El fotógrafo y el cartero: El crimen de Cabezas

Por Pedro Gomes Reis

Argentina, 2022, 105′
Dirigida por Alejandro Hartmann
Con intervenciones de Eduardo Duhalde, Oscar Andreani,

Lo que vendrá

Sabemos, hace rato, que Netflix se ha convertido en la plataforma mundial dueña del género true crime. Y que si algo ha sabido hacer bien (o mas o menos bien, ya que no todo lo que brilla es oro) fue explotar ese género por todos sus poros, posibilidades y costados posibles casi hasta desintegrarlo y convertirlo en su propia parodia -en buena medida gracias a la repetición de sus procedimientos narrativos, a sus decisiones formales y su aproximación a los temas retratados-. En este punto es donde nos preguntamos si conviene confiarle a la N mayúscula o dejarla ir por completo cuando de crímenes verdaderos se trata.

Ya me había sucedido con el film en dos episodios (o la serie de dos capítulos) sobre Jimmy Saville y no quería experimentar la misma sensación de hastío y de falta de ideas. Por eso de a poco comencé a abandonar ese género en el que Netflix todavía mantenía en pie a algunos de sus representantes mas profesionales, como el imparable Joe Berlinger. Al mismo tiempo no me interesaba meterme de lleno con la narrativa de los serial killers estadounidenses ni con las versiones que tenemos en Europa. Asi que me propuse ver qué andaba sucediendo en Argentina, país al que cada cierta cantidad de años retorno. La oferta de un nuevo true crime, en este caso con formato de película, no de serie, y con el responsable de Carmel: Quién mató a María Marta? serie que si bien no me encantó, al menos contaba con algunas ideas distintas a las del algoritmo habitual al que nos tiene acostumbrados la N.

Pero El fotógrafo y el cartero: El crimen de Cabezas no solo carece de algunas de las ideas reflexivas sobre el policial que si tenía la serie mencionada, sino que, bien por el contrario, termina dejando en evidencia la adaptación a las formas y lugares comunes de la casa, a los patrones narrativos repetidos al hartazgo, esos que hacen que sepamos todas y cada una de las estrategias de memoria: inicios elusivos, testimonios en voz over que despliegan datos obvios que luego serán refutados, incorporación de reenactments simbólicos, postergación de revelaciones que darán vuelta lo previsible en una dirección distinta, confrontación de testimonios en cámara, prevalesencia de planos que se obsesionen con detalles dilucidatorios, finalmente la revelación que cierre el caso, epilogo con las derivaciones actuales.

Pero el problema de El fotógrafo y el cartero: El crimen de Cabezas no es simplemente su adaptación un tanto vulgar a las formas narrativas del género, sino su ausencia de ideas a la hora de narrar las estrategias para ingresar a la reconstrucción de un caso canónico del policial en Argentina. Acaso porque la idea de Hartman muestra otro interés, un poco como sucedía con la serie sobre el asesinato de Belsunce. Quizás el interés del director radique, antes que nada, en los modos y medios con los que el policial ilumina la vida en el menemismo tardío y en retirada de finales de los 90s. Pero también, y quizás sea un logro involuntario de la película, explica de manera indirecta cómo ese crimen fundó, como si se un rompecabezas se tratara, la lectura de la historia política que sobrevendría (el fracaso del peronismo de los 90s, el ascenso y caída de la Alianza, la emergencia post-hartazgo de la crisis 2001, de nuevos actores políticos, como el kirchnerismo). En ese costado, casi azaroso, El fotógrafo y el cartero: El crimen de Cabezas se vuelve una película profética, sobre los acontecimientos y sus devenires impredecibles, influyendo incluso más allá de lo imaginado.

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