Jurassic World: Dominio

Por Pedro Gomes Reis

Jurassic World: Dominion
EE.UU., 2022, 146′
Dirigida por Colin Trevorrow
Con Chris Pratt, Bryce Dallas Howard, Laura Dern, Sam Neill, Jeff Goldblum, Isabella Sermon, DeWanda Wise, Campbell Scott, Mamoudou Athie, BD Wong, Omar Sy, Dichen Lachman, Justice Smith, Daniella Pineda, Scott Haze, Kristoffer Polaha, Enzo Squillino Jr., Elva Trill, Freya Parker, Alexander Owen

Respiración artificial

La historia de la continuidad que quiso construirse gracias a ese puente entre generaciones llamado Jurassic World es menos la historia de una decepción que la de un fracaso anunciado. No porque la menospreciada Jurassic Park III hubiera cerrado un camino abierto en las dos primeras (qué va: es extraordinaria e injustamente subvalorada) que había que repavimentar y redimir, sino porque las dos entregas previas de Jurassic World, como presunto reboot-secuela de aquellas de los 90s (las JP, no las JW) nunca terminaron de nacer. Por eso deberíamos preguntarnos por las características de esta secuela de lo nonato y sobre el porqué de su milagrosa supervivencia.

Jurassic World: Dominio dispone una serie de fichas compuestas en una fábrica de rulemanes. Tan mecánica es que su funcionamiento es automático. Es decir: JW:D es una película signada por un automatismo alarmante: personajes sin ninguna clase de anclaje o carnadura -apenas esbozados con mucho coraje y esmero por actores capaces de cargar sobre sus hombros con cierta personalidad y carácter lo que la dramaturgia niega: vida-, una serie de decisiones formales desafortunadas, acaso funcionales al vaciamiento narrativo-emocional -como si el director fuera un discapacitado cinematográfico incapaz de construir algo parecido a cualquier emoción-, una relación estéril con un género noble como lo es el cine de aventuras, al que esteriliza, precisamente, porque recorre los tópicos y tácticas del mismo pero sin la menor conciencia, como si se tratara de un cuerpo ajeno al que se habita como si se tratara de un body-snatcher, un simulador vital.

Casi nada de lo que narra JR:D nos importa. Pero no somos los únicos: Trevorrow no monta planos determinados por cortes, sino que lisa y llanamente amputa partes, como si en el fondo diera lo mismo seccionar un segmento narrativo antes o después. Insisto con el montaje porque es, acaso, la herramienta más evidente, casi alevosa, de la incapacidad narrativa del director. Hay, entonces, un problema de tiempos, de duraciones en JR:D, como si expresamente los planos fueran vaciados desde dentro. Esas ausencias, esa suerte de eyaculación precoz de cortes solamente logra ser salvada por la pericia del director de segunda unidad, encargado de las set-pieces que componen las escenas de persecuciones, en donde la película recupera su aliento vital a cuentagotas, como si el alma le volviera al cuerpo y recordara que la aventura es, antes que nada, movimiento, acción kinética.

Sobreviviendo entre iluminaciones fugaces hechas a puro golpe de timón y materialidad aleatoria (porque viene y se va cada tanto), la capacidad de JR:D para conmovernos es una suerte de magia perdida, alguna vez conjurada por uno de los re-inventores del cine de aventuras (otro muerto en vida, un género casi inexistente hoy por hoy), allá por 1993, cuando mirar lo extraordinario era una experiencia de ingreso a lo imposible, gracia y obra del cine, ese medium entre los muertos y los vivos, que aquí no vino a cenar.

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