Fantasma vuelve al pueblo

Por Luciano Salgado

Argentina, 2021, 107′
Dirigida por Augusto González Polo
Con Alfonso Tort, Juan Román Diosque, Laura Josefina Kramer

La ciénaga

Cuando en 1999 se estrenó comercialmente Mundo Grua creo que varios pensamos lo mismo: esta película es y no es argentina. Es y no es actual. Cuando el hoy envejecido Nuevo Cine Argentino era nuevito, joven, y sus directores eran unos veinteañeros capaces de poner la cámara en los lugares indicados no porque supieran encuadrar sino porque sabían ver y escuchar lo que los rodeaba con una sabiduría propia de los realizadores más experimentados, no se nos ocurrió pensar que había, antes que un gesto estilítico un gesto sensible. Porque quizás ese NCA sea recordado fundamentalmente por eso, por su capacidad sensible de entender a los personajes inscriptos en su tiempo y espacio. Por eso supo ser uno de los grandes cines del presente de fin de siglo XX e inicios de siglo XXI. Hasta que, por motivos diversos, extravió esa sensibilidad que nunca volvió. Y los jóvenes se volvieron grandes, oscilando entre los 40 y tantos y los cincuenta y pico.

Fantasma vuelve al pueblo, amén de la literalidad poco poética de su título y opuesta a los nombres elípticos del NCA, parece una película de otra época. Parece una película de Trapero, de Rejtman, de Caetano, de Moscoso. Incluso hay algo del cine de Rebella-Stoll aquí (no hay que ir muy lejos para darse cuenta de esto con el protagonismo de Alfonso Tort y su rostro inexpugnable). Fantasma vuelve al pueblo parece una película hecha por un joven de los años 90, de finales el menemismo. De hecho el comentario no es ocioso ni casual: todo lo que vemos en ese retorno del protagonista con nombre espectral, que retorna a un pueblo pequeño en Misiones, nos regresa a los 90s, como si ese espacio se hubiera quedado detenido en el tiempo en el que le mismo personaje lo abandonó. CDs, locutorios, cervezas y juegos en la calle con una sugerente ausencia de celulares, casas paternas detenidas en un tiempo todavía más lejano, música que remite a éxitos avejentados (pero sin ningún guiño retro, aclaremos).

Pero la cuestión del tiempo y el anclaje no es solo un logro de la puesta en escena y del trabajo de arte. De tratarse de eso sería otra de las tantas expresiones en las que los profesionales hacen bien su trabajo. No, aquí es distinto. Lo que muestra la película es algo aún más denso pero construido con una inteligente liviandad, como si su capacidad de registrar un costumbrismo de pueblo con los personajes que se entrecruzan y se vuelven a reconocer luego de años de no verse fuese en realidad una perfecta excusa para exhibir un grito asordinado, que es el del retorno a una ciénaga de la cual es muy dificultoso salir. Ese recorrido depresivo de un personaje que es hijo de los vagabundeos de los jóvenes de los noventas mezclado con la depresión de los cuarenta-cincuentones de los 2020s es registrado por Augusto González Polo (con participación en el guión de un afilado Che Sandoval, otro especialista en la percpeción cotidiana y en el oído atento) con la misma capacidad brutal de los directores del NCA.

Porque en Fantasma vuelve al pueblo no hay encuadres delicados, ni puestas estilizadas, ni movimientos de cámara virtuosos, sino una capacidad perceptiva única, capaz de registrar en su radar a la melancolía que atraviesa las calles incluso en sus detalles más banales (una cerveza a medio tomar, unas luces titilantes, un mate frío, un pucho aplastado, una calle sucia: todo se vuelve material dramático). Esa capacidad suele pasarse por alto. O suele olvidarse a la crítica que se concentra en el estilo, en la agenda o en la mirada original. No hay nada de eso en esta película pequeña pero poderosa, capaz de recordarnos que con un par de personajes, una historia pequeña y un espacio capaz de ser explotado alguna vez el cine argentino supo contar y mirar a su presente con sensibilidad e ideas, más allá de los discursos de ocasión, no dialogan con su tiempo. Apenas si lo señalan.

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