#DossierBélico (15): Fuimos los sacrificados

Por Hernán Schell

Fuimos los Sacrificados (They  were expendable)
Dirigida por John Ford
EE.UU., 1945, 135′
Con: Robert Montgomery, John Wayne, Donna Reed, Ward Bond

Lo que queda

Por Sebastián Rosal

Es conocida la historia de los cinco grandes directores del Hollywood clásico que voluntariamente se ofrecieron para enlistarse en las Fuerzas Armadas de los EEUU, una vez que aquel país ingresó a la Segunda Guerra Mundial tras el ataque japonés a Pearl Harbor. Según cuenta el propio Frank Capra, luego de reunirse con el general Marshall (el mismo del plan que sirvió de base para la reconstrucción de Europa occidental), su decisión de enrolarse sirvió de ejemplo para que John Ford, John Huston, William Wyler y George Stevens se le unieran en esa empresa que aunaba el interés cinematográfico, el patriotismo y la pedagogía: lo que se intentaría con ella era explicarle al pueblo norteamericano, en especial a los jóvenes que iban a ser convocados a la milicia, las razones de la guerra. El resultado iba a ser Why we fight, una serie de documentales que, en una época en la que los noticieros previos a las funciones comerciales eran la única fuente de imágenes desde el frente de batalla, cumplieron con ese rol fundamental.

No hace falta ser demasiado perspicaz para asumir que todos estos datos son fundamentales para entender en qué circunstancias Ford filma They were expendable, estrenada apenas finalizada la guerra. Suponer que la experiencia personal de Ford tuvo alguna incidencia, alguna especie de traslación directa en el resultado es aventurar una hipótesis difícil de demostrar, incluso cuando el propio director sufrió una herida de guerra en el frente de batalla. Más acertado parecería decir que ese contexto general tuvo incidencia, aunque más no sea por esa placa final en la que se cita al general MacArthur y su promesa de triunfo. Pero lo que me interesa remarcar aquí es que la historia del grupo de militares que comandan un escuadrón de lanchas torpederas en las Filipinas, perpetuamente menospreciados por los mandos militares a cargo, es al mismo tiempo una excepción y una continuidad en la obra del director. El capitán John Ford (grado que recibió por su actuación en la Armada y que él mismo se encarga de mencionar en los créditos de su película) nunca había filmado una película bélica, y nunca más volvería a hacerlo. Más hawksiano que nunca por su apego a un grupo obligado a cumplir una tarea, la propia dinámica colectiva de los marinos torpederos lo obliga a abandonar sus habituales héroes solitarios para concentrarse en esos hombres a los que la coyuntura histórica los vuelve engranajes de una maquinaria en la que no pueden disponer de su destino, aunque se entreguen a él convencidos. Pero si la ansiedad antes de la primera batalla, los recelos al fin superados entre quienes pelean y quienes no, los niños que deben hacerse hombres a la fuerza, los gestos de heroísmo y de camaradería, en fin, todas las acciones que realiza el escuadrón son el motor con el que Ford pone en marcha la máquina del Hollywood clásico a toda potencia (con su tersura narrativa, con sus dosis de humor, con su claridad formal), en el fondo lo que le importa es siempre lo mismo, y tras el barniz de las nuevas formas de contienda, tras el cambio de sus crepúsculos en Monument Valley por el sol abrasador de la selva filipina, lo que asoma por detrás son sus obsesiones recurrentes.

Hay una entre tantas escenas en la que el genio de Ford se despliega en ese sentido y que sirve de ejemplo. El oficial Rusty (John Wayne) debe ser internado de urgencia por una herida de batalla en la mano que amenaza con derivar en la amputación de su brazo. Allí conoce a la doctora Sandy (Donna Reed), la teniente ayudante del doctor a cargo del hospital de campaña, y entre ambos nace inevitablemente el amor. Una noche, doctores y pacientes improvisan una fiesta en la galería del hospital. La noche es cálida, el ambiente es distendido, los concurrentes disimulan la ausencia de ropas elegantes con su  mejor humor, a falta de discos una pianista improvisa piezas mientras las parejas danzan, apenas iluminadas por la luz de la luna. Rusty y Sandy bailan, se alejan, se sientan en una hamaca apartada, él la abraza suavemente, ella apenas se resiste con una frase elegante pero enseguida baja la guardia, ya enamorada de su marino grandote y rudo en la batalla, algo torpe en el baile, dulce con ella. Hablan de sus orígenes, del pequeño pueblo de Idaho en el que ella nació y creció, de las manzanas del norte del estado de New York de donde proviene él. Entre ambos están tratando de simular algo semejante a un hogar, de dibujar en sus mentes un espacio confortable dentro de ese infierno a años luz de casa en el que se encuentran metidos, de imaginar que esas bombas que cada vez suenan más y más cerca no son tal cosa sino el crepitar de los leños en la chimenea hogareña. De pronto, casi sigilosamente, una trompeta en la banda de sonido aparece de manera inesperada, ejecutando una melodía militar. Desde lo profundo de la selva aparece el teniente Brick (Robert Montgomery), y luego de presentarse ante la dama pregunta si es posible charlar a solas con su camarada. Está claro que viene a buscarlo y que su vuelta al frente de batalla, más allá de la herida en la mano, es impostergable. Pero antes de hacer explícita esa charla, Ford se detiene en ella, todavía sentada en la hamaca, aislada de todo y todos. Intercalado con el de los dos hombres y su diálogo, ese plano con el rostro de Sandy, que no necesita nada más para comprender toda la situación, carga consigo la imagen plena de la desilusión. Es el quiebre del hechizo, apenas un instante, pero ese destello es de una tristeza fulminante. Lo que ocurre allí, finalmente, es que la Historia hizo de nuevo su aparición, con su pesada carga de decisiones políticas, de explicaciones sociológicas, de estrategias militares, de himnos y tumbas de valientes. Pero Ford, que siempre fue un artista refinado y un humanista inquebrantable por detrás de su fachada de irlandés malhumorado e indómito, elige mostrar el rostro dolido de alguien que acepta en silencio su destino de sacrificio. Eso es lo que hizo en toda su obra, en especial en sus últimos westerns en los que, invirtiendo los acentos, convirtió el nacimiento de una nación y sus mitos fundacionales, sus héroes y leyendas, en la base sobre la cual dar cuenta de todo un catálogo de las más profundas emociones humanas, a fuerza de puros actos y de gestos mínimos, sin énfasis, sin subrayados.

Esa oscilación atraviesa toda la película, que fluctúa entre lo contundente y lo sutil en sus formas, entre la resignación individual y el sacrificio colectivo en sus contenidos. Lo que queda en el medio es esa serie de actos en las que un grupo de hombres comparten un destino en el peligroso e inestable límite en el que la vida y la muerte se juegan sus cartas de manera constante. They were expendable es la película de quien asume el horror y lo exorcisa huyendo hacia adelante. Como si el capitán Ford, luego de volver del frente de batalla, sintiera que la violencia no merecía ser mostrada en primer plano, pero que habiendo estado allí era necesario dar cuenta tangencialmente de ella, era necesario mostrar el esfuerzo descomunal de todos esos hombres y mujeres, de todas esas vidas humanas perdidas y de todos esos recursos materiales consumidos que toda guerra conlleva. Por eso es que el humanismo de Ford no necesita de proclamas antibélicas, ni mucho menos de discursos solemnes sobre la naturaleza absurda de los hechos: apenas alcanza con una mujer en silencio sentada en una hamaca, bajo un cielo estrellado.

Por último, me preguntaba si una película así hoy podría ser filmada. Y supongo que la respuesta, categórica, es no. No se trata solo de la melancolía por una forma del cine ya definitivamente ida e imposible de recuperar (esa pérdida de la que hablaba Daney), de unos estudios y unas estrellas que no podrán volver, de una inocencia en el público perdida hace ya tiempo, de una vez y para siempre. La distancia con todo ese universo resulta hoy demasiado evidente. Pero la imposibilidad radica menos en eso que en otro aspecto, y es que hoy el mundo ya no toleraría esa celebración de la maquinaria norteamericana, de su prepotencia si se quiere. En 1945 y debido a la amenaza fascista, los Estados Unidos habían asumido para sí, en una medida como nunca antes lo habían hecho, la defensa de la libertad y de los valores democráticos. La película podía permitirse incluir alusiones más o menos marcadas al himno norteamericano o inglés en su banda de sonido, o hacer flamear la bandera de las 50 estrellas frente a cada peligro y aun así convertirse en una obra reconocida de manera unánime. Hay más de un momento en la película, a veces de manera más soterrada, a veces más explícita, en el que frente al porvenir lo que surge es una especie de optimismo que ni siquiera el horror de aquel presente en el infierno sudasiático logra mitigar. El futuro en They were expendable asoma venturoso a pesar de todo, y lo que la película convierte en algo tácito es asumir que esa esperanza propia es la de todos. Lo notable no era tanto eso, sino que gran parte del resto del mundo también creía lo mismo. Nada de todo eso queda, ni del mundo cinematográfico ni del mundo, a secas. Solo se mantienen en pie la humanidad de los personajes que modeló el capitán Ford. El viejo malhumorado e indómito se salió con la suya.

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