#DossierBélico (26): Hasta el último hombre

Por Hernán Schell

Hasta el último hombre (Hacksaw Ridge)
Estados Unidos, 2016, 139′
Dirigida por Mel Gibson
Con Andrew Garfield, Richard Pyros, Hugo Weaving, Teresa Palmer, Vince Vaughn, Rachel Griffiths

La iluminación y la crudeza

Por Diego Kohan

Empecemos por una paradoja: la de Gibson es una gran película bélica y un relato en el que la guerra no es más que una excusa  para que Mel hable de lo que realmente quiere. Para probarlo, la primera escena: una batalla exhibida con una estética imponente, cruda, bella, mientras la voz en off del protagonista recita Isaías 40:28 y su paso llevado en camilla en el medio del horror. Terminado este breve y brutal prólogo, lo que sigue no puede ser más distinto. Dos pequeños hermanos -Desmond y Harold Doss- jugando al aire libre, haciendo bromas y llegando a una pequeña cima montañosa, adonde años más tarde Desmond llevará a su novia Dorothy (la elección de Teresa Palmer no podría ser más afortunada, hasta su rostro hermoso parece propio de esa época). Tardaremos un tiempo en ver que esa cima montañosa aparecerá otra vez cuando Desmond ya crecido lleve a su novia Dorothy de nuevo a ese lugar, como si estuviese repitiendo la misma historia, o mejor aún, como si el Desmond de grande no es muy diferente del que era chico. Pero ya llegaremos a eso, que es clave.

Volvamos a otra escena de la niñez. Allí vemos que los chicos Doss pelean (algo habitual) hasta que Desmond nockea al hermano con un ladrillazo y luego de la urgencia se prepara para recibir el castigo físico del padre, ya empuñando su cinturón; para aguantar el dolor y el nerviosismo de toda la situación, mira un cuadro o afiche con premisas religiosas. Dicho sea de paso y abro un paréntesis: el padre de los Doss será un veterano de guerra y un viejo borracho muy traumado, aún atascado en un pasado terrible, tan distinto al Ryan de la película de Spielberg, capaz de haberse reformado décadas después de terminado el conflicto armado. También volveremos a eso.

La siguiente escena encuentra a un ya adolescente o joven adulto Desmond limpiando o pintando la iglesia del barrio  cuando se escucha un accidente de tránsito; el protagonista lo salva, claro, pero con dos detalles excepcionales y sutiles: utiliza un ladrillo como cricket y  su cinturón para aplicar un torniquete que le salvaría la vida al herido: los mismos objetos que hace instantes fueron mostrados como armas. Llegando al final, convierte un rifle –qué jamás tocaría- en una camilla. O sea, ahí mientras el padre de Doss ha quedado atascado su hijo hace algo distinto: incorporando una nueva visión religiosa se dedica a cambiar las cosas, a tomar los objetos (la religiosidad de Doss es eminentemente práctica) y hacer algo contrario con ellos.

Dicha toda esta cuestión, quizás una de las jugadas más interesantes que tiene esta película es el hecho de que Doss no sea mostrado como alguien incuestionable. O sea, más allá de la comparación entre Doss padre e hijo, más allá de sus convicciones pacifistas, en todo momento, la pregunta que se hace la propia película -y por ende también el propio Gibson- es hasta que punto la decisión de este personaje se basa tanto en una búsqueda genuina como en una satisfacción de un ego posiblemente desmedido. Doss, después de todo, es un pacifista convencido, pero lo es en un entorno absurdamente agresivo donde el mismo admite que hay que eliminar un mal como sea. Por eso su rara e inquietante paradoja: Doss salva gente que mata, y el matar es al fin y al cabo la única forma posible de ganar una guerra que Doss nunca admite como injusta. Incluso ¿que será Doss al final sino una extraña inspiración para que cientos de soldados puedan ganar fuerzas en ganar una batalla dejando tendales de muertos a su alrededor?

Y acá es donde nos encontramos en la segunda gran paradoja de la película. Hasta el último hombre es una película al mismo tiempo mística y física, religiosa y profundamente realista. Desde este lugar, el realismo crudo de las batallas sangrientas tiene su razón de ser: a Gibson le interesa mostrar la brutalidad de la batalla porque mientras más brutal es, más ambiguo se trata el propio personaje. Doss, el santo pacifista, termina siendo también el Doss de la inspiración bélica, el Doss que ayuda a que soldados puedan seguir tomando armas y disparando tiros; el Doss que participa de una de las batallas más sangrientas de todos los tiempos en la que cada persona salvada representa al mismo tiempo una persona muerta y herida. La fisicidad y el realismo llega a tal punto que no por nada Gibson no le da a Doss ningún deux ex machina milagroso, lo que le pasa es todo lo esperable que pueda pasarle en una batalla y que quede vivo parece más un hecho de azar puro que una intervención divina. ¿Estamos hablando entonces de una película cuestionadora de la santidad o siquiera de la existencia de Dios? nada de eso, Gibson puede señalar paradojas del personaje, pero aún así su mirada de admiración al mismo nunca cesa, como un creyente que mira a un santo con devoción pero al mismo tiempo con extrañamiento. Cuando lleguemos al plano final Gibson nos va a revelar algo: Doss llegó a su paraíso personal, uno hecho de arneses ensangrentados y una mirada martirizada al cielo, pero paraíso al fin. Será uno realizable, en un contexto de destrucción dantesca donde la iluminación termina dándose entre vísceras, tiros y, fundamentalmente, imágenes. El cine como un acto de revelación indirecta de un misterio.

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