Había una vez… en Hollywood

Por Federico Karstulovich

Once Upon a Time… in Hollywood
EE.UU., 2019, 165′
Dirigida por Quentin Tarantino.
Con Leonardo DiCaprio, Brad Pitt, Margott Robbie, Al Pacino, Emile Hirsch, Margaret Qualley, Timothy Olyphant, Julia Butters, Austin Butler, Dakota Fanning, Bruce Dern, Mike Moh, Luke Perry, Damon Herriman, Damian Lewis y Lena Dunham.

Innisfree

Luego de una vida -LITERALMENTE- en el cine, John Ford y Howard Hawks llegaron a la última etapa de sus carreras sin deberle nada a nadie. Con una experiencia gigantesca sobre los hombros y con libertades que, en otra etapa de sus obras, jamás se habrían permitido. En particular, los 50s y los 60s en ambas filmografías fueron despedidas felices de un mundo que estaba transformándose (mundo que ellos no parecían terminar de comprender del todo. Ford dirige su última película en 1967 (Tres mujeres) y Hawks en 1970 (Rio Lobo). Cada una de estas películas es excepcional y libre. Pero apenas algunos años antes ambos directores concibieron films todavía más liberadores, anárquicos, disfrutables, carentes de ejes definidos en eso que conocemos como “conflicto central”. Cuando Howard Hawks dirige esa obra maestra que es Hatari! (1962), nos propone una narración flotante que va hacia donde quiere. Sostenida en pequeñas viñetas, descripciones de la vida diaria de un grupo de cazadores. Como complemento, un año después, Ford dirige una de sus películas más libres y desprejuiciadas. Me refiero a La taberna del irlandés (1963) que tiene escenas como esta .

Once Upon A Time… In Hollywood

Lo que resulta curioso de ambas películas es que son, en efecto, momentos en los que los directores pueden reconocerse pero al mismo tiempo se liberan del peso de su propia obra. Son películas consideradas menores pero que a su vez suponen un respiro necesario. Respiro de qué? De la trascendencia. Pero como dije antes, esa trascendencia ya había sido dejada de lado hace rato. Al menos con buena parte de las películas de los 50s de ambos directores. La vejez proporciona eso a veces, también: despedidas, si, pero al mismo tiempo desplazamientos respecto del propio ego.

Ford y Hawks (como tantos otros antes y después) sabían que se despedían. Y que con ellos se iba una etapa. El simple hecho de no haber entrado en los 70s (técnicamente Rio Lobo pertenece a los 60s) también es indicativo. Esa era la década de la generación de recambio real. Los 70s suponen la década de una nueva camada de directores formados en el cine, con el cine, pero también formados académicamente. Los Scorsese, Coppola, Bogdanovich, De Palma, Friedkin, Cimino y otros tantos más son hijos de la generación de los Ford y Hawks y no de la generación intermedia que se formó mayoritariamente en la TV como Lumet, Pakula, Mann, Penn. Lo que se llevan Ford y Hawks, al mismo tiempo, no es simplemente sabiduría, sino que se llevan el desmantelamiento de las formas más tradicionales del realismo. Pero lo desmantelan volviéndolo elástico, convirtiendo al propio cine en material capaz de rever sus propios pasos.

Bob

Eventualmente la generación de los jóvenes debutantes en los 70s también podrán tomarse en trabajo de relajarse con su propia obra. Incluso pensarla reflexivamente. Pero esto es distinto: es un remanso liberador. Una suerte de limbo. Son películas en las que los directores se reconocen a sí mismos pero en las que se desplazan de sí hacia lugares inciertos. Ahora bien, eso no implica necesariamente que esta clase de experimentos tenga que salir bien. Los casos a los que me referí son experimentos hermosos. Pero no todos los casos tienen los mismos resultados. Ahora bien: no es la salida desesperada y destructiva del Ray de We can’t go home again (1973) ni la visión autoindulgente del Welles de El otro lado del viento (1976-2018). Mientras en aquellos directores malditos el cine quemaba y se autodestruía al mejor estilo del Monte Hellman del final de Two Lane Blacktop (1971), en Ford y Hawks el cine se convertía en juego, en materialidad, en contingencia pura (que es uno de los antídotos contra la trascendencia, contra las figuras bigger than life). En esta dirección de ideas, las obras menores son esos perfectos remansos. Y en esos remansos la experiencia es lo que vale antes que la trascendencia o la importancia. Ahora bien, la experiencia puede ser fulgurante para un sujeto en particular pero soporífera para el resto.

Tarantino hizo Había una vez…en Hollywood para sí mismo. No es una película hacia afuera, sino que está plenamente metida hacia adentro. En algún punto es su película más impersonal pero personal a la vez. Es impersonal porque parece haber dejado de lado todas las expectativas creadas en torno a su figura como autor y a las continuidades procedentes de algunas películas anteriores (eso que nos gusta llamar marcas de estilo y obsesiones temáticas). Al mismo tiempo es personal, porque todas y cada una de las obsesiones minúsculas que reconocemos en ella son, quizás, caprichosos personales que no construyen ningún sistema cinéfilo pleno y narrativamente justificado, al menos no como en otras de sus películas. Es más libre su cine por hacer esto? Quizás. Pero en todo caso la libertad tiene cara de anarquía antes que nada.

Onceuponhollywood2019 19

Tarantino tiene entre 10 y 13 años menos que Ford y Hawks cuando filmaron las películas que mencioné al inicio de esta nota. Filmó una enormidad menos que ambos. De hecho, en rigor de verdad, la mitad de su cine funciona plenamente. Y otra mitad está sumida en la autoindulgencia y la gratuidad. Asi y todo, Había una vez…en Hollywood (yo me pregunto: tan complicado era ponerle el nombre correcto? Érase una vez en Hollywood, es una traducción adecuada, porque refiere a otros títulos cinéfilos, algo que la decisión del Había una vez…no cumple) resulta una película extrañamente testamentaria, como si al final del camino todas y cada una de las obsesiones y los sueños se hubieran cumplido para el director. Y lo que restara fuera solo un cúmulo de deseos pequeños, hundidos en el cráneo de un cerebro que ya había entregado todo lo que podía entregar. En este punto, estamos menos ante una película fallida y autoindulgente (Django sin cadenas lo es, Los 8 más odiados lo es) que ante una película humilde. Pero humilde en serio. No me refiero a la falsa humildad de los iluminados. Sino humilde en el sentido más religioso del término: humildad como acto de despojamiento. Humildad como ejercicio de vivir entre los despojos. Humildad, como ejercicio de pequeña sucesión de intensidades desconectadas que no construyan un sistema sino, apenas, una dispersión finita de telas de araña. Un mundo, en definitiva, que no puede deberle nada a nadie más que a si mismo. Porque el despojamiento es eso: parece un acto de salida de si, de entrega. Pero es un acto de arrojo sobre si mismo, una prueba de capacidades, un testeo experimental del lugar en el que quedamos parados. Y si me lo preguntan, creo que el mayor logro de esta película menor (y querible a la vez) es que se trata de un gran teatro de experimentaciones, si. Pero también un lugar en el que QT debe empezar a sentirse más cómodo.

4 Hour Once Upon A Time.in Hollywood

Si la historia de Rick Dalton (Leonardo Di Caprio) no funciona del todo es, en buena medida, porque también, detrás de esa historia de un has been hay también una evidencia reflexiva del propio lugar de Tarantino en el imaginario de la industria. En ese circuito narrativo pequeño e intermitente -que cabalga paralelo a las aventuras del personaje de Pitt a lo largo de 165 minutos- la película se vuelve obvia y derivativa de la peor forma posible. Y lo hace mal porque en ese segmento, en ese orden de cosas, no hay libertades, no hay materialidad y mundo sensorial (como si lo hay en la otra historia, que conecta como un latigazo con Death Proof). Lo que hay es una estrategia de postergación. Porque todo el tiempo estamos deseando volver a la otra película, la de los autos, la de un personaje duro y de pocas palabras (de estirpe Wayne-Eastwood, a quienes imita elocuentemente, como buenos exponentes de un mundo y un imaginario que ya no existe), a la de la ucronía de la venganza cinéfila contra los verdaderos peligros que están ahí afuera, cabalgando entre el buenísimo hippie y el cambio de época. En este contexto resulta inexplicable cómo esta película vio la luz sin ser acusada previamente de racista, belicista, machista, xenófoba y todos los epítetos tranquilizadores de la corrección política asfixiante que nos engloba.

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HUVEH es, entonces, un encuentro entre posibilidades. Que tiene tanto de prueba como de error. De coordenadas de acercamiento a una obra como de distancia reflexiva. Pero que, al final del túnel, expone una ternura infrecuente (sin ir más lejos el modo en el que describe la relación entre los dos protagonistas y el lugar relajado, feliz y luminoso que entrega a Sharon Tate, de la mano de Margot Robbie, entregada a la vida y no a la inminencia de la muerte contrasta con los modos del cine de Tarantino y aleja el cinismo del horizonte): dejar ir, soltar los fantasmas de lo que se fue, jugar con los propios juguetes, equivocarse mil veces. Recuperar el aire y el suelo con las caídas. Encontrar, en las circunvoluciones del caos, lugares para habitar, refugios en los que sentirse en casa. QT hizo su peor película. Es posible. Pero también la mejor, la más entrañable, más acogedora y más reconocedora de una necesidad: el cine es más grande que la vida. Pero también un lugar que merece ser habitado, una tierra imaginaria a la que volver y descansar. Un remanso. Innisfree, diría Ford.

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