#DossierChauAutores (2): El chico de la burbuja de plástico

Por David Obarrio

El chico de la burbuja de plástico (The Boy in the Plastic Bubble)
EE.UU., 1976, 96′
Dirigida por Randal Kleiser
Con John Travolta, Glynnis O’Connor, Robert Reed, Diana Hyland, Karen Morrow, P.J. Soles

Una emoción imprevisible

Por David Obarrio

El cine es también el país de las cosas perdidas. El chico de la burbuja de plástico es un objeto olvidado al que solo la presencia de John Travolta, en su primer papel protagónico, puede tal vez convertir en asunto de interés arqueológico, sin mucha relación aparente con eso que llamamos cine. Pero esta película inocua para televisión, dirigida por Randal Kleiser (que luego haría Grease y La laguna dorada) y pergeñada por los genios menores y reiterativos Spelling y Goldberg , cuya vocación de ubicuidad se imponía malévolamente en el cuadrado de la televisión de mi infancia,  es cine de pleno derecho. Es cine porque representa una ventana a otro mundo, esa en la que lo que se organiza según reglas poéticas se muestra capaz de exhibir el tono melancólico de un más allá, en apariencia fuera de alcance, pero a la vez latente, vivo como una criatura salvaje. Esa criatura indomable, en la película, es el futuro de los jóvenes protagonistas, pero también es el temblor del “aquí y ahora”; la sensación de que el tiempo se pierde, de que el día a día se reserva siempre, como una maldición, un resto inocultable de incertidumbre acerca de lo que vendrá.

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El chico de la burbuja de plástico tiene por lo menos dos historias. Una de ellas presenta al protagonista y sus tribulaciones, el chico que no sabe si va a vivir, no puede saber si está definitivamente condenado a flotar fuera del mundo de sus congéneres (especialmente de su vecina) o tiene, quizá, una chance vaga de formar parte de él. El chico nació con una inmunodeficiencia inconsolable y prácticamente cualquier cosa, por ejemplo un resfrío, podría matarlo. Los padres montan entonces una especie de guarida dentro de la casa familiar; una suerte de jaula vidriada protegida celosamente contra los microbios por la que el chico se desliza a la vista de todos, tantas veces colérico e insatisfecho, a resguardo pero sin escape. La segunda historia, que subyace a la primera, es la de un pequeño tirano que mira con indiferencia envejecer a sus progenitores, esos dos pobres diablos que postergan cualquier placer de la vida propia en pos de velar por la ajena. Siempre la idea del tiempo que se escurre. Cuando era chico vi muchas veces esa película por televisión, ese cuento tosco, extrañamente emotivo, acerca de un adolescente encerrado de por vida, cuya morada dentro de la casa que la contiene no se asemeja a esas carpas que se armaban en el medio de una habitación para jugar a que se pasaba la noche a la aventura sino a un laboratorio, como el de un científico loco que se tomara a sí mismo por objeto de estudio. Tod Lubitch, el chico al que Travolta presta su sonrisa estudiada, su altanería y su oscuridad, probablemente no tendría tanta urgencia por salir de la trampa que le tendió el destino si no tuviera una vecina de su misma edad a la que observa, desea, rechaza y espera. Como si anticipara la obsesión microscópica por el detalle que alienta al personaje que Travolta encarnaría pocos años después en Blow Out, de De Palma, el chico se especializa en captar fragmentos del mundo exterior: tiene la televisión siempre prendida desde la que recibe señales del mundo exterior; sigue el recorrido de la vecina con sus binoculares, ubicándose en distintos lugares de la casa para ver sus movimientos a través de las ventanas; o también, cuando instalan un sistema de circuito cerrado de televisión para que pueda seguir las clases desde su guarida, mueve minuciosamente la cámara emplazada en el aula para enfocar a la chica y que ella ocupe por entero la pantalla. Al interés acerca de la vida que parece estallar más allá de los límites a los que está confinado el protagonista se le agrega el dolor de la falta de contacto físico y la perplejidad frente al futuro.

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En última instancia, El chico de la burbuja de plástico es un coming-of-age con un toque de exotismo. Si hay un asunto que importa en la película es el del tiempo. Solo el tiempo puede operar el milagro de que, eventualmente, su organismo adquiera las defensas necesarias para enfrentar el mundo exterior sin peligro de muerte. De modo que el futuro es incierto, y eso asusta a cualquiera, pero en el futuro están también depositadas las esperanzas de que una forma de vida soñada se realice: el drama siempre está articulado mediante el factor tiempo. El chico que miraba esa película en el cuadrado recurrente de la televisión, por cierto unos años menor que los adolescentes que la protagonizaban, quizá podía atrapar destellos de esa paradoja atemorizante y se regocijaba secretamente ante el misterio de una escena en la que la chica iba a visitar a su vecino cubierta por un robe abierto que dejaba apreciar el bikini escaso que tenía debajo. La tosquedad más bien indolente de la película no podía dejar de afirmar la importancia de momentos como el que se jugaba en esa escena (y había varios de tenor parecido), en la que solo se veían los ojos de Tod que escuchaba lo que la chica le decía y movía varias veces la mirada desde la altura de la cara de ella hacia abajo, con una delectación dolorida. No se trata tanto del sexo como motivo principal de perturbación sino acerca de la fragilidad del que desespera ferozmente, el ser con un daño congénito cuya alquimia de aflicción se puede trasmitir por obra y gracia del cine, o de algo que se parece al cine, y pensándolo bien no tiene por qué no serlo. El chico de laburbuja de plástico, con sus modales en los que no se adivina el menor refinamiento – el inventario de deficiencias, de trazos erróneos, de pequeñas incongruencias, de desatinos más o menos groseros es notable –, no es mucho más que una pequeña cosa sin ningún lustre, un telefilm carente de mayor ilusión que la de entretener una tarde ociosa de mitad de los años setentas con un caso excéntrico en el que se expresa el “drama humano” de unas vidas a la intemperie representado sin destrezas demasiado evidentes.

Si hay alguna esperanza en el corazón de la película, esta no se declina necesariamente de la fuerza de voluntad, ni de las veleidades científicas de ocasión, ni de alguna intervención oportuna de naturaleza extraterrena: una mañana, mientras sus padres todavía duermen, casi sin pensarlo, Tod sencillamente sale de la habitación protegida. Deja la cueva y marcha hacia lo desconocido, que es el mundo pero en realidad es la chica: el mundo en el que tiene que ver si lo quiere una mujer, si es capaz de quererla, si puede ser uno como los demás. Mientras va maravillado hacia la chica que prepara su caballo para salir a cabalgar toca las hojas de los árboles y siente el viento en la cara. Tod es un cosmonauta que camina por un jardín extraterrestre, temeroso y extasiado a la vez. Ella lo ve, apenas se sorprende, y ambos montan a caballo. Si todo esto parece ridículo hay que decir rotundamente que tal vez lo sea en los papeles, pero no en la pantalla. Por lo menos no del todo. Suena What Would They Say, bella canción de Paul Williams cuyo motivo se insinúa a lo largo de la película en los intersticios de una banda de sonido meliflua, y un plano aéreo toma a la pareja en pleno galope. La emoción es un asunto precario, la clase de fenómeno que cuando se manifiesta de forma imprevisible puede adquirir una dimensión poética; eso capaz de vibrar en el fondo de una película destinada al rincón de los trastos viejos, que no parece decir nada y que sin embargo, misteriosamente, habla, dice algo. El chico de la burbuja de plástico recuerda el estado de estupefacción de los seres dañados que alcanzan algún modo de reparación inesperada.

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