La Ciambra

Por Sebastián Rosal

A Ciambra
Italia-Brasil-Francia-Suecia-Estados Unidos, 2017, 117′
Dirigida por Jonas Carpignano.
Con Pio Amato, Koudous Seihon, Damiano Amato, Iolanda Amato, Francesco Amato, Patrizia Amato, Rocco Amato y Susanna Amato.

La corrección

La prepotencia de la corrección política se muestra invasiva en diversos aspectos, en pocos más que en el uso del lenguaje, o al menos de ciertos términos. Con esto en mente, conviene empezar diciendo que A Ciambra es una película con y sobre gitanos. Hay una razón de peso, decisiva, en la película de Jonas Carpignano que habilita a utilizar esa palabra y que pide descartar el uso de la más a la moda romaní o cualquier otra con la que se pretenda diluir cándidamente con su sola invocación los prejuicios históricos contra todo un pueblo; dicha razón es que los gitanos se llaman a sí mismos de esa manera. Si una buena parte del espíritu de la película planta sus banderas allí, hay que decir que además el italiano se ocupa de que el modo en que se los muestra diste de ser idílico. Los Amato, la familia que es el núcleo y nervio excluyente de A Ciambra, contrabandea la luz que consume y se gana la vida gracias al engaño y al robo de autos, cables de cobre, valijas en los trenes o lo que se presente para la ocasión. La policía los visita seguido y los hombres pasan la mitad de su tiempo en la cárcel. La casa y las veredas en las que consumen todo el tiempo son un puro desorden, casi un caos, los niños empiezan a fumar apenas después de aprender a caminar, la familia (muy numerosa) habla a los gritos; todo es tan poco glamoroso como los arrabales en los que viven al borde del hacinamiento. Estamos en Gioia Tauro, la perdida localidad calabresa en la siempre relegada punta meridional de la bota italiana, en la que los matices no tienen lugar y donde todos se nombran, se reconocen y diferencian como los italianos, los gitanos y los africanos. Así, sin más, como signos de pertenencia y de discriminación mutuos al mismo tiempo, rótulos con los que pueden ejercer entre sí tanto la solidaridad como el delito. Uno de los méritos de A Ciambra es saber moverse en ese micromundo y hacerlo entre la idealización ingenua y los prejuicios, avanzar en su relato con la misma naturalidad con la que viven sus personajes, casi todos ellos actores no profesionales que en buena medida hacen de sí mismos.

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La de Carpignano es ante todo una película sobre el crecimiento, sobre cómo un adolescente se vuelve hombre y sobre la manera en la que la tradición opera, en ese proceso, con todo su peso. El joven en cuestión es Pío, el más pequeño de la familia, ansioso por aprender de parte de Cosimo, su hermano mayor, los secretos, las minucias y las delicias del delito. Reticente a introducirlo en esa vida, cuando Cosimo es enviado a prisión por enésima vez junto con el resto de los adultos varones de la casa, el adolescente ve la chance de convertirse en sostén de la familia durante su ausencia.

Si el delito parece ser la única salida a mano para Pío, la tradición parece poseer una cualidad no menos inexorable. Esa idea empieza a forjarse desde la secuencia inicial, en la que en plena naturaleza un caballo blanco cabalga, libre. Un hombre joven se acerca, lo acaricia lentamente, disfruta del contacto de su mano con el pelaje. Ese mismo hombre aparecerá en el plano siguiente, bebiendo agua de un río cristalino, mientras en el fondo el campamento de los de su raza se acomoda junto a las hogueras que permitirán el cobijo del calor en la noche. Ese comienzo, elusivo y misterioso, se aclara inmediatamente gracias a una elipsis de décadas. Aquel hombre joven es ahora el abuelo de la familia, la cabeza simbólica y espiritual del grupo. La parquedad de sus escasas apariciones no impide sin embargo que su rol sea central: “Siempre fuimos libres. Nunca le debimos nada a nadie (…) Somos nosotros contra el mundo” le dice a Pío en el único momento en el que la película los reúne, dialogando. Cuando el viejo muera poco después, un plano sin cortes en el interior de la casa familiar reúne a Pío camino del cuerpo, a una foto del abuelo en su juventud y al cadáver yaciente, rodeado de todos los familiares. La continuidad de la tradición está asegurada.

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El caballo blanco va a volver recurrentemente, como símbolo, en la segunda mitad de la película, una vez que las andanzas delictivas de Pío estén en plena marcha. Esas intromisiones equinas, que coquetean con la fantasía y el sueño, permiten que en cada aparición se quiebre el tono realista extremo, seco y urgente, de cámara en mano pegada a la nuca de sus personajes que era hasta allí la marca distintiva. Como si se pasara de unas formas que evocan de alguna manera a los Dardenne (Pio bien podría ser Rosetta, por su merodeo en los márgenes, por la desesperación) a otro en el que la marcación de la música, los giros y contragiros del guion huelen a esos productos tan a gusto de Sundance o de las competencias oficiales de muchos festivales europeos y de otros lados; como si sutilmente la película empezara a creer menos en el mundo real que en lo más remanido del artificio. Esa traición es la primera pero no la única, y el punto de quiebre, el momento en el que algo empieza a perderse. Con Cosimo encarcelado, su ausencia será reemplazada por Ayiva, el amigo de Burkina Faso que en cierta manera asume el rol de aquel. Carpignano se cuida bien de evitar los maniqueísmos, pero a partir de la presencia cada vez mayor del africano en su vida, en Pio empieza a librarse una lucha interna. Ayiva y el resto de sus compatriotas a los que el joven se acerca están lejos de ser santos, pero poseen una dignidad y una franqueza que abren las puertas de un mundo nuevo y posible. Es por eso que la decisión final del adolescente, su elección de cierre entre la familia y el amigo, puede permitirle ingresar como hombre de pleno derecho a su comunidad, pero también cierra el círculo de traiciones, y de manera doble: al propio Ayiva, y a la relación que la película construyó entre ellos. Podrá decirse que de alguna manera, esa opción final estaba anticipada. Si es así, lo estaba menos en la presencia cada vez más asidua de la tradición que en los arrebatos edulcorados de la forma. Ese es el callejón sin salida de la corrección política: como una sombra ominosa,  siempre parece encontrar un lugar para filtrarse.

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