Hasta el último hombre & La La Land

Por Hernán Schell

Hasta el último hombre (Hacksaw Ridge)
Estados Unidos, 2016, 139´
Dirigida por Mel Gibson
Con Andrew Garfield, Richard Pyros, Hugo Weaving, Teresa Palmer, Vince Vaughn, Rachel Griffiths

La La Land: Una historia de amor (La La Land)
Estados Unidos, 2016, 128´
Dirigida por Damien Chazelle
Con Ryan Gosling, Emma Stone, Amiee Conn, Terry Walters, J.K. Simmons.

Dos potencias se saludan (a veces)

Por Hernán Schell

No es muy común tener la oportunidad de ver, con días de diferencia, dos películas tan potentes y distintas como Hasta el último hombre y La la Land. Ahí donde una es violenta, la otra es amable, si una está ligada al bélico, la otra al musical. Y sin embargo hay algunas cosas que tienen en común. La más obvia  es que las dos son favoritas para las nominaciones al Oscar, -mera coincidencia que importa bastante poco-, pero también las dos hablan de los beneficios y desventajas de una vocación fuerte, giran en torno a personajes que inevitablemente se destacan de la mayoría, y fueron por diferentes razones y a mi entender malinterpretadas por ciertos críticos.

Empecemos por la de Gibson.

Se han dicho tantas cosas sobre Hasta el último hombre. Entre las más frecuentes, que es fascista, patriotera, que adolece de trazo grueso, que es bestial, que es grasa, que es una oda al fanatismo religioso y hasta que es la primera película de la era Trump. Algunos de estos argumentos fueron expuestos con mayor o menor inteligencia e incluso algunos de estos calificativos estaban vertidos en críticas que hablaban a favor de la película. Es decir, he leído más de un escrito que luego de llamar al último largometraje de Gibson un conjunto de grasadas y trazos gruesos se permitía, o bien equilibrar estos supuestos defectos con virtudes, o pensar estas supuestas características como una virtud, siendo que eran señal de un cine “auténtico”, o “visceral” que desafiaba el buen gusto y lo políticamente correcto para hacer algo dudosamente cuerdo pero honesto.

Voy a permitirme estar contra todos esos argumentos. Hasta el último hombre no es ni grasa ni patriotera, su trazo grueso es menos frecuente de lo que se le ha adjudicado y hasta en muchos niveles es más sutil de lo que puede pensarse en una mirada algo desatenta. Menos que menos es una película demente. La demencia es algo desordenado, incoherente, y Hasta el último hombre es dramáticamente muy estructurada, sabia a la hora de administrar el suspenso y capaz de manejar muchos tonos con solidez y hasta profundidad. Puede que Mel Gibson este loco o sea un cretino (no será interés de esté artículo ahondar en eso) pero decididamente su última película no lo es. Es más, Hasta el último hombre ni siquiera es esa carnicería sádica de la que tanto se habló en tantas críticas. Tengo la impresión incluso de que acostumbrados a asociar demasiado a Gibson con el sadismo (culpa de La Pasión de Cristo, su única película fallida) se exageró tanto la violencia de esta película que se vio truculencia donde en verdad no había.

Es verdad que hay muchas cosas impresionables en Hasta el último hombre,  pero es verdad también que las escenas más violentas y shockeantes se ven en planos rápidos que desaparecen con la velocidad de un pestañeo. Es más, la película ya adelanta que así serán sus momentos más violentos en la escena de la golpiza durante el entrenamiento: un momento seco, que resume prácticamente en un solo evento el maltrato recibido por el soldado. Antes incluso, Gibson había resumido el trauma infantil de su protagonista (el soldado Desmond Doss) en un golpe rápido y casi letal que Doss le da a su hermano con un ladrillo. A todo esto se le suma otra cuestión que prueba que la película está lejos de ser una oda omnipresente a la sangre de un realizador obsesionado con el sadismo y es que durante la primera hora de película la violencia gráfica está prácticamente ausente y la película se concentra mucho más en contar la historia de su protagonista, su familia, su relación con la religión y la historia de amor que entabla. Gibson sabe contar esto con sensibilidad e inteligencia, apelando a escenas breves y contundentes, que más de una vez deja la violencia familiar fuera de campo. Son pocas y contundentes las escenas que Gibson necesita para mostrar el carácter violento y torturado del padre así como su búsqueda de la redención; un solo comentario de unos vecinos del pueblo bastan para ver el concepto que se tiene de la familia de Doss; un paralelo entre la corrida que el personaje hacía cuando eran chicos y la que hace con la novia para mostrar un carácter aún no totalmente maduro y no exento de inocencia. También hay habilidad en mostrar ya al principio de la película no sólo el carácter altruista y la vocación médica del personaje, sino su falta de consciencia ante el peligro (ver la escena en la que casi es atropellado por un auto en dos ocasiones). En medio de eso hay un muy buen timing para la comedia (los gags con Vince Vaughn son notables) y también una creación de un ambiente que sí, nos va anticipando para esa violencia que está por venir. Justamente una cosa que tiene Hasta el último hombre es que va anticipando la brutalidad bélica como un relato de terror clásico, mediante ese recurso que alguna vez el ensayista Noel Carroll llamó el de la anticipación verbal. Así es como antes de las escenas de batalla expuestas en todo su horror podemos ver escenas con el padre de Doss hablando de lo traumática que es la guerra, o podemos ver a soldados tratando inútilmente de expresar en palabras la experiencia terrible que acabaron de vivir, o podemos escuchar a un militar diciéndole a Doss que irá a enfrentarse sin armas a ese “infierno terrenal” que es la guerra. Todo esto crea un situación de tensión previa que está además complementada por elementos visuales que la película va desperdigando durante el relato: desde la escena con la que abre Hasta el Último Hombre que nos da una pequeña pero terrible muestra de lo que veremos en el último tramo, pasando por las secuelas de guerra en los cuerpos de los soldados que vuelven de la batalla, llegando a esa sangre inquietante que se encuentra pegada en las redes. La creación de este suspenso es una de las claves también del interés que genera el relato y también es una forma de aprender de los errores de Rescatando al Soldado Ryan (Steven Spielberg, 1998), película que resulta de clara influencia en el relato de Gibson.

La película de Spielberg cometía justamente el error mayor de hacer que lo más fuerte esté al inicio, presentándonos un escenario potente y horroroso así como visualmente distinto. El problema es que después de los primeros minutos, Spielberg caía en el error de empezar a caer en los más rancios clishés de las películas de guerra, incluyendo el estereotipo del nazi y el enemigo que tras ser ayudado traiciona. Por momentos Hasta el último hombre pareciera que va para ese lugar. Escuchamos al principio, por ejemplo, como se refieren a los japoneses como seres diabólicos y sin respeto por su propia vida. Sin embargo, Gibson en la película muestra a los japoneses más como una fuerza a la que no se comprende –en buena parte porque la película asume el punto de vista de los soldados americanos- que como algo genuinamente diabólico. Es más, hay hasta un respeto hacia el final de la película hacia sus códigos de batallas y ceremonias y al fin y al cabo su espíritu temerario no termina siendo muy diferente de esos soldados americanos que en el fragor de la batalla se entregan sin ningún tipo de conciencia a la muerte (en un plano veloz de hecho, Gisbon nos muestra un soldado americano y japonés muriendo por un mismo explosivo y poniendo la misma cara furiosa). Por otro lado también, parte de la grandeza de Doss termina estando en que salva tanto americanos como japoneses, sin reconocer, ya en su camino de religiosidad radical y personal, diferencia humana entre uno y otro.

Por supuesto que esto termina diferenciándolo por completo a Doss del resto del pelotón (que en un chiste negro excelente nos señala que han matado a todos los japoneses que el protagonista salvó), y si la película se concentra tanto en este personaje es porque lo que hace Gibson es ir llegando al tema que realmente le interesa: que no es ni la violencia, ni la familia, ni la guerra, ni la patria, sino una búsqueda religiosa tan innegociable que termina revelándose en toda su grandeza pero también en todas sus paradojas.

Seré más claro. Una de las escenas claves de esta película se da cuando Doss le pregunta a su novia si en su terquedad de nunca tocar un arma no está mostrando ya el pecado del orgullo. Lo interesante de esta aseveración es que la película no niega en ningún momento que Doss sea en el fondo una persona que caiga en la soberbia. Es más, su afán por el aislamiento, el hecho de hacer esperar al pelotón diez minutos para que lo esperen a que termine de rezar, e incluso su expresión de orgullo cuando todos se ven en el deber de tomar un arma mientras él por convicción no lo hace, muestra todo lo contrario. El santo, como señaló alguna vez Luis Buñuel en la enorme Simón del Desierto (Luis Buñuel, 1965) es alguien que de tan austero y simple termina destacándose por sobre el resto de los mortales, y es imposible que no sea consciente de esa característica de alguien distinto y espiritualmente superior al resto. Pero hay otro aspecto importante, y es que el santo maneja otra moral a la nuestra, siente otros deberes y acciona de forma que no condicen con lo inmediatamente racional. Doss es alguien que termina viviendo orgullosamente su propio absurdo, y que termina conviviendo con sus paradojas de modo sólo entendible para él.

Como muchos santos, no es una persona obediente a un dogma que le establecen sino que hace su propio dogma (es interesante señalar que su negativa a agarrar un arma parece en la película menos un producto de su crianza, que su propia interpretación bíblica a partir de un hecho de su niñez), y su comportamiento es tan extraño que decide ser un pacifista extremo mientras se mueve en un espacio donde debe salvar a gente que tiene el deber de matar y donde personas tienen que matar gente alrededor de Doss para que este pueda seguir salvando vidas. La película no sólo se hace consciente de esta paradoja al menos en dos ocasiones. En una vemos a Doss agarrando un arma por primera vez en su vida pero para transformarla en una herramienta de traslado para teniente herido (1). Al mismo tiempo que hace esto, le dice al militar que dispare al enemigo para que puedan salvarse lo dos. Hacia el final de la batalla incluso el propio Doss, en un reflejo inevitable, terminará pateando una granada para salvar al resto de su pelotón aunque esto termine perjudicando a un enemigo que no quería matar. En medio de esto habrá otra contradicción más: la de un ejército deseoso de batallar que toma como inspiración máxima para su valentía a un Doss que se niega hacer el mínimo daño y que ha logrado increíblemente que un pelotón se adapte a él.

Desde este punto de vista, creo que esa es la clave por la cual el último plano de la película (esa “subida al cielo” del protagonista) no sea particularmente ridículo. Ese plano grosero del “ascenso al cielo” del personaje tiene algo de lógico si uno lo piensa. Por un lado, ante una película que habla de la religiosidad personal de un personaje, construirle su propio paraíso privado, hecho en base a una vivencia privada, no parece tan descabellado. Pero por otro lado también, ese plano religioso puede ser tomado como un gesto desesperado de un director con creencias para aferrarse a una esperanza en un mundo que describió como infinitamente violento y controlado por el absurdo. Aquella famosa frase de Schopenhauer que dice que la religión es como una luciérnaga, necesitada de oscuridad para dar luz, tiene su razón de ser. En contextos incomprensibles como una guerra horrorosa, aferrarse a un misterio paradójico pero esperanzador no parece un gesto despojado de sensatez.

La La Land pasa por otro lado muy distinto. Su verosímil está lejos de ser desesperante  y su tono oscila entre lo alegre y lo agridulce. A diferencia de la de Gibson además, los descalificativos que surgieron alrededor de ella fueron más amables. Por un lado la acusación de que era una película elitista, pedante y reaccionaria, fascinada con un pasado al que no se podía volver. Por el otro dramáticamente forzada en cuanto una de las decisiones más arriesgadas del guión, que termina derivando en un final obligado a ser melancólico.

Ya iré con estos temas. Pero quizás lo mejor sea empezar por el principio. La La Land es rara, más osada y compleja de lo que parece en su primera mirada y también emocionalmente más potente que cualquier musical hecho en las últimas décadas. Su apertura es espectacular pero al mismo tiempo extraña. El relato comienza homenajeando a los musicales de los 50 evocando el famoso Cinemascope. Posterior a ese título un plano secuencia de un virtuosismo asombroso registra en tiempo real una coreografía que transcurre en un embotellamiento de Los Ángeles. Lo que llama la atención de esa coreografía no es sólo el prodigio técnico y la imaginación visual del director, sino que también el virtuosismo del baile acá brilla por su ausencia. O sea, a diferencia de buena parte de los musicales de los 50 que se referencian en aquel letrero del cinemascope, en esa secuencia lo que “baila” es más la cámara que sus personajes. Posteriormente a eso veremos que un poco lo que hace La La Land es eso. Los bailes son en general, salvando por dos o tres piruetas que se ven por ahí, modestos y sencillos y lo que marca el ritmo es más bien el montaje y los movimientos de cámara. De hecho, ninguno de sus dos protagonistas son eximios en lo que se refiere al baile y la película no intenta desde ningún punto de vista disimular eso. Stone y Gosling se mueven con gracia, pero evidentemente con limitaciones mucho más grandes de las que tendría cualquier bailarín profesional.

No obstante esto, durante toda la primera hora La La Land da la sensación de una película hecha en otro tiempo. Sospecho que esto es así porque más allá de las notables diferencias que existen entre este largometraje y aquel género clásico, hay dos cosas que entiende Chazelle del musical de los 50 (o al menos  de sus mejores ejemplares). Una de ellas es que en los números musicales los sentimientos reales de los personajes no se expresen mediante las letras de las canciones sino mayormente por sus expresiones y sus formas de baile. La otra es que los números musicales sólo parecen gratuitos en apariencia y esconden sutilezas y significaciones dentro de la trama mucho más grandes de lo que aparentan.

Pongamos un ejemplo sencillo. La forma en la que Mia y Sebastian empiezan a enamorarse se da con una canción en la que los dos hablan de la noche y aseguran que no sienten nada el uno por el otro. No obstante, un baile posterior que empieza con él tirándole un poco de tierra a ella y después con los dos coordinando movimiento muestra un acercamiento claro. El próximo baile ya será en un planetario en donde las estrellas de la noche sirven como escenario para el primer baile juntos y el beso. Ya formada la pareja, en el que quizás sea su momento más alto de unión, vemos a los dos cantando una canción a dueto llamada City of Stars (Ciudad de las estrellas) en donde justamente, lo que da el ambiente amoroso no es tanto la letra sino los colores cálidos del escenario y la mirada entre los dos. Las alusiones a la noche en estos números musicales no parece además gratuita. Esta pareja protagónica parece estar cómoda en lugares oscuros y sentirse débil en lo diurno. Cuando empieza la película lo hace con un musical en medio del tráfico que se alegra del sol que sale todos los días, sin embargo ni Mia ni Sebastian están en esa coreografía y en vez de eso se los ve amargados en el embotellamiento (esto marca también otro tema y es que Mía y Sebastian son distintos a la gente en general, pero esto será abordado más adelante). Por otro lado, el momento laboralmente más humillante de Sebastian (cuando debe tocar el teclado para una banda de covers de dudoso gusto y se deja dar órdenes por un músico de poca categoría) se da a pleno día y también a pleno día es que Sebastian aceptará firmar el contrato con la banda que hace una fusión entre el jazz y el pop que detesta (contrariamente, será en un lugar oscuro cuando Sebastian firmará el contrato relacionado con el club de jazz que ahora regentea). También son de día los casting fallidos de Mia y en el último de ellos en el que por fin logra su cometido, se la ve cantando en un escenario que se va oscureciendo abruptamente, como si esa noche artificial le diera fuerza. Quizás por eso también Sebastian elija la ruptura definitiva de la pareja a pleno día, cerca del lugar donde ellos habían iniciado el romance.

Por otro lado en la película habrá una ironía con la cuestión de la noche y será la canción que Sebastian debe tocar para la banda de jazz pop. Dicha canción hablará de lo nocturno pero lo hará con una metáfora sexual bastante grosera que habla de traer fuego a la noche. Esa letra será una versión degradada de las mucho más cálida “ciudad de estrellas” de la que habla Sebastian en su canción para seducir amorosamente a Mia. Esa elección de la canción no parece casual, después de todo lo que hará Sebastian para esa banda será degradar su talento de interpretación y por ende el propio oficio que tanto ama. Otra escena que parece una versión degradada de otra cosa es la cena romántica que el protagonista intenta tener con Mia. Allí el hombre ubica su mesa en el mismo lugar (y hasta con la misma luz verde de fondo) en el que los dos habían cantado City of Stars. Sin embargo ahora la música no sale de ellos sino que es una melodía grabada, puesta allí de manera forzada para intentar justamente forzar una unión que está en plena crisis.

Esta cuestión última cuestión también señala otra de las características importantes de La La Land, y es que –salvo una excepción que es el número musical final- la narración se entrega a lo musical sólo cuando sus personajes se encuentran con alegría y la esperanza de cumplir su sueño. O sea. Mia y Sebastian sólo pueden ponerse a cantar y bailar como lo haría un Fred Astaire y Ginger Rogers cuando sus estados de ánimo sean aún esperanzados e inocentes, y cuando la idea de alcanzar su sueño sea todavía palpable para ellos. Este momento carente del elemento musical hace justamente que durante todo un tramo La La Land se vuelva intencionalmente menos acelerada y más melancólica.

La idea de la película es lógica: filmada en pleno siglo XXI, cuando el musical clásico se ha identificado tanto con el género de los sueños; La La Land da cuenta que sólo puede referirse a este tipo de películas cuando el clima de alegría y esperanza de sus protagonistas lo amerite. Por eso en el último tramo de la película lo musical sólo volverá dos veces: en el momento de una audición definitiva en el cual Mia se da cuenta que su sueño de convertir actriz se está concretando, y hacia el final,  en una fantasía momentánea que se construye Mia para volver a una inocencia que ya perdió.

Pero también sucede otra cosa en esa decisión de sacar lo musical abruptamente y es qu la película de Chazelle parece posicionarse en contra del propio personaje de Sebastian y de paso anular la propia acusación de la película de conservadora. Seré más claro. Una de las confusiones más fuertes que ha suscitado el film está en la creencia de que es una película conservadora sólo porque su protagonista se la pasa añorando una música ya muerta (o al menos muerta como música popular) y grandes héroes del jazz de los 50. Sin embargo, no siempre hay que tomar lo que un personaje dice como lo que la película está expresando. Sebastian podrá ser una persona nostálgica y renegada de cualquier innovación, pero la película está años luz de pensar esto.

Esto no significa, de todos modos, que haya una mirada despiadada sobre Sebastian por pensar cómo piensa. Es más, existe una idea también de construir un personaje respetable que termina siendo consecuente con su idea y capaz de darse cuenta las consecuencias de sus acciones.

Esto último se da en la ya mencionada charla de ruptura que tendrá con Mia. Allí Sebastian le dirá que seguir juntos y dedicarse 100 por ciento a las vocaciones no es compatible, y que ante esto lo único que quedará es la separación. Esta decisión recuerda a la que tuviera el protagonista de Whiplash (Damien Chazelle, 2014), segundo largometraje del director, cuando decide dejar a la chica con la que estaba saliendo para poder dedicarse plenamente a sus estudios de batería. Supongo que en Whiplash esta idea era más fácilmente aceptable. Su protagonista era un enfermo obsesivo y su mentor un psicópata. Sebastian y Mia no lo son, y a simple vista se podría creer en que hay algo de antojadizo en la decisión de apartarse, pero lo cierto es que una visión atenta de la película nos permite ver que esta idea de Sebastian tiene toda la lógica. Por un lado Mia y Sebastian son una pareja de personas enamoradas y como tales necesitan verse seguido. Esto choca inevitablemente con una vocación que hace que de poder dedicarse a ella en serio no puede ser a medias. Por otro lado la propia película había mostrado que lo que lo enamora a uno del otro es la intensidad con la que se relacionan con sus sueños, si esto empieza a mermar el respeto del uno por el otro empieza a caer de la misma forma.

Hay de hecho una escena clave en la película que nos hace que ver hasta que punto son importantes los sueños para estos protagonistas. Se trata del momento en que Mia acaba de terminar su obra de teatro. Allí el personaje tiene todos los motivos para estar angustiada: no fue a verla casi nadie, los pocos comentarios que escuchó sobre la obra fueron demoledores y encima de todo su novio faltó a la primera función. Cuando Sebastian llega desarmándose en disculpas Mia ni presta atención al tremendo descuido de su pareja y en lo único que puede pensar es que sus ambiciones están rotas.

En alguna medida lo que justamente tiene en común el segundo largometraje de Chazelle–una película de todos modos mucho más básica que La La Land– es justamente esta concepción de Chazelle del artista como alguien que reside en un mundo de prioridades diferente al del resto. No necesariamente superiores (el baterista y el profesor de Whiplash son en el fondo bastante desagradables y Mía y Sebastian no se muestran como personas que estén sobre el nivel de nadie) pero si distintos.

Planteadas las sensibilidades y sus objetivos, hacia el final de la película lo de Mia y Sebastian no termina siendo otra cosa que una imposibilidad. (2) Lo que queda para Mia es el refugio de una fantasía que vuelve como una de las secuencias más espectaculares de los últimos años. Allí ella imagina su propio universo paralelo en donde puede tenerlo todo y en donde la felicidad es plena. Que venga en la forma de un musical más evocativo del cine musical clásico que nunca no es casual. Ningún otro género como ese nos mostró historias de una felicidad tan plena en la que todo era posible, pero en ningún otro también se nos dijo que esa felicidad era sólo posible en el universo del artificio más absoluto. Si en algún punto el final de La La Land tiene esa emotividad ambigua, es porque es imposible saber hasta cierto punto que uno se emociona por lo que está viendo en el sueño de Mía o por ese sueño que refleja lo que no pudo ser. Hollywood, la vieja y querida maquinaria, supo muchas veces jugar a ese juego de finales felices dudosos o lágrimas extrañas y no del todo entendibles. También jugó a abandonar géneros y reciclarse, a disfrazar lo que era feliz de triste y viceversa. A esos juegos también sabe jugar Chazelle en esta película, que sabe que no hay un tipo de cine, no importa lo excelso que sea, que el tiempo no lo haya mutado al punto tal que ya no se puede ver del mismo modo. Lo que nos quedó es su evocación y su herencia, y los que toman la posta serán los que entiendan como resignificarlos. En medio de esto están Mia y Sebastian, unidos por una vocación fuerte y por amor a artes muy distintos, aprendiendo también duramente que como dijera Rimbaud, todo acto de elección es un acto también de resignación y que por ende toda libertad es un infortunio. Y estamos nosotros como público, viendo su historia agridulce y recordando que existen películas capaces de concentrar en dos horas cantidades infinitas y generosas de emoción y cine, y haciéndonos pensar que a veces ni puede distinguirse la diferencia entre una cosa y otra.

 

(1)   dicho sea de paso, esta es una de las formas de la película de mostrar la inteligencia práctica de Doss, cosa que Hasta el último hombre exhibe en varios momentos con una sutileza ejemplar y en medio de acciones dramáticamente pertinentes.

 

(2)  Sospecho que ya hay un adelanto de esto en una de las escenas más hermosas de la película. Se trata del momento en el cual Mia se encuentra con Sebastian para ver Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955).Allí la vemos a ella llegando a la sala y poniéndose delante de la  pantalla de cine mientras el proyector alumbra su figura. Sebastian en tanto, la ve desde su butaca. Hay algo de profético ahí: Mia pertenece al otro lado de los asientos mientras Sebastian estará inevitablemente del lado de los espectadores.

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