El fútbol o yo

Por Hernán Schell

El fútbol o yo
Argentina, 2017, 105′
Dirigida por Marcos Carnevale
Con Adrián Suar, Julieta Díaz, Alfredo Casero, Dalia Gutmann, Federico D’ Elia

Las chicas que nos gustan, las calles por donde caminamos

Por Hernán Schell

Hay que decir que El fútbol o yo empieza con un par de aciertos. Lo vemos al personaje de Suar, que no puede dejar de ver fútbol mientras se van desmoronando su vida familiar y laboral. Mejor aún, lo vemos negando la situación una y otra vez mientras todo a su alrededor se encuentra a punto de explotar. Suar, hay que decirlo también, no es un mal actor, o por lo menos ha tenido la habilidad con el correr de los años de ir puliendo un personaje con características similares: el del hombre que piensa ser más de lo que es, que cae en la realidad y hacia el final se redime. No sé si conscientemente o no, Suar se ha transformado en uno de los pocos actores cómicos argentinos en tener un personaje propio, no necesariamente bueno o interesante pero personaje al fin.
En El fútbol o yo tiene la virtud además de la darle a su personaje una vuelta de tuerca más irritante, incluso llegando a lo perturbador. Suar-personaje acá niega una y otra vez su adicción, sordo a los reclamos justos de su jefe y su mujer, incapacitado de darse cuenta de sus propias desubicaciones, capaz de decirle las animaladas más grandes a su mujer con tal de no admitir su problema, y tan obsesivo con el deporte que es capaz de poner en riesgo su vida para ver un partido. Igualmente ya pueden observarse problemas en los minutos iniciales de la película de Carnevale. El primero es que la actuación de Julieta Díaz está siempre en un mismo registro, que es el de una persona cansada y desbordada por la situación que le toca vivir (algo que termina resultando impostado y por ende poco creíble). El segundo es que el personaje de su amiga (Dalia Gutman) está allí sólo para decir verdades acerca de la relación de la pareja protagónica. También se ven otros problemas en estos primeros minutos: una estética televisiva y chata que abusa de la variación de planos pero sin aprovechar esas variables, que usa el plano/contraplano  como una manera de forzar el ritmo del que carecen las conversaciones; y, un poco mas adelante, un gag delirante con el Tano Passman (quien desconozca quién es este personaje haga click aquí) que rompe con el clima costumbrista.

Pero son detalles. Los problemas graves vienen después de esta presentación. Hay una escena por ejemplo en la que el personaje de Suar recibe un mensaje de Whatsapp de su mujer porque está cerca de la zona y quiere verlo ni bien este salga de su trabajo. Hasta ese momento de la película, el hombre no le ha comunicado a su esposa que fue despedido de su puesto, así que ni bien recibe el mensaje, corre hasta el edificio de la que fuera su oficina para encontrarse con ella. Lo que uno se pregunta al momento en que lo vemos correr como desaforado es por qué no hizo algo más sencillo y mentirle diciendo que había salido antes y estaba en un café a unas cuantas cuadras.  Se me podrá acusar de “exigente”, y de paso se me dirá que hay concesiones que hay que realizar a la hora de ver una ficción. Pero en todo caso, sí puedo tomar esto como uno de los problemas más grandes de la película: su necesidad de forzar ciertas situaciones para llegar a un resultado o de tensión o cómico, sin importar si hay que ir contra el sentido común o el verosímil de la película. Uno de los casos más claros de esto se da cuando el protagonista habla frente a un grupo de alcohólicos anónimos con una mujer que se hace pasar por una niñera correntina que le dio alcohol cuando este tenía cinco años. La escena no es mala como idea cómica. La mujer que hace el papel (Miriam Odorico) es realmente graciosa y la progresión dramática en la que se va alterando cada vez más está bien resuelta, el problema es que uno ve esta escena y se pregunta el porqué de la irrupción de ese personaje, con ese tono (y acento). Y el porqué además Suar estaría forzado a hacer esa puesta en escena artificial, si después de todo no hay nadie que le haya obligado a eso, y nada le impide poner como excusa que no tiene parientes que quieran venir.

Y es que en El fútbol o yo las escenas tienen esa misma lógica venida medio de la nada, sin previo aviso, como si no se necesitara una construcción previa para llegar allí y simplemente se aceptara la situación cómica o emotiva, o una reacción repentina de un personaje así como así. Una chica futbolera puede estar charlando normalmente con el protagonista en un auto y unas escenas después vemos que es capaz de ir a su casa con una pizza invitándolo a ver un partido y a tener sexo después. Incluso este adicto al fútbol lo es solo durante la primera media hora, pero después su adicción deja de ser prácticamente un tema (incluso se la termina controlando con mucha facilidad después de ir a los grupos de ayuda), y la cosa empieza a pasar por una trama de celos. De hecho este futboladicto puede agradecerle a los alcohólicos de AA todo lo que lo ayudaron a recuperarse de su adicción aún cuando no vimos nunca ninguna acción concreta por parte de ese grupo para darle una mano. A todo esto se le suman casualidades demasiado convenientes para el desarrollo de la trama: el vecino que interpreta Rafael Spregelburd que observa como la esposa del protagonista se lastima la mano para poder llevarla al hospital; en plena avenida, el marido los cruza a ambos yendo en auto al hospital, lo que sirve exclusivamente para establecer una escena de celos; la hija de del matrimonio que se asoma por la ventana y justo por pura casualidad está su padre mirando ese edificio de forma melancólica cosa de poder despertar compasión en el entorno familiar. Y así varias más. Todo el relato, en suma, parece acomodarse a casualidades necesarias para que el guión pueda avanzar tranquilamente de la escena de la caída a la redención, de la pelea a la reconciliación; haciendo que las resoluciones no partan tanto de las decisiones de los personajes como de circunstancias que les ponen delante.

Lo que sorprende de estas torpezas es que se dan de manera tan frecuente en El fútbol y yo, y lo que más sorprende es que son errores básicos  a la hora de estructurar una historia que quiere ser más o menos creíble. Y sorprende mucho más cuando estamos hablando de una producción nacional tan grande, con estrellas costosas, decenas de locaciones, y que se permite usar varias veces un hit de Air Supply costosísimo en términos de derecho de autor . En ese sentido hay un punto de contacto entre esta película y Los Padecientes, otro largometraje cuyos costos tremendos iban a contrapelo de un producto descuidado, lleno de situaciones imposibles y diálogos impostados; desprolijidades que no se entiende cómo no se pulen, ya no digamos en la preproducción sino en el segundo borrador de un guión.

En otro punto, El fútbol o yo se parece a Mamá se fue de viaje. En ambas películas existe esta suerte de familia argentina que parece salida de otro país, una suerte de costumbrismo anti-realista. En la película de Winograd, Peretti es un empleado de recursos humanos de clase media que puede vivir con tranquilidad económica en una casa amplia sin que su mujer trabaje y criando a tres hijos; en El fútbol o yo, Suar es otro empleado que cría dos hijas mientras su mujer trabaja como repostera, y todos viven en un departamento amplio que parece salido de una publicidad de limpiavidrios. Pero hay algo más, y es la falta de noción de que ciertos temas ya no parecen conectarse con lo que es la familia o la sociedad moderna. O al menos la potencial sociedad metropolitana-cosmopolita que se nos quiere mostrar. La idea de un padre que después de que se va su mujer queda desbordado por los problemas de la casa en Mamá se fue de viaje, la idea del fútbol como división casi absoluta del mundo masculino y femenino en El Fútbol o yo, son temas vetustos, que no exploran los cambios familiares y de género de los últimos años, que en alguna medida se dedican a reciclar temas de películas de otros tiempos; que se asientan en una idea de costumbrismo de ficciones argentinas de décadas atrás.

No me gusta citar a gente de la Nouvelle Vague por considerarlo demasiado cliché, pero  de vez en cuando se vuelve necesario hacerlo. Como reclamó alguna vez Truffaut, necesitamos un cine que filme a las chicas que nos gustan y las calles en las que caminamos, todo una forma de decir que es necesario -o al menos necesario para mí- un cine con una cuota de anclaje en la realidad diaria; que esa convención llamada costumbrismo se conecte desde las nobles armas de las convenciones de la comedia romántica con cosas que pasan por estas calles por estos tiempos. Quizás sea pedir demasiado, quizás hacer algo así sea un suicidio comercial porque se especula –puede que con razón- que estas fórmulas más artificiales son las que realmente funcionan a nivel masivo. Sin embargo, la historia del cine –y no sólo la del cine- nos muestra que estas convenciones suelen agotarse con el tiempo, y que llega un momento en que es necesario cambiar para hacer otra clase de cosas. Puede que ese tiempo se avecine, o puede que no y que tengamos por mucho tiempo más este tipo de películas, ya que como bien reza el dicho, no hay porque arreglar lo que no está roto.

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