El Prófugo

Por Federico Karstulovich

Argentina, 2020, 95′
Dirigida por Natalia Meta
Con
Érica Rivas, Nahuel Pérez Biscayart, Daniel Hendler, Cecilia Roth, Agustín Rittano, Guillermo Arengo, Mirta Busnelli

Magnetizada

Los sonidos se tocan. Nunca tan adecuado el concepto fotográfico de un afiche como el que ilustra al segundo largometraje de Natalia Meta, una directora dueña de una mirada elíptica en torno a los géneros, mirada que se vuelve universal pero a la vez rabiosamente local (pensemos en Hugo Santiago, pero también en Hugo Fregonese). El Prófugo, largometraje que recibió un mejor trato que la ópera prima Muerte en Buenos Aires (2014) transita bordes de una identidad escrituraria local pero a la vez extranjera, como si la directora se propusiera crear un mundo que no condice con las limitaciones del realismo, como si en realidad, en alguna medida, buscara excederlo pero no por acumulación sino por sustracción.

El cine de género en Argentina siempre puede ser otra cosa. Puede ser algo más que la sustitución de importaciones con la que alguna vez amagó el kirchnerismo cultural del entusiasmo de los 2000s. Pero ese algo más obliga a conectar con otras tradiciones, a veces literarias, a veces cinematográficas, pero en general archipiélagos abandonados. A diferencia de otras maravillas olvidadas, como la extraordinaria Claudia, de Sebastián De Caro, El prófugo porta sobre sus hombros un prestigio que le otorgó la circulación por festivales durante casi un año desde el momento en el que tuvo su avant premiere mundial en Berlín a finales de 2020, en un mundo convulsionado por la pandemia, pero que de a poco iba retomando un principio de salida. Pues bien: esa circulación secreta fue clave para que su estreno no pasara inadvertido. Y en el abordaje se volviera a hablar de la extraordinaria novela que inspira a la película de Natalia Meta. Hablamos de El mal menor, acaso el gran referente canónico del terror literario argentino contemporáneo pre-Mariana Enriquez.

La directora sabe cómo hacer de lo cotidiano un espanto particular. Por eso la estrategia de El prófugo es también kafkiana (algo de esto incluso remite a otra película kafkiana con la que se toca, que es la olvidada y poco vista La reina del miedo). En esa estrategia reconocemos una materialidad de elementos que rodean a la vida de la protagonista pero que en el fondo nunca terminan de activar su peligrosidad. En este sentido de cosas la película despliega una primer manera de paranoia narrativa, por el espacio y por los objetos que lo pueblan.

Hay, también, una segunda paranoia en El prófugo. Pero en este caso llega a nosotros por medio de los personajes, que a lo largo del trayecto no muestran rasgos de extrañamiento, porque en la película no se nos revela un lugar otro, un más allá de origen desconocido. Todo el mal, todo el miedo, toda la sospecha es terrenalizada, es convertida en el material de lo cotidiano. Por eso no se trata de una película de fantasmas, sino de un mundo que se ha vuelto espectral, un mundo en el que la anomalía es Inés, su protagonista, quien casualmente no logra recuperar su voz, quien no logra ingresar al terreno cotidiano en el que el carnaval de almas ha comenzado a desplegarse.

Como si se tratara de Soy Leyenda, la extraordinaria novela de Richard Matheson, el anatema tiene cara de mujer desencajada. Por eso toda la película está plagada de espejos, de desdoblamientos poderosos que también son convocados desde el sonido, procedimiento que merece un tiempo aparte (y una nota aparte). Ese armado sonoro sofisticado, complejo, como el cine argentino no mostraba desde Lucrecia Martel (al menos en la experiencia contemporánea) funciona como una soga que conecta los mundos: el más allá o el más acá, que quizás son la misma cosa. Bueno, en ese recorrido de reconocimiento el trabajo sonoro (con las voces, con los ruidos, pero también con la música) está la clave de la comprensión del camino de liberación de la protagonista.

Todo lo que vemos y escuchamos en El prófugo es pasible de ser malinterpretado. Todo lo que vemos y escuchamos es producto del artificio (comenzamos con uno en su plenitud, terminamos en otro, con una libertad y una sensación de felicidad infrecuentes para el cine argentino y su solemne acercamiento a los géneros), por eso la película también asume su componente depalmiano, que redobla la lectura en un último nivel de materialidad: una película sobre el incansable acto de narrar y hacer creer a quien nos mira que el mundo representado es posible. El prófugo triunfa porque ese mundo existe y no existe. Pero hace todo lo posible porque vivamos en esa indeterminación. Hacía tiempo que no salía del cine tan entusiasmado luego de ver una película argentina, pero que a su vez no puede ser más universal. Hay un cine argentino que no se parece a nada. Vayamos por ahí.

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