes, ni hábiles, ni precisos como militares. Sus infancias son exhibidas como una sucesión de carencias. Su formación (mediada por lo religioso), pobre y deshumanizada (el recorrido turístico por Europa, contrario a ser una simple sucesión de escenas triviales es, de manera demoledora, la exposición de la propia trivialidad e ignorancia de esos personajes carentes de interés). En definitiva, los héroes de esta película son el último escalón en esa deconstrucción/cuestionamiento que Eastwood hace de lo heroico: son héroes autómatas, atravesados por la varita mágica del azar, poseedores de ningún don, y deseosos de un destino manifiesto que se hace carne por casualidad (no hay una sola intervención divina ni discurso religioso en la película, pero sí una exposición de esa ideología limitada por parte de los personajes). Puede decirse que con esto el director ingresa en un terreno de crueldad con sus personajes. Pero nada de eso: es un observador que decide no remarcar, sino re-presentar de manera pobre, con los recursos de un telefilm, las vidas aún más empobrecidas de unos héroes casuales, como si toda la historia de los mitos y arquetipos genéricos que formaron el imaginario heroico clásico se deshiciera en las manos. Estos personajes, autómatas, carentes de conciencia, llevados por acciones sin emoción, son la contraparte de esos personajes de frontera que mencionamos al inicio. Su composición fronteriza tiene entonces una segunda implicancia: no solo son personajes que ven sin actuar (de hecho, hay toda una serie de diálogos sobre la frustración de ser militares sin acción y lo aburrido que es eso), sino que, cuando actúan, lo hacen sin mayor conciencia. Son héroes sin conocimiento del uso político de sus acciones. Son personajes que hacen desconociendo que el uso discursivo de los hechos que los distinguen los pone en un lugar incómodo. Cáscaras vacías, mecanizados, no tienen mucho que envidiarle al cine moderno. Si antes mencionamos a Hitchcock, aquí la referencia es Bresson. Son héroes táctiles, pero sin sensibilidad.
Poco importa cuánto de esto es o no consciente en el viejo Clint, que dentro de poco va a volver a aparecer delante de cámara. Lo que importa es que, contrario a muchos de sus espectadores avejentados y amigos de los juicios rápidos, más años junta más sabio, joven y libre se vuelve.

Las fronteras (las de la moral, las costumbres, lo que debe o no debe hacerse o decirse) las pone la policía y/o el pensamiento policial. Qué curioso que el progresismo se lleve tan bien con el concepto, y tan mal con quienes lo cuestionan con las armas de un cine todavía inquieto, palpitante e imprevisible. Larga vida a los maestros.

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