#DossierChauAutores (1): Corazón de dragón

Por Rodrigo Martín Seijas

Corazón de dragón (DragonHeart)
EE.UU., 1996, 106′
Dirigida por Rob Cohen
Con Dennis Quaid, David Thewlis, Pete Postlethwaite, Dina Meyer, Julie Christie, Jason Isaacs, Brian Thompson, Lee Oakes

Seres queridos

Por Rodrigo Martín Seijas

El último perro que tuvimos como mascota en mi familia era un shitzu -esa raza pequeña y peluda, que los hace parecer felpudos móviles-, pertenecía a mi hermana y era lento. Muy lento, pero no tonto. Simplemente lento, a tal punto que podía decirse que tenía su ritmo propio, único, inimitable. Y cuanto más viejo, más lento, y encima superó los quince años de edad, así que imagínense lo lento que llegó a ser. Y encima roncaba de una manera estruendosa, tenía toda clase de alergias y si lo dejabas un par de días sin bañarse empezaba a oler a mil demonios. Sin embargo, era más bueno que el pan, exhibía de manera apabullante esa lealtad intrínseca a todos los perros y poseía algunas cualidades particulares que lo distinguían. Era (y lo digo con total objetividad) el mejor perro del mundo mundial universal, y fin de la discusión.

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Por cierto, el perro de mi hermana se llamaba Draco, al igual que el dragón que tenía la potente voz de Sean Connery en Corazón de dragón. Era un nombre apropiado, lógico, porque ambos seres (el real y el ficcional) compartían virtudes: eran leales, honestos, dignos. Ambos podían haber habitado el mismo universo: todos querríamos haber tenido de mascota a ese sabio dragón; seguramente ese pintoresco perro podría haber sido un personaje más en ese relato de aventuras medieval que era un cabal exponente de la Clase B a pesar de su despliegue de efectos especiales; y hasta ambos podrían haber tenido un spinoff propio, compartiendo pantalla y protagonismo, uno aportando presencia y carisma, el otro las instancias pertinentes de comic relief. Al fin y al cabo, ambos encarnaban formas de lo afectivo, eran series queribles y queridos.

Quizás fue esa esencia la que entendió Rob Cohen, un emblema de los realizadores impersonales, que transitó toda clase de géneros con suerte dispar pero que aquí entregó la que es por lejos su mejor película: en Corazón de dragón todo se trata de los afectos. Las intrigas, traiciones, conspiraciones, alianzas, enfrentamientos, misiones, encuentros y desencuentros se dan no por la mecanicidad del guión sino como reflejos concretos de lo que sienten y piensan los personajes, de cómo se posicionan ética y moralmente, de cómo se construyen a sí mismos a partir del vínculo con los otros. Es en esa aventura plagada de giros, obstáculos y vericuetos que se pone en juego también una mirada sobre el pasado y el presente, en pos de un futuro posible: los protagonistas buscan rescatar valores de una tradición que parece estar en extinción, creyendo en ellos, recuperándolos y dándoles una nueva entidad. Y del mismo modo, a través de su estructura narrativa, ya encaminándose al final del Siglo XX, el film anticipaba los dilemas –y las posibles respuestas- que el cine del nuevo milenio enfrentaba: cómo conciliar los modelos genéricos ya consolidados y tradicionales con los nuevos formatos tecnológicos y un público que surgía con otro tipo de demandas.

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En Corazón de dragón no hay un director con una mirada distintiva, pero sí actores con rasgos de nobleza sutiles y a la vez potentes: no solo la voz de Connery, sino también Dennis Quaid (un caballero interpretado por un verdadero caballero), Pete Postlethwaite (uno de esos actores capaces de hacer de todo), David Thewlis (un villano tan sincero como desatado), Dina Meyer (una mujer de armas tomar) y Jason Isaacs (en uno de sus primeros roles detestables). Y hay honor, ese tipo de honor que nace y se alimenta de la artesanía, de la apreciación y el cuidado por los pequeños relatos, por los caminos que se recorren progresivamente, desde el cariño y la emoción. Por eso el final, esa muerte sacrificial del último dragón que es Draco –un personaje al que desde el minuto uno se le intuye el destino trágico-, esa partida que marca el nacimiento de otra etapa (porque muchas veces, para que algo nazca, algo tiene que morir), conmueve hasta las lágrimas.

Si hay algo que marca al dragón Draco son los latidos de su corazón, evidenciando cómo su vida marca a los demás personajes, amigos y enemigos. Quizás no sea casualidad que lo último que recuerdo de ese perro maravilloso que era Draco fueran sus latidos antes de que su corazón se detuviera. También él había marcado las vidas de quienes lo rodeaban. Por eso volver a ver Corazón de dragón es recordar, invocar, hacer presente a ese ser querido. A veces las películas son como un refugio cálido, inexpugnable, como los afectos inquebrantables que permanecen presentes aún cuando ya no están.

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