#DossierBélico (3): El viento se levanta

Por Hernán Schell

El viento se levanta (Kaze tachinu)
Japón, 2013, 126′
Dirigida por Hayao Miyazaki

Trabajar la belleza

Por Fernando Juan Lima

“Los sueños poseen un elemento de locura, y ese veneno no debe ser ocultado. El anhelo de algo demasiado hermoso puede destruirte. Bordear la belleza tiene un precio”.
Hayao Miyazaki.

 

Hace cinco años el genial realizador japonés decidió decir que dejaba el cine con una película que dejó a la crítica perpleja. Como corresponde a un artista impar, su adiós elude el run for cover y la autocomplacencia, dialoga con el mundo que ha sabido construir y nos desafía con una compleja mirada que es mucho más que la summa de su obra.
¿Por qué elegir despedirse con la historia de Jiro Horikoshi?
Es más, ¿de quién estamos hablando?
Se trata, posiblemente, del ingeniero aeronáutico más notable de Japón. De todos sus diseños, el más renombrado (y al que en mayor parte se alude en El viento se levanta) fue el Mitsubishi A6M, más conocido como Zero, el avión de guerra más rápido y temido de su época e icónica estrella de la armada japonesa durante la Segunda Guerra Mundial. De manera bastante libre, la película se basa en las memorias de este ingeniero japonés, Las águilas de Mitsubishi: La historia del avión de combate Zero. Así, para Miyazaki, Jiro es un muchacho que sólo sueña con volar hasta que se le aparece –también en sueños- el célebre ingeniero italiano Giovanni Caproni, a quien ya conocemos de Porco Rosso. Pero esa y otras licencias (la inexacta presencia del protagonista en el terremoto de Kanto, en 1923) no han logrado desviar la mirada del hecho de que el antes citado haya sido el avión con el que se bombardeó Pearl Harbour. Este acercarse a la biografía de alguien ligado a una parte de la historia que tantos prefieren olvidar (o que sólo en la versión de los ganadores puede ser re-visitada) ha llevado al debate, a la crítica y a no pocas confusiones.
La justificación más lineal y evidente de esta decisión tiene que ver con que, más allá de la metáfora, la gran pasión de Miyazaki siempre ha sido volar. Los protagonistas de sus largometrajes anteriores también vuelan, de una u otra manera: en aviones y en aeroplanos, pero también en castillos, escobas, gatos y dragones. Así, acercarse a la obsesión de Horikoshi por crear una máquina que fuera más ligera, más rápida, más segura, más ágil y más bella que todas las demás sin dudas tiene que ver con su filmografía. Eso es claro. Pero también tiene que ver con su idea del cine y del arte (y, por lo tanto, de la vida).
Con el devenir de su vida y de película a película, los trazos de Miyazaki parecen alejarse (aunque no totalmente, a no desesperar) del detalle y del preciosismo, para concentrarse en la acción y en el movimiento. Los trazos que se difuminan y la paleta de colores dialogan cada vez más con la pintura de Manet. La pertinaz decisión de aferrarse a un modo de trabajar, a contracorriente de los avances de la animación digital, es tanto una decisión estética como ética. Y esto tiene que ver también con la elección de Horikoshi como protagonista de su última película. El menor acento en el componente fantástico (aun cuando está presente, sobre todo en la parte onírica del film) permite a Miyazaki incorporar a esta historia de convicción, trabajo y compromiso un añadido melodramático de un peso nunca antes visto en su cine. Junto con lo que tiene que ver con un biopic más tradicional, que sigue los hitos en la carrera del protagonista, el director narra, teje y entrelaza la relación que lo unía con su novia y posterior mujer, Nahoko, el amor de su vida, enferma de tuberculosis. La belleza con que se construye el terremoto excede lo visual (se suma el sonido en el que la catástrofe es representada con voces humanas y no con ruidos) y es la oportunidad creada para que se relacionen los futuros amantes. La redentora concepción del amor y la relación con su hermana y con Honjo, su compañero de trabajo y amigo, dan cuenta de que quienes han intentado una policía ideológica de esta película la chingan de cabo a rabo. No hace falta señalar el claro mensaje antibelicista que también está en El viento se levanta. Miyazaki en esta compleja y crepuscular película se afirma en sus convicciones y desafía con su decisión. Las posibilidades de amar (a una persona, un trabajo, un país) nos hermanan y nos distinguen. Claro que es más fácil y conveniente identificar con la absoluta maldad a determinados personajes, países o períodos de la historia. Pero la realidad, la vida, son menos lineales y evidentes. Como en los diseños del creador de Mi vecino Totoro, el impulso vital va difuminando los límites, corriendo los bordes, desvaneciendo cada dibujo, cada fotograma, en un continuo que conforma esta vida de película.
Para Miyazaki la belleza no tiene que ver con un hallazgo sino que es fruto del trabajo. Ese trabajo que nos deja una decena de obras de arte que siempre atesoraremos. Obras aunada por la pasión aeronáutica, la confianza en los sueños, el afán del hombre por superarse y el amor, como fuerza catártica y pacificadora. El leit motiv de El viento se levanta toma el fragmento de un poema de Paul Valéry que reza algo así como “El viento se levanta…/Hay que intentar vivir”. Con esto nos despide un amigo que, lejos de aconsejarnos, comparte con nosotros lo que ha sabido aprender en estos 73 años de vida. Nosotros, agradecidos y emocionados, seguiremos intentando, convencidos de que el mundo es un sitio mejor y más bello por el trabajo de Miyazaki.

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