King Lear

Por Carla Leonardi

King Lear 
Reino Unido, 2018, 115′
Dirigida por Richard Eyre
Con Anthony Hopkins,  Emma Thompson,  Florence Pugh,  Emily Watson,  Jim Broadbent, Jim Carter,  Tobias Menzies,  John Macmillan,  Anthony Calf,  John Standing, Simon Manyonda,  Chukwudi Iwuji,  Karl Johnson,  Andrew Scott, Christopher Eccleston,  Eric Kofi-Abrefa,  Arinzé Kene,  Raphael Desprez, Peter Forbes,  Sam Redford,  Liam McKenna,  Paul Tinto

The king of pain

Por Carla Leonardi

Un clásico. Siempre es un desafío adaptar al cine o la televisión un texto literario. Más aún cuando se trata de una obra de teatro. Los códigos y el lenguaje de cada universo son tan diferentes, que la transposición ocupa un rol preponderante tanto para guionista como para director. El caso que nos ocupa, Rey Lear (King Lear) de William Shakespeare, es una de las tragedias más complejas del autor. A esto se suma el hecho de ser una obra con innumerables y diversas representaciones en el teatro y en el cine. Pero quizás las más destacadas fueron las versiones dirigidas por Akira Kurosawa (Ran, 1985) y por Jean Luc Godard (King Lear, 1987) por la originalidad con la cual adaptaron sus versiones. 

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La premisa en la cual parece apoyarse el director Richard Eyre para plantear su versión televisiva producida por la BBC y Amazon Studios, es aquella definición de clásico de Italo Calvino en su libro ¿Por qué leer los clásicos? (1991), donde refiere que “un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”. Esto justifica realizar una nueva versión, aportando una nueva lectura de ese texto tan rico en sus temas como en sus interpretaciones posibles. 

La versión de Eyre abre con planos generales de una Londres nocturna contemporánea, con sus rascacielos, su luminaria y sus puentes sobre el Támesis, para luego dar paso a un castillo a cuya puerta irá acercándose un moderno auto, mientras se despliega en sus puestos de vigilancia el ejército, con hombres que visten uniformes con diseño moderno. Primera diferencia (que la emparienta con Ricardo III, de Richard Loncraine, de 1996): Ni carruajes, ni caballos ni faroles. La elección es trasponer la obra al presente a la vez que conservar los diálogos originales, acotando algunos parlamentos y pasajes para darles mayor fluidez y adaptarlos al formato televisivo, aunque sin alterar lo esencial. Esta decisión si bien al comienzo puede resultar extraña para cualquier avezado en la obra de Shakespeare, no deja de ser interesante. El contraste entre el texto original y la puesta actualizada, habilita la lectura sobre el tiempo presente, obteniendo nuevos sentidos de la obra, pero que, siguiendo la hipótesis de Calvino, nunca termina de decir. 

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La tragedia del Rey Lear es bastante conocida, pero volvamos sobre ella como recordatorio: un rey anciano, que decide que ha llegado el momento de retirarse, entregar su patrimonio a sus hijas y quedar bajo su cuidado. Para ello, decidirá dividir su reino entre sus tres hijas, en función de cuánto sea el amor que le profesen. Las dos mayores se expresan con palabras lisonjeras y aduladoras y recibirán dos grandes porciones del reino, mientras que la menor, de pocas palabras pero la más sincera, será desheredada. Cuando las hermanas mayores tengan el poder del reino, poco a poco irán restringiendo el séquito del rey y llegarán a dejarlo sin techo, al decidir éste no obedecer sus órdenes. Para cuando se dé cuenta del error que ha cometido, ya será tarde pues la tragedia se habrá desatado. 

La particular adaptación del clásico.El rey Lear (Anthony Hopkins) es presentado aquí como un dictador, soberbio y grandilocuente, que nunca se ha interesado por nada más que el poder y los bienes, a costa de un pueblo que sufre en la miseria, expuesto al hambre y la intemperie climática (como dará cuenta el pasaje donde desterrado de su reino por sus hijas tome tardíamente conciencia de ello al cruzarse,  en medio de un fuerte temporal, con homeless que viven en sus precarias tiendas). Esta cuestión, con Lear reducido a padecer la realidad miserable del pueblo, busca abrir las resonancias con cualquier dictadura en el presente, donde a partir del descontento social, ciertos lideres se erigen en salvadores mesiánicos y en ese contrato de delegarle el pueblo la administración de los bienes, terminan traicionándolo, desconociéndolo y sumiéndolo en la pobreza.

El personaje resulta hecho a la medida de Anthony Hopkins, ya que el actor británico -no sólo conoce a la perfección pues lo ha interpretado en teatro en 1986- sino que además logra interpretarlo en esta ocasión con mayor verosimilitud, porque al haber alcanzado la misma edad que Lear (80 años), ha logrado captar sus motivaciones psicológicas más profundas vinculadas tanto al deterioro físico y mental de la vejez, como al miedo a la muerte y a la soledad. 

El plano secuencia de su primera aparición, caminando por los pasillos del castillo hasta la sala de reuniones donde se realizará la división del reino, es una clave narrativa: Lear y los suyos son uno. Luego, de a poco, el montaje los irá dispersando, como la división de la herencia a sus hijas, interpretadas por Emma Thompson como Gonerill (la hija mayor), Emily Watson como Regan (hija del medio), y Florence Pugh como la menor del clan, la joven Cordelia. 

Otra apropiación que propone el trabajo de adaptación de Eyre es la elección de que los reyes de Borgoña y Francia, que se disputan la dote de Cordelia, estén interpretados por dos actores de color. Aquí se vincula a quienes fueron los tradicionales enemigos de Bretaña, con lo otro, lo diferente, considerado como oscuro, rechazado y odiado (de hecho la expulsada y diferente Cordelia, sin más que su sinceridad, será la que finalmente sea tomada como esposa por el Rey de Francia). 

En esta misma línea, en paralelo a la Historia del rey Lear con suas hijas, se va tramando la historia del noble Gloucester con sus dos hijos. Aquí el legitimo Edgardo (Andrew Scott) es encarnado por un actor blanco, mientras que el bastardo Edmundo será interpretado por un actor de color mestizo (John Macmillan), con ciertos rasgos arábigos. De esta manera el director vuelve a contraponer el simbolismo de la pureza/bondad del blanco en relación a la maldad/oscuridad del negro, para caracterizar la construcción de ambos personajes. 

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En la lógica de las obras de Shakespeare, suele darse un funcionamiento armónico entre la esfera de la naturaleza, de la familia y la política. Sin ir más lejos, en el comienzo, se mencionarán los eclipses como desarreglo en el ámbito natural, que acarreará el caos familiar y consecuentemente el caos político sumiendo a Bretaña en guerra con Francia. En esta adaptación contemporánea esto también es trabajado de manera específica. Edgardo, por ejemplo, no es presentado con ropas de príncipe sino con atuendos modernos; y como alguien inteligente, apasionado por la física; que está enfrascado realizando cálculos de física vinculados al reciente eclipse, más que interesado en las minucias vinculadas a la política. De ahí que sea blanco fácil de los engaños de su hermano Edmundo. 

Edmundo conspirará contra su padre, acusando falsamente a su hermano de querer asesinarlo. Y lo traicionará cuando pida ayuda al rey de Francia para salvar a Lear, revelándoselo a Regan. Edmundo promete su amor a Gonerill y Regan, y lo entregará al mejor postor. Y todo lo hará por usurpar el poder y el patrimonio de su padre y de su hermano. Aquí en el personaje del bastardo, puede leerse a los relegados hijos de las que fueron colonias o aliados de estas potencias, que ahora traman su venganza. El personaje de Edgardo es quien mueve los hilos de la pieza, conspirando tras bambalinas, llevando y trayendo falsos chismes que obrarán la desgracia. Es interesante, entonces, que el recurso utilizado sea que Edmundo rompa la cuarta pared y se dirija al público anticipándole sus acciones, buscando su complicidad. De esa manera no solo se conserva el aspecto teatral del texto sino que también se interpela al espectador, se lo incomoda, instándolo a preguntarse si estaría dispuesto a empatizar y actuar como este personaje, que se aprovecha de la vejez de su padre para obtener anticipadamente sus bienes. El duelo final entre ambos hermanos, no precisará de armaduras ni espadas; sino que se dará en un cuadrilátero de kickboxing. 

Tanto Lear como Gloucester, son engañados por las palabras de sus hijos. Y resulta en este punto interesante, que el efecto de sus actos sea perder la razón en al caso de Lear debido a la decisión poco lúcida e irreflexiva, de dejarse guiar por las palabras bellas para la división del reino; y perder la vista en el caso de Gloucester, acentuado la ceguera que lo llevó a desconfiar de su hijo. Está muy bien lograda la escena del encuentro entre ambos personajes, sumidos en su caída y sus penurias. Lear loco arrastrando un carrito de supermercado y Gloucester, ciego y sentado en un banco junto a su lazarillo (que es su hijo Edgardo). Ambos están andrajosos, en medio de una Londres céntrica, reducidos a ser vagabundos, sin techo, como muchos otros que se encuentran en esas calles, mientras algunos transeúntes que pasan caminando se asustan con su aspecto. Es un gran momento para disfrutar la destreza actoral de Hopkins y Broadbent, que se corona con la profunda y amarga reflexión sobre el llanto de nuestra llegada al mundo debido al horror de llegar al teatro de locos que es la vida. 

Otro detalle interesante de la puesta de Eyre será que a la llegada del ejército de Francia con el objetivo de rescatar a Lear, quien dirija con su voz de mando las operaciones desde el campamento base, rodeada de modernos instrumentos de tecnología que lo localizarán mediante cámaras en la calle, será su hija Cordelia, vestida con uniforme militar. A tono con el avance de las demandas del feminismo, por la igualdad de los derechos de las mujeres, la joven ha abandonado sus vestidos de princesa y la pasividad de someterse al esposo, que hubiera sido esperable en una adaptación que respetara la temporalidad del texto teatral. 

Algunas conclusiones contemporáneas. Sería muy obvio pensar que la idea que quiere transmitir Shakespeare se concentre en tener cuidado con las bellas palabras de los hijos en la época de la vejez. En todo caso hay una conversión de esa idea: vivimos en una contemporaneidad en la que la vida líquida nos arrastra hacia el culto de lo nuevo, descartando rápidamente lo viejo al tildarlo de obsoleto. En esa dirección, recuperar el valor de la sabiduría y de la transmisión histórica que pueden realizar quienes nos preceden convierte a una idea conservadora en una lectura subversiva respecto a la época que nos toca vivir.

Pero la transmisión que las generaciones mayores pueden realizar, no se reduce a una mera transmisión de datos históricos, sino que es fundamentalmente la transmisión de un deseo. Pérmitanme un breve excursus: no hablamos del deseo de algo (en todo caso eso sería un anhelo), sino la metonimia de la falta en ser constitutiva del ser hablante. El deseo se declina como un deseo de deseo, es decir, como el soporte estructural que nos aloja como sujetos en las marcas del Otro y que nos introduce en una filiación. Sostener el deseo, implica conectarse con un vacío de nuestro ser. Por eso el monólogo central de la obra, con Lear a la intemperie arrojado a la nada y sin nada, se concentra en esta idea: no somos más que nada. La cercanía de la hora de la muerte, nos apremia a dejar caer los ropajes que recubren el vacío de nuestro ser con títulos, bienes o relaciones. Como bien decía el personaje de la película Lucky (John Carroll Lynch, 2017) en el ocaso de la vida, con su entusiasta lucidez: somos Ungatz (nada) y nos vamos solos de la escena de la vida. 

Con Rey Lear, Shakeapeare nos insta a avanzar en la zona de una ética que se sostenga en el insondable deseo que nos habita y para ello debemos renunciar a una ética de los bienes. Lear avanza en esta zona de manera irrisoria, porque si bien está dispuesto a renunciar a sus bienes, lo hace a medias porque no puede renunciar al amor. Es un anciano que cede a cambio de pedir amor. Y es ahí donde se extravía, no avanza hasta el final y transforma la cesión en una subasta al mejor postor. Empalagado por las bellas palabras de las dos arpías, desconoce a la que tendría que haber elegido. La palabra puede ser un bien que se pide, cuando esperamos que nos digan lo que queremos escuchar. Cordelia en principio es quien no tiene palabras para ofrecer, salvo su ética del deseo, ya que referirá amar a su padre ni más ni menos que en relación al deber de una hija por un padre, e incluso es quien está dispuesta a perder su dote, su amor y el de un esposo, al enunciar su verdad. 

En el invierno de la vida, más allá del amor y del servicio de los bienes; más allá de la belleza, se abre para cada sujeto la pregunta que orienta la ética del psicoanálisis: ¿actuaste en conformidad con el deseo que te habita?

King Lear de Richard Eyre, además de permitirnos disfrutar de la notable interpretación de Anthony Hopkins, es una interesante ocasión para introducirse en el fascinante universo de las tragedias de Shakespeare. O al menos para revisitarlas. En la apropiación/trasposición se conserva el espíritu textual del dramaturgo inglés, la tradición; pero por suerte, no se la toma de manera solemne, sino que se la desplaza plásticamente al formato de nuestros tiempos, brindándole dinamismo e incorporando nuevos signos, aptos para realizar nuevas lecturas ajustadas al presente. Una adaptación con la plasticidad de una contemporaneidad acorde.

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