El callejón de las almas perdidas

Por Diego Maté

Nightmare Alley
EE.UU., 2021, 150′
Dirigida por Guillermo del Toro
Con Bradley CooperRooney MaraCate BlanchettToni ColletteWillem DafoeDavid StrathairnRichard JenkinsMark PovinelliRon PerlmanHolt McCallanyJim BeaverMary SteenburgenTim Blake NelsonPaul AndersonLara Jean ChorosteckiClifton Collins Jr.David HewlettDian Bachar

Se fue

Resulta que un día, tanto dale y dale y meta y meta a los monstruos nobles, a los desclasados-marginados-olvidados-dominados, a la rebelión de los freaks, Guillermo del Toro se cansó, hizo las valijas y se fue a buscar otras historias. La forma del agua lo habrá dejado exhausto, pensamos, como si en esa fábula sobre-el-otro-y-el-distinto-y-el-imperialismo-yanqui hubiera puesto todo lo que tenía y ahora no le hubiera quedado nada. El hombre se fue, pero ahora volvió con el puño lleno de film noir. La primera parte de El callejón de las almas perdidas transcurre en una feria ambulante, pero estamos lejos del corazón de Freaks: acá los fenómenos están en su lugar, en sus jaulas o trailers, dedicados a perfeccionar sus numeritos, abandonados a su rareza. El orden brutal de la feria no deja resquicio para el romanticismo ni el encanto ni las declaraciones de amor fellinianas al circo y el espectáculo, solo la desolación de los seres rotos que fundan algo parecido a una comunidad para darse calor y sobrevivir a la intemperie. Clem es el patriarca terrible del grupo, el brazo de la ley que admite nuevos miembros, los expulsa o (el horror) los fabrica, los produce.

Del Toro se fue para sacarse encima los cuentos de hadas, las historias de terror, el fantasy, y regresó con los monstruos en el bolso, solo que ahora se trata de monstruos humanos, normales, criaturas cuya trayectoria sigue la conocida inversión del terror moderno, que dicta que el monstruo a fin de cuentas no es más que un distinto, un outcast, una víctima de las circunstancias sujeta al dominio terrible de la sociedad y sus especímenes, que fungen (y esto cierra la moraleja) como verdaderos monstruos.

Sigue entonces el relato de una degradación que conocemos por el cine negro y por la Nightmare Alley de Edmund Goulding, con un Tyrone Power amargado que impone su hombría herida a fuerza de golpes y engaños. Al bueno de Bradley Cooper no le da para eso y, por más que trate, apenas llega al golden boy descarriado, un chico con corazón de oro empujado a la trampa por hechos que no se revelan. Pero está bien, no estamos en 1947, y además el Stan de Cooper es un trabajador esforzado, un tipo que asciende por todos los medios a su alcance, escuchando y aprendiendo de cualquier maestro que pueda encontrar por ahí. Como el propio Bradley Cooper, que también es un trabajador, un laburante que invierte tiempo y esfuerzo en papeles que no le van hasta, que de una u otra forma, el tipo llega al personaje, se lo mete en el cuerpo, aunque sea a las piñas. Christian Bale se hizo conocido por subir y bajar y subir de peso, como si con eso pudiera hacerse del prestigio que no obtiene por otros canales. Pero Cooper no está para esas proezas módicas, lo suyo es sufrir, calentarse, practicar, tratar de ganarse película a película el reconocimiento del público y de hacerle justicia a la cucarda de graduado del Actors Studio (que a sus ojos las ¿Qué pasó ayer? seguramente hayan menoscabado). Entonces Cooper hace a hombres torturados, locos, violentos, quebrados o fracasados, siempre estudiando, trabajando, como si cada performance debiera comunicar tanto el alma del personaje como el esfuerzo invertido en el proceso.

Es, a fin de cuentas, el mismo plan de Stan: deslomarse hasta pegarla e irse lejos. Y la cosa funciona, porque en la segunda mitad el relato lo encuentra junto a Molly, lejos del circo, haciendo shows de mentalismo en grandes hoteles y casinos. Todo va bien pero el noir imparte sus lecciones con severidad: el tramposo, el chanta, el que está dispuesto a todo no puede sino caer bajo el peso de su propia ambición. Y acá hay una inversión extraña pero simpática, porque en los trucos de mentalismo, en los pases que se lanzan Molly y Stan para hacerle creer al público que pueden leer la mente o comunicarse con los espíritus, Del Toro reencuentra el gusto por lo sobrenatural. Stan miente, es todo acting, chamuyo, y sin embargo el director filma esos momentos con una solemnidad que indica que hay algo ahí que tal vez para nosotros y para Stan no sea magia ni poderes, pero que sí para las víctimas, los pichis que devoran enloquecidos las mentiras del protagonista sobre sus seres queridos en el más allá. En este cuento de monstruos humanos, de prestidigitadores de poca monta, hay algo de magia, dice Del Toro, aunque usted no lo crea, y aunque sea la magia del cine, y lo dice así, sin ruborizarse, con esa fórmula remanida, esa frase hecha, como si en el fondo quisiera, como siempre, as usual, contar otro de sus cuentos oscuros de hadas, el fantasy por otros medios.

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