#Dossier90s: Las chicas de ayer

Por Carla Leonardi

Un empoderamiento olvidado

Con la ultima oleada del movimiento feminista, el significante empoderamiento ha comenzado a circular fuertemente en el discurso social. Pero qué es el empoderamiento? Este concepto hace referencia al proceso por el cual las mujeres, en un contexto en el que están en desventaja por las barreras estructurales de género, adquieren o refuerzan sus capacidades, estrategias y protagonismo, tanto en el plano individual como colectivo, para alcanzar una vida autónoma en la que puedan participar, en términos de igualdad, en el acceso a los recursos, al reconocimiento y a la toma de decisiones en toda las esferas de la vida personal y social. Llama la atención, por tanto, que este concepto en la actualidad haya relegado, los modos de representación de la mujer en el cine desde hace tiempo. En un contexto en donde el cine industrial (y el no industrial también) parece presentar el fenómeno del empoderamiento como una novedad radical y sin existencia previa, bien vale preguntarse por el cine del pasado. Acoto hoy mi pregunta al cine de los años 90, a los fines de este dossier, ya que se trata de una década contradictoria, interesante para pensar y para desvelar algunas cuestiones. Sin ir más lejos, en esa década, la comedia romántica -a mi modo de ver un genero bastante conservador- supo reinar. Hablamos de un género en el que la formula chico conoce chica, se traduce frecuentemente en la conclusión en el altar, (luego de superar los avatares que se interponen entre ellos), donde se da frecuentemente una representación tradicional de la mujer bonita, sensible, vulnerable e interesada principalmente en consumar el amor a través del esquema de la familia pequeño burguesa. Ahora bien, si indagamos en otros géneros más marginales o relegados como la ciencia ficción, el terror, el policial, el survival o la road movie, no necesariamente en sus formas “puras”, podemos encontrar otros modos de representación de la mujer (como también los hubo en otras décadas, por eso la pregunta sobre el empoderamiento es también una demanda de reconocimiento de la propia historia del rol de las mujeres en el cine, precisamente para que la agenda del presente no despolitice las acciones y representaciones más lúcidas sobre el género en el pasado), que bien podemos tomar como antecedentes de los modos de representación actuales. Es solo cuestión de tomarse el tiempo de mirar un poco hacia atrás. 

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Algunas ideas previas. Quizás a algunos lectores les resulte algo nuevo lo que voy a mencionar, quizás a otros no. El psicoanálisis nos viene perfecto para encarar el problema que sigue. Intetaré ser lo más breve y didáctica posible: femenino no es el sexo biológico, ni el género, sino una modalidad de goce. Los sujetos femeninos son aquellos que inconscientemente se posicionan desde esta modalidad. La norma de goce por la cual pasamos todos los seres hablantes (hombres y mujeres), por tanto, es denominada goce fálico, que no es otra cosa que el efecto de la marca del lenguaje en el cuerpo (que determina la pérdida del goce absoluto y en consecuencia la posibilidad de un goce parcial, limitado, cuya satisfacción se obtiene a partir de diversos objetos que puedan incluirse en el campo del valor fálico (un auto, una mujer, un hijo, el dinero, etc)). Objetos metonímicos del falo, por lo tanto susceptibles de ser ser adquiridos y perdidos. El goce femenino, desde esta perspectiva psicoanalítica, implica otro goce respecto del modo de goce fálico: un goce de la alteridad. El tema es que esa modalidad no tiene soporte identificatorio, por lo que su representación es ilimitada, ilocalizable en una parte del cuerpo e intransmisible por medio de un saber. Es una experiencia estática absoluta, que se siente en el cuerpo, pero no puede traducirse en palabras. Es decir, poder experimentar ese otro goce, poder ir más allá del falo, pero no sin tener una relación a él que funciona como amarre y tope a lo ilimitado propio de su lógica. En este sentido, el falo es tomado por una mujer con astucia como instrumento, como relevo o trampolín para alcanzar ese goce otro. Pensemos entonces que ha hecho el cine de los 90s con respecto a algunas de estas ideas.

Si históricamente las clásicas representaciones de la mujer en tanto esposa, hija, madre o prostituta han tendido a ser condescendientes -y la sitúan claramente sosteniendo un modo de goce fálico, es decir proponiéndose como un objeto con atributo fálico que responde al macho-, quizás valga la pena pensar que variaciones se han propuesto los mencionados géneros “desplazados” durante los 90s con esas representaciones de la mujer.  Para eso no pretendo ser abarcativa en cantidad, sino concentrarme en algunos casos testigo que me parecen más que representativos de esta reformulación de los femenino en el cine de la década en cuestión.

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Megan Turner. La directora Kathryn Bigelow en Blue Steel (1990) fue una de las primeras en poner la temática de la violencia de género en primer plano. Megan (Jamie Lee Curtis) es una joven mujer que soñó desde siempre en convertirse en policía. En una de sus primeras intervenciones patrullando las calles, mata al delincuente que asaltaba un supermercado y desaparecida el arma de éste de la escena, será suspendida por exceso de autoridad. Bigelow, ya desde un inicio, toma al toro por las astas, presentando el lugar fetichista con el cual Megan se vincula con las armas. El trasfondo de ésto, son los años de abusos reiterados que su madre padeció por parte de su padre, sin poder la mujer hacer nada al respecto más que padecerlo. Al mismo tiempo, Megan será seducida por un empresario, que como lo indica su apellido Hunt (caza) se revela como el psicópata tipo de mansa apariencia que la seduce, para hacerla caer en su red de manipulaciones cometiendo asesinatos con el arma del delincuente del incidente en el supermercado supermercado que él ha tomado. El poder del lado de Hunt, le permite contratar un abogado inescrupuloso que impedirá con diversas artimañas legales que su defendido sea detenido. Pero Megan no es la mujer sensible y entregada a la realidad, como fue su madre, sino que por el contrario está decidida a ponerle un freno tanto a su padre como a Hunt. El apellido de Megan, Turner (quien maneja el torno) da cuenta del giro en su posición desde el lugar de victima a la de victimaria. Ante un hombre dispuesto a todo porque se siente onmipotente e intocable por la ley, y a falta de las instituciones de la justicia en materia de violencia hacia la mujer; empuñar el arma contra el hombre abusador y perverso es la única salida que tiene Megan. Esta caracterización de la mujer deja equiparado el poder de la mujer al uso de la fuerza física, igualándola al hombre machista. Si Megan empuña un arma y mata al hombre es porque no puede utilizar intermediarios legales para defenderse de la violencia masculina. Megan queda como una mujer desatada, vengativa y dispuesta a todo, más que encarnando una posición femenina. 

Clarice Starling. En El silencio de los inocentes (Jonnathan Demme, 1991), la joven criminalista ingresa a la Academia del FBI para ayudar a capturar asesinos en serie. Esto ya la sitúa como una mujer que se hace eco (en el sentido literal de la palabra, pues Clarice (Jodie Foster) recuerda con horror el grito de los corderos que sacrificaron en una granja en su infancia) del sufrimiento de las mujeres en manos de la violencia machista y psicopática que las toma como objeto. Clarice no solo se compadece de las mujeres en situación de vulnerabilidad, sino que se involucra activamente, tratando de aportar soluciones y blandiendo el límite, el “No” que comporta la ley.  Una de las claves de la película está en el apellido de Clarice, que significa estornino. Este pájaro que representa a Clarice, tiene una apariencia pequeña y distraída, pero en realidad es muy hábil. El extravío como cualidad propia de lo femenino, al carecer de una representación en que sustentar su identidad, se combina aquí con la inteligencia y la intrepidez que le permitirán sortear tanto el acoso del director de la prisión, como las manipulaciones y acertijos que le plantee el despiadado y temible asesino en serie Hannibal Lecter de quien tendrá obtendrá la ayuda para capturar al asesino serial de mujeres apodado Buffalo Bill. Clarice se ganará el respeto de Lecter al no condescender con el lugar de la victima dócil y sacrificial. La astucia de Clarice le permite vincularse con un hombre desde la apariencia del manso cordero, pero a sabiendas de que oferta un señuelo para obtener de él la información que necesita para lograr su propio objetivo y realizarse como criminalista. 

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Thelma y Louise. Estas dos mujeres maduras, heroínas de la película homónima (Ridley Scott, 1991), expresan a la mujer que decide liberarse de la opresión machista que las trata como seres inferiores y como objetos degradados. La película trabaja muy bien el problema de la violencia de género en un contexto donde la ley, territorio tradicionalmente manejado por hombres, y por ende sin perspectiva de alteridad, no podrá resguardarlas, sino que, en el peor de los casos, las expondrá a una re-victimización. A medida que estas mujeres se vayan alejando de la ciudad, se va haciendo más evidente la entrada en un territorio de desamparo frente a la violencia machista. Por ello, y por estar marcada por una violación ocurrida años antes, Louise matará al camionero que intentaba violar a Thelma. Confrontadas con un hombre que se pasa de la raya y cuya violencia es irrefrenable porque reniegan de la ley misma o porque se sienten poderosos e impunes al tener a la ley de su parte, muchas situaciones de violencia de género terminan dirimiéndose en un mano a mano. Toda la fuga sin freno de Thelma y Louise (Geena Davis-Susan Sarandon) es consecuencia de no poder apoyarse en la justicia, como representante del límite simbólico; porque miope y sesgada, las prejuzga como culpables o locas. La respuesta del poder de policía es encerrar a las revoltosas que perturban los cimientos de la sociedad patriarcal. Asumir el destino trágico es entonces para estas heroínas la única opción posible y liberadora.

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Sarah Connor. En Terminator 2: el juicio final (James Cameron, 1992) asistimos a la transformación de la joven camarera vulnerable, que lleva una vida de aspiraciones limitadas -y que es rescatada del Terminator por el soldado que viene del futuro (hecho sucedido en Terminator, James Cameron, 1984)- a una mujer heroica, entrenada y fuerte, que escapa del encierro en el psiquiátrico. Su misión es destruir los prototipos de inteligencia artificial que desarrollará la Corporación Cyberdyne, además de huir del Terminator enviado para matar a su hijo, que será el líder de la resistencia en el futuro. Con Sarah (Linda Hamilton) aquí tenemos a una mujer que se muestra interesada en otra cuestión que el rol pasivo y servicial hacia el hombre y que es estigmatizada institucionalmente como loca, intentando dominarla mediante el encierro posesivo. No obstante, por más que se trate de una mujer luchadora no pasa al extremo de convertirse en aquello contra lo cual milita. Sarah usa su fuerza de manera dosificada, su relación al hijo (en tanto símbolo fálico, recordemos), opera como límite que no le permite matar al científico que investiga los softwares que degenerarán al ser tomados por los hombres codiciosos de Cyberdyne. Sarah es una representación de la posición femenina que no rechaza al hombre ni lo elimina de su vida, convirtiéndose en un Terminator, en un hombre que no se somete a ningún límite. Tendrá la astucia, a través del amor a un hombre (Kyle) de tomar las herramientas que este le brindó y de aprender del mismo el arte de la lucha y la supervivencia, para transmitírselas a su hijo. Al mismo tiempo esa misma transmisión es lo que sostiene su ética. 

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Ellen Ripley. Si, ya lo sabemos: el personaje aparece por primera vez en Alien, el octavo pasajero (Rideley Scott, 1979). La misma vuelve a aparecer en Aliens (James Cameron, 1986), con un rol todavía más activo que en la anterior. Y en los años 90 reaparece en la tercera y cuarta parte de la saga: Alien 3 (David Fincher, 1993) y Alien: Resurrección (Jean Pierre Jeunet, 1997). Si en las primeras dos partes de la saga Ripley (Sigourney Weaver) -recordemos: suboficial de vuelo de la nave Nostromo- se presenta como una mujer con inteligencia, decidida y aguerrida, con el paso hacia la tercera y cuarta entrega su cuerpo abandona las formas dóciles y bonitas para seducir al ojo masculino heteronormativo y se presenta fuerte, modelado y musculoso, asemejándose al masculino. En Alien 3, Ripley lucha y elimina a la Reina alien, a la vez que se suicida al momento que un embrión de alien comienza a erupcionar de su pecho. En Alien: Resurrección, Ripley es resucitada mediante clonación. Su adn se ha fusionado con el alienigena, volviéndose más ágil, más rápida y más empática con los alien. Establece un vínculo cercano con Annalee Call, quien la reconoce como su madre. Annalee es una criatura con características externas humanas, pero con Adn híbrido de Ripley y la Alien reina. En esta película Ripley otra vez luchará sin compasión ni temor alguno, y eliminará nuevamente a la Reina Alien para salvar a su hija (casi en una reformulación del rol maternal de Aliens). Es interesante esto ya que el alien en sí es una figura típica para dar cuenta de la alteridad, de lo extraño y extranjero, pero también del goce femenino respecto del goce fálico. En este aspecto, a la alien reina podemos pensarla como una figura de lo femenino sin amarre fálico, deviniendo invasora e incapaz de respetar pacto o limite alguno en su insaciable sed de goce absoluto. Ante este real sin ley, es lógico que sea la violencia fálica, la muerte de lo Otro o de sí misma, lo único que Ripley puede hacer operar como punto de límite. Es así que la parte humana de Ripley es aquella que le permite proteger a su hija, en tanto la reconoce como de su especie desde el puro instinto; mientras que su parte inhumana, la vuelve una mujer fálica feroz, implacable e irrefrenable ante la Reina Alien. Por otro lado, la ciencia ficción como suele ocurrir anticipa la posibilidad de que una mujer pueda concebir un hijo a través de los avances que propone la ciencia tecnocrática, sin necesidad de pasar por la relación con el cuerpo de un hombre. El hombre, en este contexto, se vuelve totalmente prescindible para una mujer que puede bancársela completamente sola. En este aspecto, la película anticipa el fenómeno de la segregación de los sexos cada vez más frecuente en la actualidad, destructiva del lazo social frente a una posibilidad de reproducción sin lazo humano-vinculante.

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Rose Dewitt Bukater. La elección de Kate Winslet para este papel, que no es la tipica actriz símil modelo lánguida, sino una joven mujer con redondeces y curvas, es de por si innovadora para la época. Titanic (James Cameron, 1997) plasma claramente la idea de que el patriarcado son las madres. Ruth, La madre de Rose, la obliga a casarse con Cal, aunque no lo ame, porque como pertenece a una familia rica; esto solucionaría los problemas económicos de la familia. Lo que orienta esta unión en el discurso materno es el dinero: tener o no tener un bien antes que construir una identidad ya sea sola como en pareja. Por su parte, Cal encarna el típico hombre que se reconoce en las tradiciones del patriarcado, que toma a Rose como objeto de su posesión, con el cual exhibirse en su riqueza ante otros hombres. En este contexto, Rose es sumamente desdichada y concibe la idea de salir de ese encierro con la muerte. La contingencia del encuentro amoroso, que aquí contrasta con la pareja impuesta por la madre, la topará con Jack Dawson, un joven artista plástico  que viaja en tercera clase. Jack impide el suicidio de Rose, pese a la opresión de la madre de ella (claramente sintetizadas en la escena del corsé) y a la vigilancia de Cal (que no quiere perder un bien de su propiedad). Frente a las circunstancias es ella quien toma la iniciativa para que Jack la dibuje desnuda con el collar de diamantes que le había regalado Cal y para tener relaciones sexuales en el vehículo de la bodega. Jack, funciona entonces como contrapunto: no es el macho que hace alarde de su virilidad mediante la fuerza, sino aquel que está dispuesto a ponerla en juego, aún a riesgo de perder su propia vida, en este caso por una mujer. Rose, por tanto, rompe con el patriarcado, pero no con los hombres. Recupera su libertad de elegir y es lo suficientemente astuta como para elegir a quien puede ubicarla en un lugar de exaltación amorosa y como causa de su deseo como da cuenta el retrato que Jack dibujó de ella. Rose se lanza valientemente, ya no al vacío, sino a un amor, sin garantías, pero que puede salvarla (o mejor dicho: permitirle reconocerse a si misma, su otra versión, capaz de salvar su propia vida, de construir una identidad independiente, autónoma). No hay representación de lo femenino en el inconsciente que pueda dar cuenta de qué es una mujer, no hay significantes que puedan venir del otro a los cuales identificarse para posicionarse en tanto mujer. De ahí que la nominación amorosa, pueda ser una huella dejada en el desierto que acote el extravío de lo femenino. Son las marcas de ese amor vivificante, aunque efímero y romántico, las que salvan a Rose de la mortificación en un matrimonio arreglado. Por eso su identidad no niega a los hombres, sino que los incluye como un proceso de autoconocimiento. De ahí que se presente como Rose Dawson.

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Empoderamiento si, revisionismo no. Sin pretender agotar el recorrido, intentamos recorrer distintas variantes en el mainstream del cine de los 90, y cómo estas películas han brindado diversas representaciones de lo femenino, representaciones problemáticas, inteligentes, contradictorias, en definitiva, representaciones ricas y voluminosas de la experiencia de lo femenino. Es interesante ver a la luz del presente, como a veces tiende a confundirse el empoderamiento femenino con el uso de la violencia o el rechazo del hombre, algo que lamentablemente continua ocurriendo en la filmografía de los últimos tiempos, como si el concepto de empoderamiento hubiera extraviado su dirección o se hubiera malentendido de manera demagógica por la industria que busca construir nuevos nichos de mercado. La dirección decidida hacia el falo, como se muestra en algunos de estos casos que hemos analizado, es fuente de un poder simbólico del cual una mujer puede hacer uso para alcanzar ese otro goce que se siente en el cuerpo a través de las resonancias del vínculo humano. Quizás estas películas de los 90s vienen a recordarnos otras épocas, en donde el tema no estaba en la agenda de los estudios, pero si en la cabeza y corazón de realizadores sensibles a un mundo de posibilidades distinto a la hora de plasmar esas representaciones de la mujer.  Otro punto a señalar, es que sólo una de las heroínas abordadas, es personaje de una pelicula dirigida por una mujer. Esto hace notoria la disparidad de los géneros en el mercado laboral cinematográfico. Actualmente vemos que hay más posibilidades para las realizadoras cinematográficas, pero aún así (y sin caer en una cuestión de paridad exacta), la equidad de oportunidades todavía continua siendo una cuestión sin saldar. Dato no menor.

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