#Polémica – El candidato (en contra)

Por Federico Karstulovich

El candidato
Uruguay-Argentina, 2017, 82′
Dirigida por Daniel Hendler.
Con Diego De Paula, Alan Sabbagh, Ana Katz, Verónica Llinás, César Troncoso, Fernando Amaral, José Luis Arias, Matías Singer y Roberto Suárez.

Pintar con brocha gruesa

Por Sebastián Rosal

A pocos minutos del inicio, un lento travelling hacia delante va llenando el plano con la figura de Martín Marchand, el empresario devenido político y candidato del título. Acaba de reunirse en su mansión rural con el equipo de publicistas encargado de diagramar su incipiente campaña, de inventarle una vida (pasada, presente y futura), de darle forma al que parece ser su último capricho e instalarlo así como un candidato creíble y consistente. Solitario en el medio de la enorme habitación, como un Charles Foster Kane de vuelo bajo, sentado en un sillón, ve por televisión cómo un pseudo profesional de la retórica y la comunicación oral habla sobre las formas de impostar la voz. El panelista en cuestión es entrevistado por el propio Daniel Hendler, quien se reservó para sí mismo ese pequeño papel, que sin embargo es capaz de cifrar en un instante y con una sola frase toda la película. Porque aunque la imagen del director aparece apenas una fracción de segundo, su voz en off coincide con aquel travelling sobre Marchand en el exacto momento en el que, a propósito de la entrevista que está manteniendo, se lo escucha diciendo algo así como “¿Quién es el impostor?”. Si los pocos minutos previos dejaban poco margen de duda sobre la posible respuesta, la pincelada gruesa de ese momento permitirá que desde allí al final todo sea cuestión de ir confirmándolo.
La emergencia de la política como mero producto del marketing, la poca o nula preparación e hipocresía de la que aspira a ser la clase dirigencial, los manejos turbios que llevan a cabo… El problema central de El candidato es, entonces, que resulta dificil verla como cine político, aunque se la haya querido presentar de esa manera. O en todo caso, el problema que presenta es que no hay política en su desarrollo. No solo porque la situación que plantea resulta de una superficialidad elemental alarmante, constituyendo asi una suma de lugares comunes sobre una forma contemporánea de la política latinoamericana (desde Fujimori para acá, tal vez antes, que venimos escuchando en Latinoamérica el canto de sirenas o las pestes, según el caso, acerca de la irrupción de outsiders en la política, vengan del campo que vengan) sino sencillamente porque de esa manera tiene el objetable mérito de disponer de todos sus elementos de tal forma que puede ser capaz de confirmar todas los prejuicios y presunciones previas de aquel que se acerque a verla, sean del signo que sean, es decir, el anti-cine político: en cine que confirma certezas en vez de abrir dudas.

Difícilmente una película sustentada en premisas con tantos lugares comunes pueda mover la aguja, y esa incapacidad deviene, con bastante lógica, en respuestas tranquilizadoras para todos y todas (para todes también). Estas se generan, básicamente, porque los personajes que la pueblan son unidimensionales, opacos, particularmente desagradables, algo así como autómatas esquemáticos maltratados por los designios del guión.
Aislados en un palacete en el medio del campo, desfilan desde el empresario ignorante hasta la exasperación (incluso para un universo que pretende ser cómico -Martín Marchand, MM, hijo de poderoso hombre de negocios… cualquier similitud con la realidad argentina es deliberada coincidencia-), capaz de decir cosas tales como “el centro no le interesa a nadie, yo prefiero los extremos. Tendríamos que ser de extrema derecha, o de extrema izquierda”, pasando por su asistente de voz libidinosa, los ambientalistas bienpensantes, el negociador rosquero en las sombras o la madrina política de acento campechano, todos conformando una especie de universo cerrado autosuficiente, tan endogámico como para que no quede ningún resquicio de evolución en todos ellos. Es notable, en éste y último sentido, cómo todos terminan en el mismo punto en el que empezaron, sin haberse movido un centímetro. La película falla, incluso, en su intento por generar algún tipo de empatía entre al menos un personaje querible y el público sumando a Mateo, el diseñador gráfico de la eterna candidez, que no solo es tan chato como el resto, sino que además ni siquiera le es concedida la gracia de una mínima pizca de maldad o picardía. Es como si Hendler hubiera visto una película de Berlanga pero sin haberla entendido.

Se dirá entonces frente a esto, y con razón, que lo que resta, si todo lo anterior fuera dejado de lado, es una comedia. Y que esta bien puede valerse de estereotipos para ganar en eficacia. Si es así, al problema de las situaciones por demás obvias hay que agregarle las diferencias de registros en las actuaciones (desde la contención de MM a la exultancia del personaje de Verónica Llinás), en el que los momentos deadpan son demasiado vivaces y el distanciamiento se entremezcla con el costumbrismo, y a la que el oscuro final no logra enderezar, más bien lo contrario. Aún así, hay cerca del final un momento que es capaz de sobresalir genuinamente: en una de las habitaciones de la mansión, los saboteadores escuchan, gracias a un micrófono oculto, lo conversado por Marchand y su grupo en el medio del parque. Es una charla definitoria para la película, aquella en la que se define el armado de las candidaturas, el momento en el que el candidato debe decidir si finalmente arma su propio espacio y si sucumbe a los ardides de la política tradicional. Al mismo tiempo la situación de enredos, de sospechas y delaciones en el cuarto de la mansión en el que se encuentra el otro grupo llega a un punto de especial tensión. Así, las diferentes voces que se escuchan en ambos espacios se imbrican, se superponen, y al hacerlo van reconfigurando constantemente ambas escenas. Es una secuencia que no carece de sofisticación, divertida incluso (el detalle de un pájaro picoteando el micrófono es francamente bueno), una rareza en relación al resto, pero su interés no surge de la destreza técnica, aunque la tenga, sino por su promesa incumplida de instalar alguna rajadura en el planteo pétreo de la película. Sencillamente lo que ocurre allí es que nos permite recordar, al menos en esos breves momentos, que el mundo es un lugar complejo, que las determinaciones son múltiples y simultáneas, que el entramado de hechos es plural y a veces, muchas veces, contradictorio, y que esa riqueza no tiene porqué ir reñida del gesto cómico, ni mucho menos anular la potencialidad política, más bien acentuar ambas. El cine pierde gracia, ligereza, se embrutece cuando pretende ser una fuente constante de verdades, una apenas disimulada tribuna de sermoneo.

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