#DossierTerrorPP (6): Terror japonés clásico e influencias en el J-Horror

Por Raúl Ortiz Mory

Los fantasmas siempre vuelven

Por Raúl Ortiz Mory

En medio de un tupido maizal de una zona rural alejada viven dos mujeres, una suegra con su nuera. Para sobrevivir, atraen a samuráis desertores o extraviados hacia un profundo hoyo al que caen y mueren. Luego, roban y venden las pertenencias hasta que otro incauto asome. Cuando no hay nada para comerciar y los samuráis escasean, carne y vísceras de perros comprenden parte del menú diario. Sin embargo, la mujer más joven guarda un secreto que la otra desconoce: todas las noches se escapa hacia una choza vecina para mantener fogosos encuentros sexuales con un ermitaño.

Una noche, la suegra no encuentra a su nuera y decide ponerse una máscara diabólica para asustarla a fin de que no se aleje de la vivienda o, en el peor de los casos, la abandone. La mujer joven, aterrada en su primer encuentro con el “fantasma”, empieza a perder la razón. Al notar ello, la suegra le revela la verdad. Grande es la sorpresa cuando se da cuenta que no puede despojarse de la máscara. Un espíritu demoníaco se ha apoderado del accesorio y la única manera que tiene la mujer de quitárselo es arrancándolo de su rostro. Y lo hace. Su nueva apariencia, repugnante y amorfa, hace huir a su nuera, algo que antes intento evitar a costa de todo. Pero, no se resigna.

En una persecución por los densos maizales la joven grita desesperada mientras la anciana intenta alcanzarla. Un paso en falso hace que la suegra caiga al mismo hoyo que servía de trampa para cazar a los samuráis  La parábola del cazador cazado se cuenta sola e incluye un elemento sobrenatural que potencia una historia oscura y torcida, aunque fascinante.

Onibaba-El agujero (Kaneto Shindo, 1964) marcó una suavización de la propuesta social en la filmografía de Kaneto Shindo. El director japonés venía precedido por muchas películas enmarcadas en las secuelas de la Segunda Guerra Mundial. Dos trabajos destacados que ayudan a entender las inquietudes artísticas son Gembaku no ko-Los niños de la bomba atómica(Kaneto Shindo, 1953), donde narra la historia de una maestra que va a Hiroshima y recorre la ciudad en ruinas buscando a sus ex alumnos. El segundo, Hadaka no sima-La isla desnuda(Kaneto Shindo, 1960), una pieza sin diálogos con un registro muy cercano al documental, que cuenta la vida cotidiana de una familia y su lucha por sobrevivir.

Es decir, el salto de un cine con alta carga emocional y cuotas de sentimentalismo – donde de soslayo se prodigaba una sutil crítica política-, había mutado hacia el cine de terror basado en las tradiciones orales. Este giro incluyó al sexo como elemento liberador en la propuesta de Shindo. También podría decirse que antes de El agujero el director lanzó indirectamente algunos golpes políticos a través de alegorías antigubernamentales que buscaban mostrar un Japón más realista y menos exportable. Pero es con su nueva proposición que Shindo revaloriza las historias de fantasmas que una década antes otros directores habían trabajado con menor eficacia.

Bajo ese paraguas podríamos citar a ese clásico fabuloso llamado Kwaidan-El más allá (Masaki Kobayashi, 1964), como a otros antecedentes tales como Jigoku (Nobuo Nakagawa, 1960), Vampire Bride (Kyotaro Namiki, 1960), Ooe-yama Shuten-dôji – The demon of mount Oe (Tokuzô Tanaka, 1960), The living skeleton (Hiroshi Matsuno, 1968) pero también otro caso canónico de Shindo, Kuroneko – El Gato negro (Kaneto Shindo, 1968).

La puesta en escena del cine de terror japonés de los 60 se distinguió porque algunos componentes como el decorado, la fotografía, la música y el montaje transmitían una aparente calma que no era perturbada por elementos sorpresivos que radicalizaran el planteamiento a nivel narrativo o argumental. Es decir, el drama mutando hacia el terror de forma pausada, sin golpes de efecto apresurados o desbordantes. La sensación de realidad que tiene este cine potencia la cercanía e implica una relación solidaria con un espectador alejado de fórmulas reutilizadas como las que proliferan por Hollywood en el nuevo milenio. Dicha sensación también demarca al género hecho en Japón de otros géneros trabajados en simultáneo, como la ciencia ficción y lo fantástico, evitando un proceso inútil de hibridación. La esencia del cine de terror japonés en su periodo clásico está en la adecuación de la oralidad ancestral hacia un lenguaje audiovisual que no disminuye la efectividad de sus historias. Por el contrario, construye un universo original –como el que imprimió la Hammer con sus monstruos, el giallo italiano y sus baños de sangre o el más cercano terror australiano-, autentificando los códigos de honor y la idiosincrasia de los periodos donde Japón estuvo reinado por shogunatos.

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Herencia y revalorización del género

Casi 35 años después del estreno de El agujero, utilizando la base del cine de fantasmas y demonios, una película dio inicio al reflote del género ajustando algunas tuercas para llamar la atención de audiencias familiarizadas con el terror producido en Estados Unidos, principalmente cuando los slashers, y Wes Craven, marcaban la pauta.

Ringu-El aro (Hideo Nakata, 1998), es la cinta que establece el nacimiento más o menos consensuado del J-Horror como nuevo aire del género en el archipiélago. Una vez más, las leyendas de los periodos antiguos sirven como insumo para un nuevo cine que empieza a desarrollar historias urbanas en ciudades donde se vive rápido y se automatiza a las personas en nombre de la modernidad.

El aro ingresa al imaginario de las maldiciones remotas, pero desde una perspectiva que involucra un reparto más juvenil y cercano a las nuevas tecnologías. Ya no son los periodos Edo o Meiji los que sirven de telón de fondo. Ya no hay una posguerra que contextualice las amarguras y frustraciones del japonés urbano o campesino. La mirada está en otro lado.

La transculturización -en esta situación, esos hábitos y costumbres transmitidos desde occidente hacia oriente- modifica parte de los rasgos culturales de la juventud nipona. No obstante, hay algo que no se modifica: la materia prima de donde llegan las historias. El acervo literario es tan vasto que prescindir de este sería una oportunidad desperdiciada que no se justifica.

Además, solo por citar a los directores y a las dos películas que se incluyen en este texto, los trabajos de Shindo y Nakata guardan paralelos formales en narración que responden a los orígenes del cine japonés. Los personajes se mueven empleando desplazamientos casi coreográficos que van empujados por una desesperante y exquisita lentitud que desciende del teatro tradicional del país asiático. ¿Qué sería del cine japonés sin el kabuki que recogió la oralidad de los relatos de fantasmas y espíritus que vagaban por el mundo de los vivos? ¿O hasta qué punto influenciaron los katbusen -esos hombres que narraban histriónicamente las películas durante la etapa muda en Japón- para que el futuro montaje guarde formas contemplativas, así estemos frente a una pieza de terror? La esencia del terror japonés se cuenta desde las formas del drama para terminar en un mundo aterrador que traumatiza, pero que también guarda una relación directa de necesidad y tolerancia hacia el terreno de los muertos.

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Fetichismos del mundo paranormal y la distorsión americana

Otro elemento que captura la atención inmediatamente cuando se observan películas japonesas de terror del periodo clásico y sus herederas noventeras del J-Horror es el fetichismo que producen las máscaras y el cabello largo como un binomio de sobresalto. En El agujero la suegra se pone una careta para asustar a la nuera “adúltera” a fin de impedir sus escapes nocturnos. La máscara está desbordada por un desordenado cabello negro que magnifica su aterradora expresión.

En El aro Sadako, el yurei maldito, sale del televisor arrastrándose, pero su rostro está cubierto por una extensa melena oscura que impide ver su rostro a primera vista. Los tormentos de la suegra y de Sadako coinciden en que, más allá del ocultismo que las posee, existe una cuota de expresividad facial grotesca necesaria para fortalecer el shock o primer golpe de vista ante lo paranormal.

El agujero y El aro hacen que sus personajes encuentren en las profundidades físicas de los espacios geográficos la noción del miedo. Una secuencia de la película de Shindo muestra a un soldado agonizante entre esqueletos de colegas suyos que han sido capturados por las dos mujeres. El escenario es el hoyo oscuro que al inicio de la cinta es citado como milenario y enigmático.

En el trabajo de Nakata, el pozo del que emerge Sadako es el pasaje de conexión al inframundo en su forma más literal. Reitero, la cultura japonesa tiene una fuerte identificación con sus leyendas y Bancho Sarayashiki –relato Edo que cuenta la historia de una sirvienta torturada por su amo a causa de romper un plato y que al libertarse de su yugo se suicida arrojándose a un pozo para no seguir sufriendo- es la referencia ideal para Shindo y Nakata.

Si hablamos del sentido lógico que revierte la estadía de los fantasmas en el mundo de los vivos de las producciones japonesas, caeremos en una arena difusa que oscila por un campo empeñado en diluir lo onírico y los delirios. Esa dicotomía bondad-maldad que impera en el mundo occidental cuando se interpreta a los fantasmas como heraldos negros, lleva a pensar que, en el terror producido en los Estados Unidos, mayormente, debe resolverse con alternativas que dominen a los fantasmas en un sentido salvador de heroicidad inquebrantable.

Sin embargo, en Japón, las apariciones del más allá no representan precisamente una amenaza. La cultura oriental entiende y acoge a los espíritus, incómodos o amistosos, como parte del entorno natural de los vivos. Esa diferencia marca un tratamiento cinematográfico de características determinantes al momento de abordar los desenlaces de las películas en los dos países.

Las remakes estadounidenses de películas japonesas han brotado como mala hierba en el escenario del terror mundial. Si bien el montaje de una y otra escuela responden a un mercado instruido durante décadas por distintos tratamientos audiovisuales, el cine japonés tiene fuentes inagotables de historias que se sustentan en su tradición oral, la tensión psicológica de su narración y una concepción natural del mundo fantasmal.

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