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El problema con Woody Allen (el horizonte del #MeToo puede hacer peligrar la continuidad de su carrera, y de hecho el cambio se nota en que ha dejado de ser Woody a modo cariñoso, como ese tío lejano al que uno veía una vez por año), es que esa elección de despersonalizar pero a la vez no abandonar es que ha dejado a sus personajes sumidos en la mitad de un río peligroso en el que la sustitución de una ética artística (WA supo construir mundos en donde los personajes no eran sujetos de juicio sino que se los respetaba con todas sus miserias) ha dado paso al ingreso de elementos extraños. El resultado más evidente de todo esto es que al menos desde hace 20 años (sí, 1998, qué viejos estamos) y más específicamente en los últimos exponentes de su cine (exceptuando maravillas como Si la cosa funciona Café Society) se sustituyó un existencialismo feroz (acaso la gran marca de su cine entre 1977 y 1997, con grandes picos y con menores metidas de pata) por la presencia de un cruel azar que no hace sino someter a sus personajes a un sadismo que antes no era formativo del mundo Allen. Ahí donde su cine de finales de siglo XX se permitía pensar las consecuencias de las decisiones de los personajes, hoy apenas se limita a hacerlos padecer los castigos de un mundo con reglas férreas que azota a los personajes que osan salir de la media.

 

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Los años felices. Hay un componente que se liga a imposibilidad de ser felices a la que Allen condena a sus personajes. Es un componente cinéfilo indirecto que no solía formar parte del cine del director, pero que en virtud de la época que intenta representar (el EE.UU. de posguerra y su imaginario de felicidad roto en mil pedazos) resulta bienvenido. Hablamos del cine pesimista de Nicholas Ray, al cual se alude parcialmente en la película y en el que, sin lugar a dudas, WA encuentra el molde de la construcción de su ejercicio de estilo. ¿A qué me refiero? La rueda de la maravilla no solo referencia al teatro sino también al cine y a un género en particular (el melodrama) y a un código actoral puntual (el de cierto cine de la década del 50, un cine pesimista, que daba cuenta de la imposible felicidad de la pax americana del imaginario eisenhoweriano). Montado sobre un género, un código actoral y una referencialidad dramatúrgica particular (Eugene O’Neil y el teatro de los perdedores y los desclasados del sistema), el vínculo (novedoso) que Allen entabla con la cinefilia es con el mencionado Nicholas Ray y sus películas, en las que los personajes necesitan huir de lo común, de lo cotidiano, de lo vulgar, de lo normal. Ese EE.UU. victorioso de posguerra se había convertido en un monstruo silencioso para muchos. Y por eso el cine de esa época a la luz de autores como Ray (otro pesimista, en distinto tono, sería Samuel Fuller) comenzaba a establecer esas rajaduras en las que la felicidad no solo no era posible, sino que la matriz de la misma era el núcleo duro de gestación de la infelicidad más patente. En el mundo cotidiano no se puede vivir, nos dicen buena parte de estos directores (quizás deberíamos sumar a Lang y a Preminger).

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Cómo abarcar de una vez por todas toda la cultura (y no decir nada). Frente a ese horror cotidiano cristalizado en roles publicitarios seteados por un imaginario de época, había que buscar una salida alternativa. En alguna medida, en La rueda de la maravilla ese imaginario alternativo viene por el lado del lugar redentor que provee el arte ante tanta mierda diaria que es la vida. Por eso el lugar común para pensar a la protagonista de la película es el de Emma Bovary. El problema es que en Flaubert la solidez del verosímil del mundo no era una excusa para castigar a los personajes según modelos de conducta previamente establecidos. En la película de Allen sí. Por eso ni el existencialismo, ni la ficción salvan a nadie del horror cotidiano. El problema no es que no haya salvación o redención, sino cómo y por qué esos personajes deben cargar con las consecuencias de cosas que los exceden. Por eso en la intervención del azar no hay humanismo posible. No hay siquiera una visión crítica o pesimista. En todo caso apenas un fatalismo que quiere justificarse con Sófocles, con O’Neil y otros. Sí: la literatura, la “alta cultura” como salvaguarda de vaya uno a saber qué arbitrariedad. ¿WA cada vez más cerca de Iñaritu? Ni tanto ni tan poco. Pero si a este precio va a alejarse de su mundo, creo que lo preferíamos en la jaula de lo conocido y previsible.
Ni Ray, ni Sófocles, ni Flaubert, ni O’Neil son puertas de ninguna clase de liberación o asunción de miserias. Bajo el embrujo literario y la invocación quintaesencial y validatoria de la cultura de occidente, Allen no construye tragedias, sino apenas versiones miniaturizadas de un dios menor y patético dedicado a olvidarse de cualquier rasgo de humanidad que alguna vez su cine pudo tener.