El azote

Por Rodolfo Weisskirch

El azote
Argentina, 2017, 89′
Dirigida por José Celestino Campusano.
Con Kiran Sharbis, Facundo Sáenz Sañudo, Gastón Cardozo, Ana María Conejeros y Nadia Fleitas.

Filmar, filmar

Por Rodolfo Weisskirch

El que quiere filmar, filma. Mientras que muchos realizadores nacionales deben esperar, tres, cuatro y hasta diez años para estrenar su próxima película, Campusano se mantiene como uno de los directores más prolíficos del cine nacional con un promedio de dos películas al año. El mecanismo es estrenar una obra en el BAFICI, donde el público todavía es un poco más resistente a su estética, y una en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, que le ha dado un lugar privilegiado y le ha proporcionado una vidriera internacional envidiable.

Que Campusano concrete sus films en tiempo y forma no quita que siga siendo difícil filmar en Argentina -que cada vez tiene menos subsidios para el cine nacional- pero sí habla de una perseverancia notable que vale pena tomar como ejemplo. A diferencia de otros directores, más independientes, que realizan obras de terror o cine bizarro con una perseverancia similar, pero que no llega a salas comerciales, Campusano, estrena, se agranda, y perfecciona tanto su estilo como su narrativa, sin dejar de lado su visión de mundo y sus personajes, lo que lo convierte en uno de los autores más interesantes de la última década de cine argentino.

Del conurbano bonaerense, Campusano ha cruzado, y ampliado, fronteras; encontró historias tanto en la Patagonia como en Brooklyn, en dónde además, se animó a experimentar con tecnología VR, en 360 grados. Por lo tanto, más allá del gusto particular de cada espectador con respecto a la filmografía del director, nadie puede dudar que la obra de Cinebruto y del Cluster Audiovisual -movimiento del que es fundador y miembro activo- marcan una diferencia en lo que significa hacer cine en Argentina.

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El Azote, ganadora de la Competencia nacional de la última edición del Festival de Mar del Plata, es su anteúltima obra y la segunda rodada íntegramente en zona patagónica, que se está convirtiendo cada vez menos en un objetivo turístico y geográfico para los directores nacionales. Carlos Sorín ya había elegido Tierra del Fuego para exhibir la hipocresía del sistema de adopción, y los prejuicios de la sociedad en general con los chicos de orígenes humildes, y Campusano amplía esa mirada desnudando una Bariloche marginal, apartada de las representaciones turísticas.

El clima y las montañas no son incidentes, pero sirven para mostrar de que forma el gobierno esconde la pobreza y los barrios humildes para que esto no impacte en el turismo. Valga aclarar que Campusano no hace una crítica profunda de este aspecto pero lo toma como contexto de la historia del protagonista, Carlos, un ex músico de una banda heavy metal, devenido en asistente social. Carlos no cambió su aspecto ni vestuario, es fiel así mismo, pero atraviesa una crisis existencial. Su trabajo lo apasiona, pero lo aleja de su pareja y de su madre, postrada en silla de ruedas. Siente la obligación de ayudar a los diversos jóvenes que se encuentran en situación de calle, vagando y cometiendo actos criminales, los quiere salvar de los abusos policiales. Cada uno de ellos, que proviene de una familia disfuncional, al igual que él y varios integrantes del hogar comunitario que sirve para que se “limpien”, tienen su propio conflicto. Pero la mirada siempre está en Carlos, y los diferentes aspectos de su personalidad.

Salvando las distancias, uno podría asociar a Carlos y la mirada de Campusano con la visión cinematográfica de los hermanos Dardenne. El protagonista es un típico antihéroe que desea ayudar, pero es muy obstinado con su vida personal. No reflexiona demasiado sobre su propia responsabilidad en los acontecimientos que se van sucediendo. Prefiere hablar con una medium y creer en seres oscuros invisibles que rodean a su madre y otras personas que tiene cerca, antes de cargar con la culpa de ciertas acciones que se van sucediendo.

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Por otro lado, Campusano es un hábil constructor de mundos. El universo “marginal” no solo se palpa, sino que es la esencia de este largometraje. El director no juzga a los personajes pero si los pone a cada uno en su lugar. De esta manera se hace cargo -a veces con expresa literalidad- de las contradicciones de sus criaturas, pero ese nivel de honestidad se agradece. La violencia, el sexo, el abuso infantil son “normalizados” en el universo del personaje, es su lucha día a día, y el director no tiene prejuicios en esconderlo, no en un sentido provocador, sino en el sentido de desmitificarlo, quitándole un aura a cualquier morbo tentativo: “esto sucede, esto pasa y el paisajismo no lo puede esconder”.

El cine de Campusano no es sutil, pero se ha vuelto cada vez más prolijo y ordenado. La dirección de actores es cada vez más cuidada, y si bien aún se pueden seguir criticando algunos diálogos e interpretaciones irregulares, la dinámica narración y creación de empatía por el protagonista es impecable. Es asi que el director introduce al espectador de lleno en esta Bariloche más cercana al conurbano bonaerense que a la visión burguesa del cine comercial de El aura o Nieve negra por ejemplo. Los bosques están lejos. Las montañas solo rodean este panorama semi urbano donde se desarrollan las acciones. En ese sentido también Campusano se acerca a Sorin. En Historias mínimas o El perro se le podría criticar al director de la reciente Joel, su optimismo, su visión esperanzadora, pero no la forma en que muestra esa “otra” Patagonia, ocluida.

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Pero es importante aclarar: Campusano, a diferencia de Sorin exhibe desesperanza. La corrupción y la hipocresía del sistema y las autoridades no van a cambiar, los chicos que están en la calle, van a volver a la calle, y la lucha de un solo hombre se mantiene con el día a día. La narrativa del director es similar a la de los trágicos griegos. No importa cuanto intentan sus personajes cambiar de vida, modificar su contexto social, siempre vuelven al mismo lugar. En ese sentido, también se agradece que Campusano sea un amante de la tragedia clásica, tanto en la construcción de las historias como de los personajes, y al igual que en la literatura clásica, lo místico o sobrenatural, las creencias en leyendas locales, sirven de apoyo poético en la visión del director, que tampoco pretende darle mayor lugar que el que necesita narrativamente.

El Azote no carece de golpes bajos, pero tampoco se regodea en ellos, ni parte del morbo explotation como mecanismo de base. En todo caso muestra una realidad sin efectos especiales, sin esconder el artificio que simboliza la ficcionalización de esa realidad. Y si birn como guionista no evade algunos lugares comunes y clichés, nunca cae en estereotipos. Por eso en su cine nunca veremos una pornografía de la miseria, sino una transparencia justificada sobre la voluntad de descripción del mundo narrado. En ese riesgo reside también la evolución de su propio cine. El Azote es la confirmación, una vez más que el director mejora su estilo película a película, que no importan los límites ni los obstáculos económicos, siempre se puede filmar, y seguir contando historias, con bases clásicas y honestas herramientas cinematográficas.

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