Duna

Por Ariel Esteban Ramos

Dune
EE.UU., 2021, 155′
Dirigida por Denis Villeneuve
Con Timothée Chalamet, Rebecca Ferguson, Oscar Isaac, Josh Brolin, Jason Momoa, Stellan Skarsgård, Zendaya, Javier Bardem, Sharon Duncan-Brewster, Charlotte Rampling, Chang Chen, Stephen Henderson, Dave Bautista, Babs Olusanmokun, David Dastmalchian, Golda Rosheuvel, Benjamin Clémentine, Souad Faress

Otras trinidades: Mesías, Petróleo y Falopa


Dune, el libro. El de Frank Herbert es uno de los libros fundamentales de un género tan competitivo y variopinto como la ciencia ficción, donde cada obra crea un mundo o construye variaciones del que ya tenemos. Esta condición, llevada al límite, supone inventar no sólo el aparataje que en el cine veremos traducido a unos FX audiovisuales, sino también especies animales y vegetales, historias, lenguas, costumbres, mitos, religiones y todo lo que sabemos o suponemos que un mundo debería contener. Por supuesto, hay libros más ambiciosos y densos que otros, y Dune supo ser (y aún lo es) parangón, mito sagrado, vara imposiblemente alta para lo que vendría después. Alguien podrá decir que Frank Herbert envejeció mal, que su estilo es poco fluido, nerdie, sobrecargado de información y de un valor literario algo modesto en un estante compartido por plumas con mayor brillo. Y algo de razón tendrá, pero el cine sigue empeñándose en hacer algo con su mundo arenoso.

La historia. Herbert pinta un imperio galáctico con numerosas casas nobles subordinadas. Una de ellas, los Atreides (resonancias homéricas, sí), cobra demasiado protagonismo y el emperador decide destruirla con la ayuda de un clan perverso, los Harkonnen. Estos últimos explotaban el planeta-desierto Arrakis para obtener la valiosa Especia Melange, una sustancia que permite realizar viajes curvando el espacio-tiempo. El emperador despedirá a los Harkonnen y enviará como administradores a los Atreides, a quienes, una vez instalados, les caerá encima por sorpresa. El planeta en cuestión está habitado por los locales Fremen, hombres libres de inspiración vagamente arábiga (por momento no tan vagamente… sus guerrilleros son los Fedaykin) que resisten como pueden al invasor. Paul Atreides, hijo del Duque Leto, huirá con su madre para refugiarse entre la gente del desierto y luego derrotar a sus enemigos, emergiendo como un verdadero Mesías. 

Antecedentes. La historia fílmica de Dune no cuenta sólo con el bodrio de culto de David Lynch (1984) o aquella teleserie tan olvidable (2000). Debe incluirse forzosamente un hito anterior que tiene la estatura de una leyenda. El polifacético artista chileno Alejandro Jodorowsky dirigió un grupo creativo extraordinario con la intención de filmarla a mediados de los 70, una historia que puede verse en este documental (en el siguiente link) . Las derivaciones de este proyecto nunca llevado a término son asombrosas, y merecerían un artículo aparte. El arte del storyboard original, ilustrado por Moebius y Giger, se filtraría en muchos otros proyectos… incluso la Dune de Villeneuve, en donde aparecen naves y edificios inspirados en esos mismos bocetos maravillosos que Jodorowsky y Moebius sublimaron en forma de cómic. Las naves poliédricas e insectiformes que abundan en Dune 2021 tienen un antecedente tanto en El Incal como en Metabarones. 

El doble caracter de la especia. En primer lugar, se relaciona con el petróleo, ya que la utilizan para facilitar las largas travesías espaciales. El ambiente de desierto, así como la opresión del pueblo local son referencias claras al Medio Oriente que conocemos. Pero la rojiza Melange también es un estimulante (otro tipo de viaje), que permite despertar la conciencia para que el protagonista llegue a ser el que es (resonancias mosaicas y nietzscheanas). No es casualidad que Jodorowsky, que fue parte de la fiesta psicodélica de los años 70, declarara su intención de que Duna tuviera el efecto de un LSD cinematográfico, abriendo el tercer ojo de sus espectadores. Esta ambivalencia es clave: la progresión de la historia nos lleva de una lectura puramente material a una totalmente mística, espiritual. Cuando escuchamos que la esencia es “psicoactiva”, sabemos dos cosas: que Jodorowsky no andaba tan errado, y que el futuro es la disneyficación explicatoria de la ciencia ficción. Así como la Fuerza tenía que ser explicada por los midiclorians, la Esencia Melange debe ser explicada como un agente estimulante del sistema nervioso central. Ante tanta aclaración cientificoide, no extraña que Harry Potter haya tenido tanto éxito aguantando los trapos de lo inexplicable al grito de “Los moogles no pasarán”.

Bendito es el que viene. Da la impresión de que en la lectura de Villeneuve estas cosas están claras. La figura mítica que aquí permite trascender lo material hacia lo espiritual es el Mesías. En el caso de Dune, será Paul Atreides quien encarne al Kwisatz Haderach, expresión hebrea que significa “acortamiento del camino” o “aquel que puede estar en más de un lugar a la vez”. El mesías une este reino con el de arriba sacrificando su cuerpo. Él es esta trascendencia del abajo hacia el arriba, hacia el nuevo Reino, y del pasado hacia el futuro, el tiempo mesiánico por excelencia. Más cerca de las tradiciones terrestres, diríamos por Él, con Él y en Él. En otras palabras, el espacio-tiempo de la ciencia se vuelve un espacio-tiempo místico. Pero este camino ya está de alguna manera delineado en el libro. ¿Qué expresión novedosa encuentra Villeneuve para el mismo material tradicional? Un motivo menor dentro de la gran ensalada que nos proponía el libro fue hábilmente seleccionado para la pantalla. No se trata de las gaitas, las alfombras persas, el atuendo femenino arábigo… no, es detalle muy bien aprovechado y transformado: la tauromaquia. En el libro se hace referencia a la muerte del abuelo Atreides en la arena (the bullring) bajo los cuernos de un toro cuya enorme testa decoraba el salón ducal en Caladan y ahora lo hace en Arrakis. La tumba del abuelo está cubierta por una talla en piedra que representa (con un estilo entre egipicio y persa aqueménida) el sacrificio con un puñal de un toro que emite rayos como un sol. La iconografía del cristianismo místico tomará este motivo del toro directamente del mitraísmo: muerte y renacimiento del alma o del yo. El cristianismo oficial lo convierte en cordero sacrificial (lo que importa es que sea hervíboro, diría el mitógrafo Joseph Campbell), pero las tradiciones místicas conservan el toro. Cuando el Duque Leto enfrente su hora final ante el barón Harkonnen, lo hará desnudo y casi descoyuntado como un Cristo crucificado de un cuadro barroco. ¿Pero qué rol juega aquí el toro, cuya cabeza preside la escena? ¿Qué relación tiene esa T natural que forma de la cornamenta del toro con esta evocación de la crucifixión? La Cruz (que solía ser una T de madera) se identifica con la letra griega Tau. Este símbolo representa el momento de máxima conciencia, el instante de la transición del Cristo encarnado en el Gólgota (o monte de la calavera). Mesías, Cristo, Cruz, Tau y Toro forman aquí un sistema claro: mi humilde opinión es que al Sr. Denis Villeneuve no se le escapa nada o está bien asesorado. Podríamos preguntarnos si el duque es un Juan el Bautista, un supuesto Mesías que precede al verdadero, o como quiere Jodorowsky, un José que no tendrá sexo con la dama Jessica y procreará a través de su sangre. Lo que nos interesa destacar es que aun cuando una adaptación parezca muy directa o minimalista, no hay que dejar de mirar los gestos pequeños. Si en esta nueva Dune no falta lo faraónico efectista (aunque de buen gusto), también hay delicadezas. Los josephcampbellismos de rigor también se vienen cumpliendo: alguien te dará un cuchillo. No es una espada, pero vale.

Nuevos y viejos verosímiles. Por supuesto, la construcción de una nueva verosimilitud visual y técnica es un efecto de conjunto, de parecidos de familia: como no hay una realidad con la que podamos compararla, una película se vuelve verosímil al compartir un estilo o una estética con otras del mismo rubro. El parentesco con Prometheus aquí es evidente. No es casualidad que Giger haya traspuesto a la saga Alien su castillo Harkonnen, ni tampoco que John Spaiht estuviera en ambas producciones. Este guionista logra diálogos minimalistas (salvo en un par de oportunidades donde no hay más remedio que aportar información) e interacción creíble para un libro que es un ladrillo. Esta separación de lo verbal y lo visual está muy bien lograda. La densidad inevitable que de otra manera tendrían los parlamentos se ve descomprimida además por la duración del filme (dos horas y media) y por el desdoblamiento del argumento en dos películas. La iluminación funciona sorprendentemente bien para construir oscuridades naturales en horario diurno, sombras, albas y crepúsculos. Las medias luces son ideales para lograr ese aire de conspiración y peligro inminente. Todas las actuaciones cumplen con lo esperado en el contrato estándar de una película de acción, y las escenas de lucha están a la altura de la vara alta actual. Momoa y Brolin ponen la pimienta justa, y en el caso de este último se ha rescatado al fin la figura de Gurney Halleck, el guerrero-bardo que en el libro no podía entonar sus canciones como lo hace en el filme. El protagonista se arriesga a volverse un actor de nicho (con su fatal doble sentido) al tomar un rol similar en sus funciones al que cumplía en The King, pero Chalamet parece guardarse aún unos cuantos recursos.

El sueño como relato. Los sueños o visiones del heredero Paul Atreides (Paul… ¿hay visionario o revolucionario más famoso que San Pablo?) juegan en la versión de Villeneuve un papel doble. En primer lugar, cumplen ese mismo rol zonzo y anticipatorio que tenían en la versión de Lynch: si el sueño anuncia el futuro, entonces vamos por el camino de los sueños. Pero aquí hay, creo, una organización diferente que vuelve a Dune candidata para futuros trabajos prácticos en la facultad de Psicología. Los sueños tienen aquí un funcionamiento más propiamente psicoanalítico: sus elementos funcionan con la libertad de los significantes, y luego tendrán muy otra ordenación cuando entren en el orden del tiempo, cuando la visión se cumpla. Paul soñará con personas, objetos, sucesos, etc., pero esos mismos elementos saldrán del cubilete de la profecía en otro orden, como la anticipación de su muerte que finalmente es la muerte de otro. Este procedimiento narrativo resulta en un perfecto maridaje con la creación de intriga más tradicional.

Esperando al mesías. Toda película desdoblada se arriesga doblemente: a empezar tan mal que nadie quiera ver la continuación, o a hacerlo tan bien que la secuela decepcione. No nos queda más remedio que esperar, escalar la duna y ver si al otro lado finalmente está el árbol del cual pende la fruta prohibida. Esperemos que no tenga un gusano. Y si lo tiene, que sea enorme.

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