La imagen perdida

Por Federico Karstulovich

L’image manquante
Camboya-Francia, 2013, 95′
Dirigida por Rithy Panh.

La pesadilla de la igualdad (los fantasmas con cuerpo)

La memoria es selectiva cuando se trata de la historia. Puede adoptar mecanismos elásticos para adaptar los hechos a la más estricta conveniencia con tal de no enfrentar cosas terribles, dolorosas o desagradables. Quizás este sea el punto que mas emparenta a la memoria con la corrección política, que también se especializa en el ejercicio de seleccionar lo que le place para que la historia le cierre a piacere. Desde ya que no se trata de una cualidad exclusivamente asimilable a esa moral política, pero acaso lo que esa corrección y esa selectividad oculten sea de sumo perjuicio para un conjunto mas que empleo de personas en un tiempo y espacio determinado, algo que demuestra que los discursos nunca son gratuitos. Sin ir más lejos, durante mucho tiempo los totalitarismos y las dictaduras de índole conservador lo hicieron. Lo curioso es que la corrección política del presente neopuritano que nos toca vivir, efectúa una versión farsesca de la memoria selectiva pero en pos de la defensa de unos valores que hoy por hoy se asumen contestatarios, es decir, cualquier valor que no replique los modos del neoliberalismo campante (en alguna ocasión habría que sentarse a discutir si la corrección política hace bien en llamar neoliberalismo a cualquier régimen político-económico que no cierre bajo los parámetros de lo que debe ser un post-capitalismo, pero ya volveremos sobre esto), pero jamás cuestiona formas del totalitarismo (ya sea pasado como presente), como si se trataran de excepciones tolerables a la regla.

En esa regla bombástica y amnésica, aplicada a las denominaciones, la historia vuelve a perder. Y en muchos casos se elige no llamar a las cosas y los hechos con su nombre histórico (sustituir “dictadura comunista” por “dictadura totalitaria” o por eufemismos que eviten la mención del comunismo como concepto potencialmente criticable) solo para no ser señalados por el ideologetismo que siempre clasifica y caracteriza en pos de una homogeneidad ideológica. “Seremos todos progresistas o serás facho” indica la consigna del presente. En ese sentido, y como antídoto contra las psicopateadas del pensamiento único, la historia y los testimoniantes de ella en primera persona son los mas perfectos cierres de boca ante los fascistas contemporáneos (no me refiero a los fascistas históricos, sino los censores de lo que se debe ser, decir y pensar desde la corrección política indicada mas arriba) que no llaman a los hechos por su nombre. En esta dirección de los relatos de la historia en primera persona no puedo dejar de pensar en el extraordinario caso de Reynaldo Arenas y su testimonio contra la dictadura de los Castro en Cuba (el término dictadura le pertenece a Arenas y, a título personal, no puedo hacer mas que acordar, pero es lo de menos). En su notable autobiografía Antes de que anochezca (cuya traslación al cine dejó bastante que desear), Arenas describe con lujo de detalles la alegría, la esperanza de cambio que llegó con la revolución del 59 al mismo tiempo que avanza de manera melancólica y mordaz (el sentido del humor de Arenas incluso para contar los espantos mas desgarradores de un campo de concentración para homosexuales en la cuba de los 60s es sencillamente asombroso) despliega un análisis minucioso sobre los modos en los que de manera silenciosa el principio pero luego violenta y descaradamente el régimen comunista de la isla se convirtió en una dictadura feroz.

Lo mas interesante de esos testimonios en primera persona que a su vez están repletos de datos, indicaciones, hechos concretos es que nadie los refuta. Y si llega la refutación esta sucede con la carga compensativa (“bueno, pero en ese contexto era muy dificil” o “pero también hicieron cosas buenas” o “el imperialismo te lleva a eso”, elaboraciones tan vulgares que me avergüenza escribirlas). De ahí que La imagen perdida (estrenada comercialmente en 2018, pero con proyecciones no comerciales allá por 2015), que continúa con las variaciones obsesivas en torno a la tragedia del genocidio comunista perpetrado por Pol Pot en Camboya entre 1975 y 1979, al instaurar la llamada Kampuchea Democrática, sea especialmente lograda. Esto se debe, sin ir más lejos, a la limitación de recursos dada por la mediatización con la experiencia: lo que cuenta el director lo hace en la lengua extranjera (ya que la lengua materna recuerda a la de los asesinos y a la del genocidio, mientras que el francés es la lengua literaria, la de los relatos, la del escape y la de la resistencia), con un encargado de interpretarla (no es él quien cuenta su historia en primera persona sino que la interpreta un locutor-actor) y a su vez, ante la imposibilidad de acceder a imagen alguna (el régimen totalitario de Pol Pot arrasó con la casi totalidad de imágenes posibles) decide construir el propio recuerdo por medio de muñecos de arcilla.

Esa triple mediatización tiene un resultado contundente, que opera la más conmovedora de las paradojas: el testimonio se vuelve más personal y desgarrador cuando más distantes son los medios con los que se ejecuta el acto de reconstruir la memoria. Quizás por eso la película de Pahn sea menos una que pertenece al régimen de lo visual antes que al régimen de lo auditivo-táctil. Esa memoria del genocidio que arrasó con todas las diferencias, convirtiendo al país en un gran campo de concentración y de producción agrícola de baja escala solo podía alcanzarse mediante la mayor de las distancias, como si de alguna manera también en esa intermediación de los recursos estuviera operando una forma de preservación ante el peligro.

En la decisión que toma Pahn al desdoblar la memoria del exterminio familiar y la conciencia sobre el recurso formal en el que se asienta, está el punto más interesante de toda esta experimentación sobre los modos de reconstruir y rearmarse frente al horror. Porque en ese desdoblamiento también hay un límite. O acaso una necesidad de terminar de purgar, de sacar del sistema toda la pesadilla, todo el trauma que retorna y que, como dije previamente, se ha convertido en la obsesión malsana de este director. En este sentido, al evidenciar la conciencia de si, una suerte de conciencia-formal verbalizada, el director también le pone un límite a sus posibilidades, como si estuviera haciendo un mea culpa hacia los espectadores, como si en alguna medida buscara fundar un argumento: “lo que están viendo no es otra cosa que mis espantos saliendo de mi, asi que sean pacientes”.

El legado de la voz en primera persona, el trabajo con la distancia-afección, la resiliencia como dispositivo formal y expresivo parecen ser un límite para la misma obra de Rithy Pahn. Como si esta vez realmente fuera la última. Como si quisiera poder terminar de destruir eso que lo ha matado (y ha aniquilado a los suyos), como si precisara exorcizar esos fantasmas del comunismo, que para quienes lo experimentaron, no se trata de ese fantasma amigable y canchero del mundo cosmopolita de filo-comunismo de Starbucks con necesidades básicas satisfechas, sino que se trata de un fantasma corpóreo, que fue real, que destruyó vidas. Y que a muchos de los que lo sobrevivieron todavía cuesta horrores transmitir a las nuevas generaciones, fascinadas, de manera increíble y amnésica, con los totalitarismos cool del nuevo milenio.

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