Jeanette, la infancia de Juana de Arco

Por Hernán Schell

Jeannette, la infancia de Juana de Arco (Jeannette, l’enfance de Jeanne d’Arc)
Francia, 2017, 105′
Dirigida por Bruno Dumont.
Con Lise Leplat Prudhomme, Jeanne Voisin, Lucile Gauthier, Victoria Lefebvre, Aline Charles, Elise Charles, Nicolas Leclaire, Gery De Poorter, Regine Delalin y Anaïs Rivière.

Rara, como encendida

Por Hernán Schell

“Se ha consumado” son las últimas palabras que pronuncia el Jesús de Scorsese en La Última tentación de Cristo, lo hace clavado en la cruz, mientras suena de fondo una música de Peter Gabriel que mezcla de manera muy intencional sonidos que remiten a lo atávico y lo religioso con sintetizadores y guitarras eléctricas. Ni bien se ve esta imagen, Scorsese hace algo desconcertante: funde hacia un fotograma de fílmico que se quema, como mostrando que todo esto que vimos es finalmente una ficción, una puesta en escena, pero sobre todo una versión personal y no definitiva de un Cristo que, como se sabe, ha tenido al menos cuatro versiones oficiales distintas, otras tantas decenas de apócrifas y una cantidad infinita de interpretaciones. Teniendo en cuenta esto, la confesión final de Scorsese en aquella obra maestra es que el director ha decidido armarse un Mesías propio, ese que quizás más le cierre a la hora de entender las inevitables y hasta necesarias paradojas de su dogma religioso. Puede que eso haya derivado en una herejía fílmica, según dijeron miembros de la propia Iglesia en su momento, pero es una herejía genuinamente desesperada y creyente, por parte de un director que supo tener de joven una vocación sacerdotal y ya como director ficcionalizar un Jesús propio, exaltarlo, y mezclar en un mismo espacio sonidos primitivos y modernos como convencido de la propia y misteriosa actualidad de un mito milenario.

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Curiosamente, La Infancia de Juana de Arco usa recursos similares: más de una vez, Dumont mezcla lo contemporáneo con lo antiguo y lo realiza en clave musical (como usar rap y heavy metal);  más de una vez también nos avisa -con su personaje principal mirando a la cámara mediante- que lo que estamos viendo es una ficción, una versión personal de Juana de Arco, y no un intento por reproducir un hecho real. Pero el tema es que Dumont, a diferencia de Scorsese, nunca quiso ser sacerdote, de hecho ni siquiera es creyente, y esa es quizás una de las razones por las que mientras La Última tentación de Cristo está imbuida en un misticismo pasional contagioso. La Infancia de Juana de Arco es una película fría, que no puede evitar mirar la historia con una distancia a la cual el propio director no puede acceder ni siquiera para mirarla con ironía o humor.

De hecho, uno de los méritos más extraños de esta película es el raro manejo que tiene a la hora de plantear momentos cómicos potenciales que la película se encarga de frustrar, como si esto no fuese claramente lo que le interesara. Pasa, por ejemplo, hacia el final, cuando uno de los personajes se cae de un caballo en medio de un momento clave como es la ida de Juana de Arco del pueblo. Dumont parece que va a jugar con esto haciendo un gag cómico básico, y sin embargo hay algo que se frustra claramente en esa escena: Dumont muestra al cuerpo caerse del caballo, pero no lo vemos caer al suelo; lo máximo que hacemos es escuchar un sonido y ver a esa persona reincorporarse de nuevo arriba del animal. Nada más, un mero hecho que se destaca no tanto por lo que provoca sino por aquello que no hace. En algún punto, este gag frustrado tiene un doble sentido. En un principio uno de desconcierto, de mostrarnos una película que al fin y al cabo nunca dispara para donde uno espera.

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Después de todo… ¿qué es La infancia de Juana de Arco sino una película muy consciente de estar contándonos algo que podría considerarse frustrante? Dumont toma un personaje histórico al que asociamos inmediatamente a la batalla, al ejército de Francia, al Proceso más conocido de la historia de la Edad Media, y una ejecución de una hoguera que fue mil veces representada. Dumont ignora todo esto, deteniéndose justo antes de que cualquiera de estas cosas empiecen. Es verdad, lo que hay acá es el famoso costado místico de Juana, incluyendo las apariciones de los Santos que le ordenan ser la mujer que guíe la milicia francesa contra los ingleses. Pero esas apariciones en la película son tan literales, tan carentes de misterio, que es difícil que uno pueda sentir la menor emoción por ellas. Incluso la decisión de Juana de Arco de seguir con los designios divinos y abandonar su pueblo para volverse militar -instante que podría derivar en algún momento algo conmovedor por el peso mítico que tiene- es resuelta por la película de una manera particularmente antiestética, con una sobreimpresión de Juana de Arco moviendo la cabeza arriba y abajo de manera brusca, en una imagen que recuerda tanto un momento bautismal como un concierto de heavy metal. Esto también nos conecta con otra cuestión de la película, que es la música. Se sabe que la música en una banda de sonido es un hecho clave para generar emotividad. En La Infancia de Juana de Arco puede cantarse todo el tiempo, pero el tema es que esto en vez de producir acercamiento produce un grado de extrañamiento infinito. La razón de esto es evidente: la música está, pero ninguna es armónica o bella: o un heavy metal precario o raps feos, todos mal bailados y cantados por actores que desafinan espantosamente y actúan peor. Pero hay otro dato clave en la cuestión de la música acá, y es su elemento religioso. Se sabe que lo musical está muy asociado a lo místico, y de hecho aquella frase que dice que quien reza cantando reza dos veces es de las más conocidas que esgrimió San Agustín. Que los personajes canten tiene que ver con una película en donde sus protagonistas están inmersos en un espíritu de lo divino, inmersión que también se ve en los planos con los que trabaja Dumont. Después de todo, casi toda esta película está filmada en exteriores, en paisajes bucólicos filmados como una postal que pareciera emanar algún tipo de paisaje divino. Y sin embargo esa divinidad sólo existe para personajes que manejan sus propios códigos y sus propios juegos, sus propias visiones y su propio sentido de la realidad. Por eso esa belleza es tan preciosista que nos expulsa, y esa música sólo pueda ser disfrutada por esos personajes y bailada con pasos que sólo ellos pueden comprender. Y acá es cuando uno entiende también el motivo por el cual, al menos en esta película, Dumont decide frenar el relato de su protagonista justo cuando Juana abandona el pueblo.

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Lo que vendrá después  de eso será, después de todo, la batalla, el proceso, la hoguera y la muerte, y ahí es cuando lo religioso puede mezclarse con la adrenalina de la supervivencia, con la humillación personal de ser catalogado de loco, con el dolor de la tortura y el horror del fuego. Basta con ver para esto El Proceso de Juana de Arco, el breve largometraje de Bresson que resulta una referencia ineludible a la hora de hablar del film de Dumont. Aquella película podrá tener siempre un registro distante, con las típicas no-actuaciones bressonianas y su edición desconcertante, pero cuando se llega al momento de la hoguera, no hay distancia posible que nos impida no conectar con el horror de una muerte espantosa. A Dumont, en cambio, sólo contar la parte del relato en la que su Juana está adentrada en un mundo medieval en el que prácticamente no había  diferencia entre el mundo práctico y el religioso, y en el que lo mítico y lo místico se colaban indefectiblemente en la cotidianeidad. Esa Juana de Arco (o quizás debiera decir ese aspecto legendario de Juana de Arco), en el fondo no tiene ya nada que ver con estos tiempos, y pertenece a una época por un lado clave para la formación de Occidente, pero por otro lado hoy inaccesible. Por eso también hay que volver al segundo sentido de frustrar el chiste: para encontrarle humor a algo hay que saber entenderlo, hay que meterse en ese mundo antes, y Dumont en La Infancia de Juana de Arco confiesa que no puede. Juana, la épica Juana, la torturada Juana, la loca, la santa, la guerrera y la líder, hace un buen tiempo que ha dejado de ser universal y atemporal; es, por el contrario, una historia curiosa, que ha trascendido las épocas pese a que hoy no se pueda mirar de otra manera que con una kilométrica distancia,  no exenta de interés, pero carente tanto de alivio como de melancolía.

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