La luz del fin del mundo

Por Luciano Salgado

La luz del fin del mundo (Light of My Life)
EE.UU., 2019, 119′
Dirigida por Casey Affleck.
Con Casey Affleck, Elisabeth Moss, Tom Bower y Anna Pniowsky.

El hombre sin obra

Por Luciano Salgado

Casey Affleck es uno de esos enigmas tales como esos invitados que llegan a una fiesta, se sientan en un costado, no hablan con nadie, toman unos tragos y luego se van. Es un tipo con una carrera errática, con decisiones extrañas y con unas elecciones que lo tienen como director en el centro de una obra sin una identidad definida. Pero ojo, esto a veces puede ser una muy buena noticia. Y claramente en La luz del fin del mundo no hay un punto de contacto con la ópera prima de este director y guionista. Pero tampoco lo hay del todo con el resto de la obra de Casey Affleck como actor.
El tipo es, en todo caso, un sujeto que escribe y dirige. Que actúa y entrega lo mejor de si. Y luego se retira a las sombras. Por eso a veces es dificil entrarle a esta clase de directores y películas, porque frente a ellos nos quedamos sin armas. Pero eso también está bueno, porque nos obliga a pensar las películas desde parámetros menos automatizados y, en todo caso, más atentos y anclados a la materialidad de lo que vemos.

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La luz del fin del mundo (traducción que es una pavada mayúscula y que minimiza la poesía paternal del nombre original) es una inmersión en el mundo de ciertas películas post-apocalípticas. Pero ahí en donde el género a veces trabaja por medio de excesos en este caso nos encontramos ante una situación en apariencia más apagada y controlada. No estamos frente al pesimismo de La carretera (aunque hay aquí algo de salvajismo controlado que la equipara a aquella), tampoco frente a la materialidad táctil de Un lugar en silencio ni frente al inevitable comentario político de Niños del hombre. No. En La luz del fin del mundo todo parece funcionar a media màquina. Pero como si fuera producto de una decisión antes que de un error. Acaso como si ese movimiento hiciera de la película algo más íntimo y menos desgarrado. Como si la historia de un futuro en el que las mujeres mueren gracias a un virus y la única sobreviviente fuera una niña de 11 años en un mundo de hombres abusivos no fuera lo importante. Por el contrario, en centro está en esa relación entrañable entre un padre y su hija. Por eso la película usa todos y cada uno de los recursos del film postapocalíptico para que ese patrón narrativo haga hablar a padre e hija, para que el espacio los potencie dramáticamente en su interacción.

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El problema que exhibe La luz del fin del mundo, en todo caso, es que con el paso de los minutos esa distracción que supone el eje y la expectativa puesta en la irrupción de la violencia cada vez importa menos. Al mismo tiempo todo el núcleo de escenas entre padre e hija comienza a desgastarse rápidamente, porque sus conflictos no evolucionan más allá de lo esperable. Eso hace que el último tercio de la película se sienta como una prolongación del segundo y no como una continuidad. No parece haber una evolución real en esa relación entre un padre cuidador capaz de todo y una hija preadolecsente que necesita salir al mundo real. Al mismo tiempo, cuando testimoniamos una escena de violencia, la irrupción de ese descontrol se siente cada vez más como una compensación que como un orden natural de cosas. De esa manera Affleck parece atentar contra su propia película desde ambos lados. Contra los personajes y contra la acción. No hay entre ambas una alternancia sabia y clara sino más bien un proceso de parasitación, en donde ambas se valen de la energía de la otra. De ahí que la película tenga un final relativamente abrupto (aunque esperable), como si en efecto se fuera haciendo chiquita hasta evaporarse.

Hacia el final de La luz del fin del mundo nos damos cuenta que CA sigue siendo el mismo sujeto inclasificable que cuando entramos. Que sus películas no hacen sistema fácilmente. Que su idea de mundo tampoco es reductible. Y que su cine puede seguir existiendo aunque sea, a modo de provocación, para molestarnos a quienes queremos ver a un autor cuando en realidad siempre hubo un director de películas orgulloso por hacer su trabajo y luego si, irse a hacer otra cosa, hasta que el tiempo lo olvide. De esas pretensiones ausentes está hecho el segundo largometraje del director, un hombre sin obra.

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