Festival Han Cine 2020: Picnic al mediodía & El lector de rostros

Por Marcos Rodríguez

El amplio espectro

Por Marcos Rodriguez

Es curioso cómo en un país con una industria cinematográfica fuerte, hay un cierto conocimiento técnico que termina por permear hasta las capas más independientes de su cine. Picnic al mediodía es claramente una película indie. Es más, es una película indie en episodios, formato por demás maravilloso que ha caído completamente en desuso y que hoy no podría explicarse más que por determinadas reglas del juego (independiente) o por lisas y llanas limitaciones de presupuesto, que hacen que tres proyectos chiquitos puedan llegar por lo menos al largo y circular un poco más. Tres episodios que cuentan tres historias totalmente distintas y dirigidos (según entiendo) por tres personas diferentes. Ni siquiera la idea del “picnic” queda demasiado clara como hilo conductor: en los tres episodios hay personas que comen, pero no lo hacen siempre al aire libre y, por otro lado, hacen muchas otras cosas mucho más relevantes que eso. La arbitrariedad es el juego y se agradece, por otro lado.

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Las limitaciones de presupuesto se notan, desde ya: no porque las películas quieran contar más que lo que pueden contar (ese “saber hacer” industrial les impediría, sospecho, el ridículo de lo desprolijo), sino porque de entrada se presentan con reglas chicas: relatos familiares/íntimos/de amistad en espacios reducidos y en lapsos breves de tiempo. No pasan muchas cosas y pasan entre pocos personajes. Esa es la esencia de su espíritu independiente: no porque se opongan a la gran industria (tal vez solo están fuera de ella de forma involuntaria, quién sabe) sino porque trabajan con elementos chicos. Ese es precisamente su encanto: limitados en lo que pueden mostrar y cómo, terminan por mostrar simplemente lo que es, lo que está ahí, lo que tienen a mano: una Corea chiquita, cotidiana, de edificios iguales, de gestos al pasar. Una Corea (diríamos, por decirlo de una manera que no deja de ser falsa) más real que la que solemos encontrar en el cine grande que nos llega de aquel país. No por su espíritu “realista” sino simplemente en términos de producción: encontramos conflictos que casi no son conflictos y que muestran formas de relacionarse, y también encontramos espacios en principio nada interesantes (un lugar de camping organizado, edificios de monoblock), y por eso mismo tanto más reveladores.

Dicho esto, hay que decir que ese espíritu independiente adolece también de los vicios de los que parece adolecer todo cine independiente global, joven y urbano. Como que todos los jóvenes de clase media en este siglo XXI tenemos más o menos los mismos problemas, las mismas sensibilidades y perspectivas similares. Más allá de eso, hay un elemento que marca ese espíritu “independiente”, una especie de requisito de género (si consideramos como género la comedia indie): se trata de la idea de “autenticidad”, que en el lenguaje de este cine encuentra su garantía en la “autenticidad” de los sentimientos que retrata. Este cine se considera válido en la medida en la que nos conmueve con la inmediatez de su sensibilidad/sensorialidad relacionada con los vínculos interpersonales retratados. Los episodios funcionan en este sentido, con sus matices, entre bien y muy bien.

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Un detalle simpático para quien sigue a los coreanos es encontrar en el primer episodio al fascinante Kwon Hae-hyo, una cara madura, pura presencia, que sabe navegar entre grandes presupuestos (lo vimos, por ejemplo, en un papel secundario en Tren a Busán 2) pero posiblemente los cinéfilos lo reconozcan como uno de los actores fetiches de Hong Sang-soo. En Picnic al mediodía interpreta al padre de una familia en crisis, que sale a acampar y termina entre llamas y al borde de la disolución: comedia familiar, prejuicios sobre tatuajes, pequeños momentos destellantes y hasta momento divertido con ralenti, todo en el timing preciso de alguien que sabe lo que hace.

En el otro extremo del espectro industrial se encuentra El lector de rostros, de 2013, con el siempre enorme Song Kang-ho. Si algo caracteriza a este drama de época (como a todo buen drama de disfraces, espadas y sombreritos) es la suntuosidad: el presupuesto desborda en cada plano, casi podemos sentir en la punta de los dedos las sedas que flotan en cámara lenta a grupa de caballos preciosos. Había plata y había que mostrarla y había que mostrar, además, la dignidad del reino. Todo es enorme, hecho para que se vea enorme, no en los detalles (como haría el sabio Im Kwon-taek) sino en los planos generales preciosistas.

El lector de rostros no solo funciona como un buen drama de época, sino que funciona también en ese tono mixturado que es marca de los coreanos: hay épica, hay suntuosidad, hay valores de lealtad y valentía y abnegación y sufrimiento y drama y tragedia y sabiduría antigua, pero también hay muchísima comedia y durante una primera mitad larga es la comedia la que prevalece, sostenida por gags, por comedia física (ya sabíamos que Song es enorme para la comedia) y, sobre todo, por el dúo cómico que establecen Song Kang-ho (el lector de rostros del título, hombre de talento y, sobre todo, de visión) y Jo Jung-suk, que interpreta a su cuñado, tipo calentón, pedestre y cariñoso. Entre los dos se sacan chispas y le sacan chispas a la película durante el primer tramo (un tanto lento) en el que se va preparando la compleja trama que los lleva desde campesinos pobres e ignorantes a funcionarios que determinarán el destino del reino.

Al final, El lector de rostros termina por socavar las bases simples que parecían sostener el relato (los buenos contra los malos, los nobles contra los traidores) para erigirse en una reflexión sobre la naturaleza destructiva del poder.

Song Kang-ho, por supuesto, tiene espaldas para sostener todo ese relato y sus cambios de tono. Y lo sostiene, en realidad, con sus ojos.

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