High Life

Por Sebastián Rosal

High Life 
Francia, 2018, 110′ 
Dirigida por Claire Denis
Con Robert Pattinson,  Juliette Binoche,  Mia Goth,  André Benjamin,  Lars Eidinger, Agata Buzek,  Claire Tran,  Ewan Mitchell,  Gloria Obianyo,  Victor Banerjee

Tabú

Por Sebastián Rosal

Ya sea en una plantación cafetera en lo profundo del África negra, en un cuerpo de soldados de la Legión Extranjera, en los devaneos de una pareja furtiva en París o en la búsqueda amorosa que emprende una hermosa mujer en sus cincuenta, es siempre el deseo el motor que impulsa las acciones de los personajes de Claire Denis, encarnadas en unos personajes perpetuamente excéntricos, generadores de una estupefacción cuya medida se expresa en la fricción que establecen con aquello que a falta de mejor nombre llamamos el mundo convencional. Pero si la satisfacción de ese deseo, en alguna de sus infinitas formas (la consumación del amor, el intento por sostener un pasado y un futuro, el acceso al poder, “la conquista de lo inútil”, usando una frase con reminiscencias herzogianas, director con quien Denis comparte una parte de su universo), se juega en algún sitio, ese espacio es para la directora francesa el cuerpo, masa granítica siempre en tensión con el mundo, sostén de un equilibrio que encuentra en la lucha y en la superación de las dificultades su razón de ser, porque en el cine de Denis, como en el del alemán, todo es farragoso, tectónico, fibroso, todo convoca al esfuerzo, a una contienda de energías perpetuamente latentes que terminan explotando por circunstancias precisas, aquí y allá, con consecuencias imprevisibles y a menudo devastadoras. High Life transcurre en una nave que atraviesa la inmensidad del cosmos, en el último rincón conocido de la galaxia, lindante al más cercano de los agujeros negros. Ese aspecto expresa de manera obvia un territorio ficcional fronterizo, pero sus resonancias parecen hacer llegar al límite, también, sus habituales obsesiones e intereses.

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La pregunta que atraviesa toda la película podría formularse así: ¿qué ocurre cuando el deseo no encuentra dónde canalizarse? Hay, en principio, una barrera espacial que supone un primer contratiempo, un hábitat incómodo encarnado en esa nave de pasillos fríos, toda inhóspita en sus superficies metálicas, repleta de artefactos que remiten a cierta tecnología vintage de la ciencia ficción (género al que la película abraza aunque sin perder sus credenciales modernas). El contrapunto es la lejana Tierra, como un recuerdo anhelado a partir de las imágenes que desde allí llegan: escenas de cine clásico, algún partido de rugby; hay, también, una presencia que remite al tacto como sentido esencial y sensual, materializado en el jardín de invierno con sus plantas y sus frutos, su humedad artificial: la añoranza de un mundo que supo ser el propio. Cuando en la escena inicial Monte (un sorprendente Robert Pattinson), el astronauta que sobrevive junto a su hija bebé, escucha desde afuera el llanto de esta, mientras arregla en pleno espacio algún desperfecto de la máquina, podemos suponer que nada será fácil de allí en más. 

High Life

Desplegada en el tiempo, la narración va y viene en tres momentos: Monte y Willow, su hija, cuando bebé; años después, convertida en adolescente, y largos flashbacks en el que se muestra a la tripulación completa, una casta maldita de descastados, malvivientes, condenados a muerte, la escoria de la Tierra lanzada bajo engaño al infinito y más allá, conejillos de indias de un viaje impostadamente experimental que solo podía salir mal, sometidos a una rutina que tiene mucho de incomprensible. Hombres y mujeres que parecen sucumbir, bajo los efectos de sedantes perpetuos, al hechizo de la Dra. Dibbs, una Juliette Binoche más sensual que nunca, si eso fuera posible. El sexo, oscuro objeto del deseo por excelencia, ocupa un rol central a través de coitos imposibles y de una bizarra máquina de autosatisfacción, con la reproducción, en esas condiciones, como una meta convertida por parte de la doctora en obsesión casi imposible. “Always alone, alone and blue” cantaba Johnny Cash y canta aquí una de las tripulantes. El amor en fuga espacial; el encuentro entre los cuerpos, vedado. La idea, llevada al extremo, aparece al comienzo de la película: Monte le habla a su hija aun bebé y le prohíbe beber su propio pis y comer su propia caca, bajo ninguna circunstancia (el cine de Claire Denis es un cine de cuerpos que emiten fluidos: sangre, orina, excrementos, semen, sudor). Menciona la palabra “tabú”, la imposibilidad de ir contra las “leyes de la naturaleza”. Cuando en el final del viaje Willow, ya adolescente, sea el vehículo de algunos gestos y miradas, de alguna palabra suelta que sugieran vagamente la idea del incesto con su padre, esa frase adquiere un nuevo significado. Si la nave avanza para explorar una frontera geográfica, Denis no se priva de cartografiar sutilmente los confines de una idea.

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Sin embargo y paradójicamente, más allá del ambiente opresivo, asfixiante, del ritmo moroso y de la música disonante (ecos orquestales de Yves vía Tinderstick, sus habituales socios musicales), de la repetición de actividades cotidianas que parecen solo, en primera instancia, anodinas, la mirada de la francesa deja un pequeño espacio para la esperanza. Algunos comportamientos solidarios de la tripulación, los momentos de intimidad y de juegos de Monte con su hija de pequeña, la presencia casi angelical de esta cuando es ya una adolescente hablan de una humanidad que resiste, inconmovible, de un núcleo duro que se despliega aún en los confines más recónditos del espacio y que es capaz de encontrar momentos de una extraña, antigua belleza: la de unos cuerpos inertes pero aun así humanos, flotando ligeros e ingrávidos en esa salvaje y negra lejanía.

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