Ecos de un crimen

Por Ludmila Ferreri

Argentina, 2022, 84′
Dirigida por Cristian Bernard
Con Diego Peretti, Julieta Cardinali, Carla Quevedo, Diego Cremonesi, Carola Reyna

Lugares comunes

Alguna vez Alfred Hitchcock postuló un máxima que no ha sido del todo comprendida, ya sea por su aplicación incorrecta o por la incomprensión de la misma. “El problema en el cine no es partir de un lugar común, sino arribar a uno”. En este sentido nada de lo que postula esa frase está de más, puesto que si un director conocía este principio y lo ejercía a plena conciencia, ese fue el director de Frenesí. Ahora bien, ese principio, cinefilia mediante, también puede expandirse hacia territorios más salvajes que la mera explotación del volantazo, que es aquello que defiende AH cuando piensa en un cine que pueda reformar lo que las tradiciones imponen. El salvajismo opera cuando los directores pueden partir de lugares comunes y arribar a lugares comunes a la vez que permitirse la libertad de no rendir pleitesía a ninguna tradición asi como no reverenciar ninguna reforma o ruptura. En este orden de cosas, en ese paréntesis de libertades (que pueden salir muy bien o muy mal) es en donde podemos encontrar a directores como Brian De Palma. En particular a partir de un determinado momento de su obra, que encuentra en Raising Cain (estrenada en Argentina como Demente) un punto de fiesta y deleite. En aquella película BDP se permitía todas las licencias posibles para reformular y llevar el juego a un extremo en el que Michael Powell y Alfred Hitchcock eran apenas un punto de partida para mandar todo el verosímil por el aire. Naturalmente la película fue castigada y tildada de onanista. Pero De Palma todavía tenía nafta para dar mucho más en el lapso de esa década y el comienzo de la siguiente.

Toda esta presentación viene al caso de el volantazo que un director como Cristian Bernard pegó al volver a dirigir largometrajes. Con un largo maldito e incomprendido por tratarse de una película de transición entre el cine de los 80s y el NCA (76/89/03) y con otra película muy poco vista pero repleta de ideas (Regresados), ambas codirigidas con Flavio Nardini, Bernard no vuelve obre sus pasos, sino que se propone cambiar algo del estilo justamente al dirigir la que quizás sea su película más grande (en presupuesto, en pretensión de público, en su carácter de producto industrial). Lo curioso es que su película mas comercial es, curiosamente, la que mayormente riza el rizo de las posibilidades y libertades de la locura de aquellos que parten de los lugares comunes y llegan a ellos. En este punto Bernard no le tiene miedo a nada de esto. No le teme a la suma de las tradiciones, al contrario, las abraza sin por eso entregarse al trash o a la ironía. Por el contrario, juega a molestarnos con esos lugares comunes y repetirlos ad infinitum como si se tratara del Harols Ramis de El día de la marmota .

Y lo que en un principio puede resultarnos insoportable por su condición de lugar común (el escritor apesadumbrado que se recluye a intentar desconectarse de sus editores, la esposa abnegada que se entrega al acompañamiento de la locura, la irrupción de una extraña en el hogar -pidiendo ayuda- que representa más peligros que su condición de víctima, la acechanza de un asesino con caracterización se serial killer, el trauma de un duelo reciente que merodea) de a poco comienza a enrevesarse y a convertirse en instrumento para el juego. Porque si algo demuestra Ecos de un crimen (incluso en los problemas que exhibe de manera parcial, acaso derivados de cierto temor a redoblar la apuesta aún más allá) es que Bernard juega y se divierte con las formas variadas de la cinefilia. Juega a construir un thriller de suspenso, juega a una película de terror, juega a los whodunit con vuelta de tuerca, juega al policial psicológico. Pero para poder disfrutar Ecos de un crimen no tenemos que tomárnosla en serio. Como no lo haríamos con Vestida para matar, como no lo haríamos con Femme Fatale. Aquí la clave, por lo tanto, es el exceso. Y en eso debemos pensar: ahí donde el guión elige llevar las cosas hacia un lugar endemoniado que, como bien dije, no puede ser tomado en serio ya que no podemos demandarle originalidad, hay algo de la puesta en escena que oscila entre un cierto profesionalismo e invisibilización formal (las escenas familiares en escencia) que no le hace justicia a los momentos en los que la película sale de la casa y la cámara con sus movimientos, el sonido (en particular la mùsica entre bernardhermaniana y pinodonaggiana), la iluminación, el color se permiten libertades y saltos que nos hacen entrar en el juego, ponernos a tono.

En cierta medida, el peligro de partir y llegar a lugares comunes es que obliga a que el recorrido sea guiado a traves de los tonos. Y creo que Bernard se equivoca cuando elige contener la hipérbole. No obstante, en los momentos en los que nos preguntamos si los diálogos acartonados y la artificiosidad pueden sostenerse en el interior del hogar, se nos vuelve a tirar de lleno al interior del remolino en donde el inverosímil reina y Ecos de un crimen se permite, espasmódicamente, ser una fiesta. Asi las cosas, en su circularidad, hacia el final, Bernard decide, luego de la revelación (casi una sátira al psicologismo de los policiales de los 60s, comenzando por el imposible final explicado de Psicosis), mandarnos de vuelta al primer casillero. Quizás debamos mirar con más atención las formas del cine industrial argentino, que muy cada tanto, puede sorprender, incluso debajo de una pátina de lugares comunes.

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