El jilguero

Por Sergio Monsalve

The Goldfinch
EE.UU., 2019, 149′
Dirigida por John Crowley
Con Ansel Elgort,  Nicole Kidman,  Sarah Paulson,  Luke Wilson,  Jeffrey Wright, Aneurin Barnard,  Willa Fitzgerald,  Luke Kleintank,  Ashleigh Cummings, Finn Wolfhard,  Denis O’Hare,  Oakes Fegley,  Joey Slotnick,  Robert Joy, Peter Jacobson,  Caroline Day

Feria de antigüedades

La adaptación de las apariencias sucumbió por la fuerza de las imposturas. La estrella protagónica, Ansel Elgort, el chico de Baby Driver, llora delante de su fandom de Instagram en un intento desesperado por saldar las cuentas en rojo de la producción de Warner. Pero ni las lágrimas artificiales podrán evitar la sonada bancarrota de trasladar la ambiciosa y pretenciosa novela americana de Donna Tartt. El ave, inspiradora del título, lleva un enorme plomo en el ala, dado el cúmulo de sus imprecisiones. 

Los ojos saltones, los maquillajes y los implantes de Nicole Kidman son solo la superficie del monumental fiasco estético del cuadro de El Jilguero, pintado con la brocha gruesa de un Fake Orson Welles llamado John Crowley, quien ganó fama por filmar un insípido largometraje qualité titulado Brooklyn, nominado al Oscar por restaurar el perfil de los melodramas de época de los noventa, cuando El Paciente Inglés saqueaba a David Lean y cobraba las ganancias en la temporada de premios. 

El 2019 quiso ser el año del regreso de las dramaturgias épicas y expandidas de los setenta. Había una vez… en Hollywood logró brindar confianza a los inversionistas en la posibilidad de narrar por tres horas, aprovechando el envión anímico de las series y del fin de la saga Avengers, dos caras del mismo proyecto audiovisual. Martin Scorsese debe probar si la burbuja crece en el futuro con The Irishman. Por su lado, la debacle económica de El Jilguero deja en suspenso el porvenir financiero de la tendencia.    

Es una pena porque la película, de contar con una dirección menos superficial, menos sustentada en el diseño de producción como valor agregado (y central) habría conseguido mantener la digna performance de su primer acto, al exponer el conflicto del chico traumatizado por un atentado terrorista. La contención del intro, y de ciertos paisajes aislados, permite brindar un respiro al espectador en la decodificación de una alegoría pesimista del milenio. 

De las ruinas no se salva nadie: la familia con pose aristocrática, el distante y frío mundo de los museos, la deshumanización de la cultura, los jóvenes extraviados en unas pequeñas luchas estériles, los padres desesperados, la paz amenazada por el eco de las bombas, los colectivos y las individualidades. 

La fotografía de Roger Deakins expone los claroscuros y los horizontes caídos de unos personajes signados por la tragedia de una existencia difusa, sin rumbo. Ahí el filme entrega (como en todo qualité que se precie) sus mejores encuadres, imágenes y planos de la decadencia contemporánea. Es obvio el contraste con la carga energética y metafórica del lienzo robado por el protagonista. Al instante descubrimos su esencia trascendental de una inocencia perdida y corrompida por los intereses mezquinos de la época, de los usurpadores del arte. 

En general, El Jilguero falla al explicar y subrayar el contenido del guion a través de un desfile de estereotipos, giros redundantes, acentos imposibles y situaciones de culebrón, como reencontrarse por casualidad con los amigos de la infancia en la misma noche o agarrar a la prometida con las manos en la masa de su segundo frente, durante uno de los gratuitos recorridos callejeros. 

El tercer acto reincide en argumentos y situaciones agotadas, narrando la copia caricaturesca de Promesas del Este. Cuesta seguirle el ritmo a los cambios abruptos en la ejecución, pasando de un período pseudo lyncheano en el desierto a una rocambolesca estructura coral de tintes barrocos. 

La verdad se opone a las mentiras de los vendedores de antigüedades inauténticas. La calculada solemnidad encierra a El Jilguero en una jaula que le castra su libertad cinematográfica.  

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