Implosión

Por Federico Karstulovich

Argentina, 2020, 80′
Dirigida por Javier Van De Couter
Con Rodrigo Torres, Pablo Saldías, Julieta Zapiola

La intemperie después del huracán

En el heterogéneo sistema que constituye Implosión coexisten una diversidad de variables que nunca dejan en evidencia las marcas, las costuras. Ese encuentro frankensteiniano entre una historia real, una narrativa que fabula las consecuencias de esa historia, a la vez la presencia de los partícipes reales entremezclados con actores profesionales y todo eso girando en una centrifugadora de intensidades corporales (una de las marcas más evidentes del cine de Anahí Berneri, quien oficia aquí de coguionista, de productora, pero también deja presente alguna marca más en las decisiones narrativas que toma Van Der Couter), es, en definitiva, una bienvenida irrupción en un cine nacional que ha sabido generar grandes narrativas con los hechos reales (se me viene a la cabeza Whisky Romeo Zulu, pero también puedo pensar en Las calles o incluso en Juan, como si nada hubiera sucedido).

Pero en la película de Van der Couter hay algo más que un gesto provocativo, que es lo que primero podría llamarnos la atención al ver la convocatoria de dos no actores que sufrieron una tragedia como la de la masacre de Carmen de Patagones (para los lectores no argentinos: fue una masacre sucedida en 2004 en donde un adolescente asesinó e hirió de diversos disparos a sus compañeros de la escuela secundaria en una localidad del sur de la provincia de Buenos Aires). Lo que prevalece es un encuentro de intensidades varias que produce un resultado oscilante, por momentos cargado de potencia contenida . Ese encuentro convierte a el experimento que vemos en un verdadero sismógrafo emocional en vivo, porque nos permite atravesar recorridos que difícilmente podrían llevarse adelante netamente desde el aparato de la ficción como desde el aparato de captura documental. Y asi las cosas, sin que importen mucho los límites, están ambas formas, bailando desesperadamente como cuando quedan pocos integrantes en una fiesta y dos, tres o algunas pocas personas más entrelazan las manos y comienzan a girar sobre si para ganar en velocidad. Frente a ese fenómeno (que cuando mira el huracán desde dentro capta la dinámica del movimiento pero cuando lo hace desde fuera observa con piedad la inminencia del accidente y del choque que está por sobrevenir) nosotros, impávidos, observamos el desplazamiento de registros, que excepto en momento puntuales (como ciando se fuerza una confesión que ponga en primer plano lo que siempre había sido más bien lateral, la tragedia), fluye con una naturalidad admirable, quizás porque confía en el poder de las imágenes más que en las palabras.

El recorrido más incomodante, la inquietud más honda que nos genera Implosión, entonces, no está en el reconocimiento verbal de la tragedia ni en la escalada violenta de la venganza que la película fabula con las que fueron sus víctimas (incluso algunos de los que pasaron por la masacre han cuestionado fuertemente el estreno de la película, en especial la decisión de jugar con la duplicidad del documental y la ficción en los dos sobrevivientes que actúan de si mismos: Rodrigo Torres y Pablo Saldías), sino en todo aquello que no se dice, en aquello que se refugia en los pliegues de una mirada esquiva, de una reacción desmedida con un comentario trivial, en un juego de resistencia, en un karaoke, en un escarceo sexual. En cierta medida, el mayor logro de Implosión es la concreción de un habla silenciosa, que no es otra cosa que la emergencia de la tradición material de un cine contemporáneo que va desde Pialat a los Hermanos Dardenne, que pasa por Lucrecia Martel y llega hasta Anahí Berneri y Mariano González (director de Los Globos y El cuidado de los otros). Ese habla contenida, esa sustracción emocional, es la causante de que toda emergencia que salga de esa media se magnifique y que deje en evidencia las costuras que la contención no permitía ver. Por eso tampoco estamos ante una película perfecta. Mejor aún, entonces: en su imperfección sus imágenes avanzan hacia un vacío del que no hay retorno a la vista. La decisión del plano final, dejando ir a los personajes, rehabilitando una privacidad perdida, es también la afirmación de ese vacío: luego de la exposición de la vida personal en el estrado público, el repliegue y el pudor. Es lo que sucede luego del paso de un huracán: quedan los restos, los despojos, pero también la intimidad a la intemperie.

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