Dossier #ContraLaCorrecciónPolítica (III)

Por Gabriel Santiago Suede

La cancelación de la cultura (o la cultura de la cancelación)

Si la corrección política existe desde hace mas tiempo del que creemos (sobre eso escribirán otros compañeros de la revista, asi que no me quiero superponer), si esa corrección es en realidad un filtro ideológico mas que estríctamente político, lo novedoso (pero que tiene puntos de contacto con experiencias pasadas) para este presente es la llamada cultura de la cancelación. Ahora bien, quizás no todos sepan de qué se trata esto. Intentemos hacer un breve recorrido.

Woody Allen

La cultura de la cancelación no es, como en muchos casos se confunde, una cultura de la censura previa. No: para que haya cultura de la cancelación tienen que haber material pasado sobre el cual ejercer un señalamiento a la vez que tiene que haber acción preventiva futura, que nada tiene que ver con la censura previa sino que, en muchos casos es aún peor: hablamos de la expulsión lisa y llana de cualquier tentativa por continuar una carrera que implique la exposición pública (imaginablemente, en el caso del cine o de la televisión, esto supone una afectación en casi todos los niveles de trabajo). A diferencia de la cultura de la censura previa (fenómeno sobre el que también escribirán otros compañeros de la revista) la cultura de la cancelación ya no remite solo a la administración del discurso, sino a la administración de recursos que incluso condicionen la continuidad de la existencia de esa personalidad en el mundo público.

Pero la cultura de la cancelación, a su vez, excede el control de las personas sino que también se mete con el pasado, con las películas, series y hechos de la cultura que resulten incómodos a la corrección política. En esa dirección de cosas, la cultura de la cancelación es un paso más allá porque propone borronear, limitar, eliminar del mapa aquello que no ingresa en los parámetros de lo políticamente correcto (si se extendiera a la filosofīa, por ejemplo, pediría eliminar la obra íntegra de Aristóteles por misoginia). En ese recorrido, entonces, reconocemos un punto de contacto entre el extremismo de este posicionamiento fascista y las formas de señalamiento de “arte degenerado”. Si, ya lo sabemos: apelar a la cláusula nazi puede ser un facilismo. Pero a decir verdad no hacerlo es un hecho preocupante: no necesitamos muertos ni encarcelamientos ni torturas para identificar a razonamientos totalitarios. Y, lamentablemente, si algo tiene esta cultura que administra lo existente y se proclama en faro/guía de los artistas que deben prevalecer y los que deben caer en el manto del olvido, si algo prevalece en ese razonamiento infantil y torpe es el totalitarismo.

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De Woody Allen a Michael Jackson, de Louis CK a James Gunn, de Paul Verhoeven a Lo que el viento de llevó, de D.W. Griffith a Los Simpson y South Park, de Friends a Superbad. Desde 2015 a la fecha hemos visto intensificarse a esta cultura de “persona y obra son lo mismo”. Y no, no son lo mismo ni lo serán. Es inútil explicarlo, pero volvemos a la cláusula Nazi: Leni Riefensthal fue la directora de propaganda de uno de los dos regímenes totalitarios y genocidas mas grandes que haya conocido en siglo XX (junto al comunismo de Mao y al de Stalin). Asi las cosas sería absurdo negar las capacidades extraordinarias de su cine. Sería una imbecilidad negar esa existencia. Y en todo caso, la existencia nefasta de la persona no solo no niega a su obra, sino que permite que la misma adquiera otra dimensión política para nosotros: no podemos prohibir lo que nos da miedo. En todo caso lo mejor que podemos hacer es conocer el material, tener conciencia crítica del mismo y al mismo tiempo permitirnos disfrutar del trabajo. Es, al final de cuentas, lo que sucede en un mundo adulto: nosotros podemos elegir, ver, tomar decisiones, discutir, acordar, pensar y repensar. Pero no podemos ni debemos ser dirigidos por una elite ideológica. En ningún contexto posible.

De cara a la tercer década del nuevo siglo, la multiplicación de casos de la cultura de la cancelación nos obligan a pensar si en el fondo se trata de un plan maquiavélico, urdido por genios. O si, peor aún, se trata de un movimiento de placas tectónicas impreciso, inorgánico, que, en medio del marasmo, es aprovechado por los demagogos de turno para sacar una tajada a la torta de los nuevos ghettos de consumo (hola, Jordan Peele!) mientras el mapa se reacomoda. Sea como fuere, la cultura de la cancelación parece haber llegado para quedarse, fundamentalmente bien recibida por una nueva generación (los nacidos en los 2000s) que en muchos casos psicopatea a las generaciones anteriores a punta de pistola virtual: “Cómo puede ser que te guste Zelig, que fue dirigida por un violador?”.

Quizás en el fondo el mote sea inadecuado. No deberíamos hablar de la cultura de la cancelación, sino de la cancelación de la cultura, a manos de unos truhanes elitistas que no saben ni lo que hacen.

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