#DossierChauAutores (7): Wonder Boys

Por Federico Karstulovich

Wonder Boys
EE.UU., 2000, 112′
Dirigida por Curtis Hanson
Con Michael Douglas, Tobey Maguire, Frances McDormand, Katie Holmes, Robert Downey Jr., Rip Torn, Philip Bosco, Richard Thomas, Michael Cavadias, Jane Adams, Kelly Bishop

Rapsodia

Por Federico Karstulovich

“Hay encuentros que son destructivos, terribles. Pero hay otros que aseguran una felicidad duradera”. No, no lo dijo exactamente así Spinoza, pero tampoco estaba tan lejos. Hay encuentros que suceden, cruces imprevisibles que nos proveen micro mundos en los que queremos vivir durante un par de horas. El cine hace eso. El cine impersonal de los no autores no está exento de esa condición de posibilidad. Y para estimular los encuentros, nada mejor que una estructura rapsódica, con algo de jazz, en donde una base marca las posibilidades, aunque las variaciones se realizan sobre la superficie. En esa superficie de encuentros es en donde se produce la felicidad.

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El cuentito pequeño de la película en la que Curtis Hanson se esconde -y se esconde tanto que si no nos fijamos en los títulos de créditos no podríamos acordarnos del responsable- no cuenta otra cosa que la historia de un retorno al mundo. Pero también algo más que eso: es una pequeña fábula sobre cómo el mundo entre cuatro paredes no provee ninguna clase de seguridad, y cómo toda zona de confort no deja de ser, a la larga, una zona de muerte. Grady Tripp, el personaje que hace Michael Douglas (irreconocible, desafectado de los papeles que acostumbraba a hacer, relajado como nunca en toda su carrera) es un un profesor de literatura con crisis creativa que no puede recuperarse luego de haberla “pegado” siete años antes con su primera novela. En paralelo, su tercera esposa acaba de abandonarlo, una de sus alumnas insiste con tener una relación con él, y su agente literario insiste como un condenado para que Grady termine su segunda novela. En el marco de un fin de semana en el que se produce un festival literario, Tripp decide salirse de su zona de confort para darle una mano a  James Leer (Tobey Maguire, empezando a dejar la marca de los mohines que sí le reconoceríamos más adelante, a partir de Spiderman (Sam Raimi, 2002)), uno de sus alumnos, en quien reconoce algo de su propio talento en bruto del pasado, y al que no puede o no sabe cómo volver. En medio de todo eso, en 48 horas se suceden encuentros con personajes inverosímiles, el robo de una campera de Marylin Monroe, varios personajes porreados, un ataque a un auto con un culo destructor, una travesti que pone a varios en su lugar, un perro que muerde a intrusos, varias cogidas. Pero el detalle de lo que sucede es lo que menos importa en esta película; importa más el modo en el cual se encadenan los hechos, que hace que en ningún momento dudemos de ese vínculo casual (porque las causalidades en Wonder Boys casi brillan por su ausencia).

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En esa búsqueda desesperada, con la excusa de ayudar a su alumno, el protagonista (insisto: Michael Douglas nunca volvió a estar tan bien en una película como aquí, ni en Ant-Man) comienza a ser parte de esa improvisación celestial que lo dispone en el medio del juego rapsódico, que por momentos hace que los personajes se muevan como si fueran la bolita de un pinball. Sin el nivel de absurdo que podría tener una película como Después de hora (con la cual se la quiso relacionar en su momento en función del código de comedia negra…msé), el código de la película es el del vagabundeo analítico. Al menos lo es inicialmente, porque a partir de un determinado momento, las cosas se salen de control. Y quizás ese sea el verdadero centro de Wonder Boys: pensarse desde el centro de un mundo que parece controlado para su protagonista pero que a la larga descubre como un torbellino, como algo que en realidad siempre precisó o pidió la irrupción de un accidente, de un encuentro que lance las cosas por los aires, que permita barajar y dar de nuevo sobre todo lo que se pensaba conocido.

No se me ocurre un director contemporáneo más indicado para este dossier que el recientemente fallecido (murió en 2016) Curtis Hanson. Si hay que buscar a alguien que tanto por las buenas como por las malas haya sabido construir una obra sobre la ausencia de marcas de autor, ese es Hanson. Pero en la alquimia extraña que propusimos como reglas del dossier, no todas las películas de Hanson pueden entrar al panteón. Hay una de ellas que es dueña de una extraña y perenne felicidad, que es hija de un encuentro entre actores a punto caramelo y sin repetir papeles, un guionista con su mejor guión al momento, pero escribiendo una historia con un perfil que nunca volvería a repetir, y un director con un equipo detrás en función de una de esas películas milagrosas por lo pequeñas, pero a la vez extremadamente felices. Fin de semana de locos (el paupérrimo título local del mucho más inspirado Wonder Boys original) es un prodigio, no porque se destaque formalmente, ni porque resulte una de esas películas reveladoras sobre el mundo. No, es prodigiosa porque hace todo bien, como si narrar fuera un acto tan natural como la respiración.

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En su movimiento centrípeto-centrífugo, nada de lo que la película narra es exactamente estable. O al menos si alguna vez lo fue, en ese fin de semana va a ponerse patas para arriba. De ahí que la figura del viento y de los avatares de la naturaleza no sean un mero accidente, un complemento narrativo, sino una figura que expone un problema: el control frente al descontrol. Lo interesante es que, incluso lateralmente, también puede leerse este punto como una reflexión indirecta sobre la condición misma del autor (recordemos que el protagonista lo es, al menos en términos literarios). Y la película pone en perspectiva cómo una identidad autoral es, también, un modo de congelarse, de cristalizarse, de no avanzar. De ahí que resulte interesante que un sujeto como Curtis Hanson esté detrás de una película sobre los peligros de la identidad y de la autoría. Y de cómo a veces una certeza como esa no hace más que detener los encuentros, que pueden ser, como bien dije antes, felices, múltiples, inauditos, imprevisibles.

El mundo de encuentros que plantea Wonder Boys es precisamente un antídoto contra la importancia, contra el prestigio, contra la historia o contra las instituciones. Allá afuera está el peligro, la incomodidad de no ser nadie o de tener que reinventarse. Por eso en alguna medida la película también adopta una perspectiva realista frente a esto: si alguien sale del sistema de regulaciones y de control que provee el mundo de los nombre hechos, las identidades artísticas, es porque también alguien puede entrar. Lo notable es que la película, además, se vale de tres actores para mostrar este degradé: uno que ya empieza a estar de vuelta (Douglas), otro que entiende que su lugar no puede ser el del eterno tipo que rompe todo (Downey Jr) y otro que se quiere comer al mundo con su carita de niño bueno (Maguire). En la película no hay lugar para la demagogia berreta del romanticismo, pero sí hay un realismo ironista que rompe con algunas ideas preconcebidas con respecto a la necesidad de pertenecer o no a un mundo de prestigio y presiones.

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Hacia el final, casi como si se tratara del perfecto alter ego de Hanson (ojo, un tipo que nunca tuvo un estilo autoral propio), Grady Tripp pierde todo lo que podía volver a darle un nombre. Pero contrario a verse como una tragedia, es un nuevo comienzo. Ser nadie, no tener pasado, no tener que rendir cuentas, es también un encuentro que llega luego de las tempestades. En muchos casos, la despersonalización es uno de los mejores remedios contra la trascendencia. En un mundo de contingencias, de amistades, de situaciones que liberan, las tempestades abren el cielo. Wonder Boys nos recuerda eso: uno se puede dar a luz a sí mismo cuantas veces quiera. Y que a la identidad (y la posteridad, como dijera alguna vez Welles) se la lleve el diablo.

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