El diablo a todas horas

Por Luciano Salgado

The Devil All the Time
EE.UU., 2020, 138′
Dirigida por Antonio Campos
Con Robert Pattinson, Tom Holland, Bill Skarsgård, Mia Wasikowska, Jason Clarke, Sebastian Stan, Riley Keough, Haley Bennett, Mia Goth, Eliza Scanlen, Tracy Letts, Gregory Kelly, Gabriel Ebert, Emma Coulter, Harry Melling, Douglas Hodge, Lucy Faust, Drew Starkey, Kristin Griffith

El señor te observa

Si en efecto existe toda una tradición en la novela negra americana (aquella que decide mirar hacia el interior profundo del centro del país, pero también hacia el sur empobrecido mas alejado de las costas) sobre el malestar, sobre la estructura de la pesadilla detrás del horizonte marketinero del Estados Unidos de la pax americana eisenhoweriana, esa tradición no está en El diablo a todas horas. Y es que hoy por hoy a cualquier cosa se la califica de “gótica”, cuando en realidad el cumplimiento de esa condición supone un recorrido que no roza ni ligeramente con el pesimismo de cierta novela negra hiperrrealista. Que Faulkner, que McCullers, que O’Connor y varios otros mas. Son caballitos de batalla rápidos y al paso para la clasificación ligera. No: el pesimismo de la mirada cruel de esos autores justamente estaba atravesado por una condición materialista, dolorosa, corporal, pesada. Pero lo de la película de Antonio Campos es otra cosa. Es una suma de lugares comunes del pesimismo de esa formación genérica conocida como Americana movies solo que atravesada, antes que por una mirada oscura, por una mirada religiosa, impiadosa.

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El diablo no campa por esos lares del sur profundo. Lo que si hay y mucho en esta película es la presencia de un dios cruel que resuena al del antiguo testamento. No hay invocación alguna a presencia de ningún mal satánico. Pero por el contrario, todos los males terrenales que observamos -prácticamente no hay un solo personaje que no sea un reverendo hijo de putas: el que no asesina, viola, el que no viola, golpea, el que no golpea, maltrata y el que no hace ninguna de esas cosas es un gil que termina muerto: divino todo- están obsesivamente entrecruzados (como si la violencia fuera el Wincherster 73 de la película de Mann o el Baltazar de la película de Bresson: un circulador social), como si el diseño de crímenes y castigos estuviera milimétricamente organizado. Pero para peor: esos crímenes y esos castigos en cuestión, lejos de distribuirse de manera aleatoria, se condicen con una estructura moral todavía mas peligrosa: la del ángel vengador (curioso dato: tres de los personajes tienen/tuvieron/tendrán roles en películas de superhéroes) que llega para arrasar, aunque de manera involuntaria, con toda la mugre del pueblo infecto en el que se suceden los hechos.

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Sucede un hecho interesante que respalda (ojo, no da razón, provee lógica) a esa mirada y a esa necesidad de mostrar una sucesión indivisa de crueldades. Y es que, en el fondo, el desprecio moralista por la violencia tiene un directo correlato con la fascinación (hay algo del cine de Gibson mal elaborado por aquí, que es un cine que reúne la experiencia física con la metafísica de manera paradójica y absorbente). Todas y cada una de las acciones violentas suponen una pena, un calvario planificado. Invariablemente, aunque se disfrace de policial negro mezclado con novela sureña, en el fondo no estamos sino en Babilonia. El tufillo horrible no le pertenece a la sangre, a los cuerpos, ni al horror.

De hecho se me venía a la cabeza, mientras veía esta porquería, esa película incómoda, brutal, pero también física, que es The Killer inside me (Michael Winterbottom, 2010) pero también esa maravilla satírica que es Killer Joe (William Friedkin, 2012). En aquellas es la mugre, la sangre, las vísceras, el sudor, el espanto el que emerge de los cuerpos y no el que los aplasta. Aquí el feísmo es planificado, es una derivación lógica de las autoimposiciones de un cine contemporáneo que en el fondo le tema tanto a la violencia y a su representación que o bien busca conjurar esa sensación con la gratuidad antihumanista del cinismo de Haneke y sus imitadores o bien lo hace por medio de la invocación de la liturgia religiosa convocada por medios indirectos, como en esta bazofia cruel.

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Al finalizar El diablo a todas horas, curiosamente, uno espera que se aseste alguna carta guardada sobre nuestro ojo. Algún dardo envenenado (les juro que creí ver en el conductor del auto a Charles Manson), pero no. De retorno la piedad frente al ángel vengador (que no es un Travis Bickle, sino que es un vengador, literalmente un Avenger: Tom Holland es el hombre araña), la circulación de violencia interrumpida por el acto angélico final. Todo ese recorrido coral al que nos somete la película durante las interminables dos horas con dieciocho minutos no es mas que para construir el fresco social de “degradación, corrupción e inmoralidad”. Como si viniera con un sermón incluido y todo, al cierre la película, encima, pretende definir un discurso tranquilizador al final del camino. Imagino que Bergoglio va a disfrutar esta película en silencio. Como suele disfrutarse el consumo de la crueldad disfrazado de misericordia.

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