Érase una vez un genio

Por Federico Karstulovich

Three Thousand Years of Longing
Australia, 2022, 108′
Dirigida por George Miller
Con Idris Elba, Tilda Swinton, David Collins, Alyla Browne, Hayley Gia Hughes, Angie Tricker, Sarah Houbolt, Kaan Guldur, Jason Jago, Aska Karem, Aiden Mckenzie, Berk Ozturk, Jack Braddy, Randolph Fields, Anna Adams, John Puckeridge-Webb, James Dobbins Jones, Hugo Vella, Callum Moran, Tendai Dzwairo, Tahlia Crinis, David Paulsen, Nicolas Mouawad, Shakriya Tarinyawat

El canon postergado

“George Miller es un puto genio” (nos desacostumbramos a la expresión por mera corrección política?), pero este no es el caso en el que corroboramos la frase, acaso porque estemos ante uno de los casos más flagrantes de publicidad engañosa (ese trailer, prometedor de aventuras, viajes en el tiempo, velocidad y más no se condice con la estructura!), con una película que nos aleja de todo lo que el cine de Miller supo ofrecernos con suculencia: movimiento, ritmo frenético, sensaciones cinéticas en el cuerpo -por lo tanto cuerpo en movimiento- y, por lo general, pocas palabras. Qué pachó?

Vamos de vuelta: Miller volvió pero no volvió un pomo. Volvió por medio de espasmos dosificados como metadona, como si nuestra demanda de imágenes-torbellino fuera una adicción y el pobre hombre estuviera atado de pies y manos, como un enfermero tramposo que mete falopa en el psiquiátrico (de la que no está permitida, no de la legitimada) para que nos contentemos pero al rato volvamos a pedir y necesitar en mayores niveles. Es decir, se comporta con nosotros como un perverso hijo de su reverberada progenitora.

Reiniciamos: intentamos no dormirnos cuando Miller nos encierra en largos diálogos y parrafadas en voz over que, contrario a hilvanar las escenas de los relatos sheherezadíacos que narra el genio el cuestión (el que no fue ningún genio es quien hizo el poster, una verdadera luminaria del mal gusto…pero tampoco estuvo particularmente lúcida la distribución, que con semejante monumento al kitsch gráfico pudo haber coronado la versión local con la barbaridad de El genio de Whatsapp, por favor vuelvan a ver el poster y evalúen la persistencia peneana de los planos iniciales de la película) nos deja de cama y preparados para cabecear varias veces en tiempo récord. Imposible, no puede ser Miller esto.

Y asi las cosas las historias hilvanadas débilmente son un escándalo de belleza audiovisual a la vez que manejan un nivel de guarangada new age que asombra y nos hace pensar que el director nos está tomando el pelo sostenidamente, jugando a hacer cine publicitario, jugando a ser Jean Pierre Jeunet sin Amelie pero con Tilda. Pero como no lo podemos comprobar seguimos viendo y nos dejamos llevar (si es que no nos perdimos mucho entre las dormidas) hasta que el asunto retoma cierta velocidad, curiosamente cuando se abandona la aventura pretérita y la película se entrega de pies y manos a una de las formas mas extremas del melodrama, que es el de los amores fantasmagóricos, imposibles: Borzage y Mankiewicz se encuentran en la esquina con la estética de pintura planetaria de la rambla marplatense. El resultado en incierto, pero compramos.

Érase una vez un genio no es una sola. Son tres películas distintas: una intimista y solitaria en el tercio inicial, otra intimista, dual y solemne, antinarrativa, en el segundo tercio…y una que se puede ver casi como un mediometraje de amor imposible, no exenta de cierta melancolía, en el cierre, que es propio del cuento de hadas que siempre debió haber sido.

Posiblemente Érase una vez un genio termine siendo la gran película maldita de Miller, esa que debamos volver a ver en 20 años para darnos cuenta que el tipo en realidad nos estuvo descansando (y no durmiendo) y nosotros no supimos ver, porque necesitábamos tiempo (como lo precisó buena parte de la cinefilia) para darnos cuenta que los genios existen, pero no se nos manifiestan cuando nosotros mas los necesitamos.

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