Green Book: una amistad sin fronteras

Por Sergio Monsalve

Green Book: una amistad sin fronteras (Green book) 
EE.UU., 2018, 130′
Dirigida por Peter Farrelly
Con Viggo Mortensen,  Mahershala Ali,  Iqbal Theba,  Linda Cardellini,  Ricky Muse, David Kallaway,  Montrel Miller,  Harrison Stone,  Mike Young,  Jon Michael Davis, Don DiPetta,  Mike Hatton,  Dimiter D. Marinov,  Craig DiFrancia,  Gavin Lyle Foley, Randal Gonzalez,  Shane Partlow

La gentrificación del Ghetto

Por Sergio Monsalve


En el año de la fulana representación, Hollywood juega a reciclar estereotipos de la cultura afrodescendiente, como una forma de combatir el racismo de la era Trump. 

A un truco, tan de las clases poderosas de Norteamérica, el viejo zorro de Tom Wolfe le llamaba “nostalgia del ghetto”, a saber, una impostura de sentirse cercanos a las minorías étnicas-sexuales o de otra clase, cuando en realidad sea una gran concesión con el populismo de la corrección política. 

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Viendo Green Book nos asaltan innumerables dudas respecto de la meca, de las intenciones de la producción buenista, del predecible devenir de la infausta temporada de premios, donde los temas y las agendas arropan a las libertades creativas del cine. 

Irónicamente, la industria parece conspirar para purgar cualquier contenido heterodoxo y ajeno al consenso de los géneros reivindicativos, desde una hipócrita y dudosa moralidad.  

En la película más conservadora y menos escatológica de Peter Farrelly, el director esteriliza su obra, para filmar una potable historia de encuentro y desencuentro entre un chofer italioamericano y un sofisticado pianista negro, como si el argumento de Conduciendo a Miss Daisy sufriese un proceso de inversión de roles en el ánimo de complacer el gusto del último progresismo adocenado. 

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En propiedad, la película no es necesariamente mala o fallida; en todo caso se degusta con fruición en la pantalla gracias a las actuaciones y los oficios de los responsables de despachar el encargo. Pero no deja de ser eso: un encargo. Esto no debería ser malo. Al menos no a priori. La misma historia muestra que muchos encargos se han convertido en películas geniales.

Viggo Mortensen y Mahershala Ali cumplen la tarea de arrancarnos una sonrisa cuando deciden trastocar el rígido canon del libreto de la corrección política. Los dos reformulan el esquema binario del conflicto, al llevarlo por una senda de humor negro y relajo corporal en las antípodas de una solemnidad contra-natura. 

El ángulo satisfactorio del largometraje se encuentra en la revisión de los disparates mafiosos de Woody Allen y Martin Scorsese, antiguos maestros de la rehabilitación de los sectores marginados y excluidos del libro verde del mainstream. 

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Siendo el cine un arte de pioneros condenados y al margen del sistema, no se logra comprender el empecinamiento por tildar de nuevos o diferentes los procedimientos de una generación de relevo, cuyas tramas coinciden con las del pasado de Frank Capra en adelante. Por ello, el final de Green Book vuelve a Qué bello es Vivir, certificando el sello de calidad de la Casa Amblin de Steven Spielberg, obvio referente humanista de la propuesta audiovisual. 

Con todo, la composición uniforme y tradicional de la puesta en escena despierta innumerables suspicacias y razonadas sospechas. La interfaz del rodaje se estanca en encuadres de sitcom anacrónico al ritmo de un montaje teatralizado de comedia parlante. Al mismo tiempo algunos gags funcionan por la fuerza de los histriones. Otras situaciones se rematan con la prisa de la parodia desprolija del autor, sin la potencia de antes. 

Cabe extrañar el espíritu de ruptura de Irene, yo y mi otro yo, porque la marca de autor no implicaba clausura. En aquella, Jim Carrey desafiaba los patrones de la normalidad (uno de los temas por excelencia de la obra de los Hermanos Farrelly), entregándose a uno de sus irreverentes ejercicios de dadaísmo. 

Peter Farrely, después del hundimiento de la incomprendida Los tres Chiflados, se cansó de pelear con la crítica de Rottentomatoes y compañía, adaptándose a las exigencias de la formalidad y el virtuosismo. Por ende, si Green Book es su pieza de aburguesamiento, para ganar el Oscar, el estirado músico de su obra (Don Sherley) encarna el arquetipo de la gentrificación del personaje negro en Hollywood. 

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De ahí viene Sidney Poitier, Barack Obama y toda la narrativa de “La Cabaña del tío Tom”, desacralizada por Tarantino en Django Sin cadenas. Spike Lee va un por un camino similar de sedición en El infiltrado del KKKlan. Por eso los Globos consagran al manual de autoayuda de la integración del jazzista refinado. Igual la academia honró el filtro hípster de Moonglight. Del mismo modo, nominan el rancio tono aristocrático de Black Panther, la fantasía Disney de un jefe de estado de Sudáfrica.  

En resumen, todavía les cuesta aceptar y visibilizar al pueblo llano con sus defectos. La demagogia del kitsch purifica y blanquea la verdadera alteridad de la oscuridad, independientemente del color de la piel. 

Allí está el peligro de la censura y del código parental que nos agobia, que nos pretende infantilizar con una retahíla de cuentos de redención.   

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