Lleno de ruido y dolor

Por Carla Leonardi

Argentina, 2019, 101′
Dirigida por Nacho Aguirre
Con Emanuel Gallardo, Facundo Sáenz Sañudo, Juan Alari, Emilio Bardi

Una postal con sangre

El western es uno de los géneros del cine norteamericano por excelencia, que en su etapa de esplendor plasmó de manera idealizada el mito fundacional de la nación. El plano general que abre Lleno de ruido y dolor, en el que predomina un paisaje rocoso y árido en las inmediaciones de Bariloche -ambientado en el año 1928- en cual se insertan tres hombres nómades que se desplazan a caballo y que se mueven a punta de pistola, ya introduce los elementos de la iconografía clásica de este género. La opera prima del realizador argentino Nacho Aguirre, anclándose en territorio patagónico, busca aggiornar al centenario género a la idiosincracia de nuestro país. Coherente con la tradición más instalada del género, la película utiliza al western para reflexionar sobre el modo en que se ha construido la sociedad del sur de nuestro país, a partir de mostrar el reverso del bucolismo paradisíaco que las clásicas postales turísticas nos ofrecen. 

Foster (Juan Manuel Alari) y Román (Facundo Saén Sañudo) son dos experimentados bandoleros que planean robar el banco de Bariloche. Indolentes, despiadados, y sin ética alguna, se nutren del morboso disfrute de la violencia en sí misma. Con las personas que encuentran a su paso se conducen de manera utilitaria, por lo cual rápidamente se deshacen de ellas dejando un reguero de sangre en cuanto pierden su valor servil. A ellos se une el novato Soria (Emanuel Gallardo), que ve en el robo la oportunidad de obtener un techo propio y que si bien se muestra escrupuloso con la matanza de inocentes, a poco avanzar en el camino descubrirá que tendrá que iniciarse en la violencia y manchar sus manos con sangre. Al menos si quiere sobrevivir y conseguir su objetivo. 

Estos tres personajes encarnan la clásica figura del western del nomade forastero que llega al pueblo cargado con sus rencores y sus cuentas pendientes poniendo en cuestión la apariencia de la apacible vida puebleril. Foster se identifica por una cicatriz en el rostro, estigma físico que arrastra desde de su infancia y que configura su carácter oscuro, intolerante, impaciente y psicológicamente inestable; por lo cual resuelve sus frustraciones con la rápida descarga de su pistola. Román es igual de malvado, pero más cerebral, lo cual lo instituye como el ideólogo y el líder de la banda. El joven Soria, desgarbado y aprensivo, les sirve a los dos bandoleros profesionales por sus conocimientos en el manejo de la dinamita.  

La película se estructura siguiendo el derrotero de los tres bandoleros hacia el Banco que planean asaltar e intercalando mediante el montaje alterno la linea de la pesquisa del Comisario Baigorria (Emilio Bardi) que en un espacio diferente pero al mismo tiempo, va siguiendo tenazmente sus pasos buscando apresarlos. Ambas lineas narrativas van a confluir en dos importantes escenas de tiroteo, cuando los malhechores se vean cercados. 

Si la historia del western ha dibujado sus contornos como un género eminentemente masculino en la cual la virilidad se reduce a la ley del más fuerte, Lleno de ruido y dolor no es ajena a esa tradición. En ese contexto discursivo el miedo, la aprensión o la sensibilidad son considerados indices de debilidad, de una feminización que los machos no pueden permitirse. En tanto parias de la sociedad, como lo expresa su vestimenta andrajosa y su suciedad, al portar el arma contra los débiles, tomar a sus mujeres o burlarse de los sensibles (como Soria), Foster y Román consiguen por la vía de la violencia feminizar al otro hombre y recuperar de esta manera su hombría al situarse en una posición de superioridad. El arma es la fuerza intimidante a quien se debe respeto, como dice Foster, que da soporte a una virilidad que no se sostiene a partir de elementos simbólicos. En este punto el simbolismo no supone novedad alguna, algo que también entronca con las tradiciones más revisionistas del género, acaso también las más elementales en su lectura del contexto narrado.

El mandato de masculinidad de una sociedad que primero los expulsó y por tanto los feminizó, explica la violencia desalmada y vengativa que Foster y Roman van dejando a su paso en el almacén de Ramos generales, en la casa del Turco o en la posada de doña Paulina. El periplo de estos personajes va deconstruyendo los mitos y desnudando los cimientos sobre los cuales se edificó la sociedad patagónica. La podredumbre moral del desértico sur está trabajada en la película desde la imagen a partir de la paleta de color de predominio marrón y verde apagados, de aspecto casi militar, que además permite dar cierta textura de película de época. La película está cargada de una violencia desatada, que condensa años de ruido y dolor contenidos a lo largo de la historia, pero que está trabajada a partir del fuera de campo, logrando desde la economía de recursos su efecto. El problema está, pero el subrrayado se evita. Al menos en el aspecto visual…

Según la legendaria historia oficial, el gringo y el militar del ejército son patriotas que pacificaron  y civilizaron el país frente a la “barbarie aborigen”. En este punto, la escena en la casa de estancia de El turco es clave al interrogar este mito y además es una de las que mejor está trabajada desde la puesta en escena. El turco representa la codicia y la avaricia del extranjero terrateniente, que hizo su fortuna a partir del saqueo de vastas extensiones de tierra a los pueblos originarios, de su masacre y de la explotación capitalista de la fuerza de trabajo de los peones que denunciaban los anarquistas, siempre contando con el beneplácito de los gobiernos de turno. El turco se jacta ante los bandoleros, que lo tienen de rodillas a sus pies, de ser guapo y de encarnar el bien al haber fusilado a un agitador anarquista. En este punto, es interesante que el poema de este anarquista (que da el título a la película) que define a la Patagonia como territorio maldito y manchado de sangre, esté enmarcado en la pared junto a las cabezas embalsamadas de animales de caza, signo de un trofeo que daría cuenta de su depravación, más que de su patriotismo y de su hombría. Como en la lucha entre Ahab y Moby Dick, las fronteras entre el bien y el mal se vuelven difusas. La barbarie es la proyección en el afuera, en los otros, de un mal que está en el interior de quienes dicen encarnar la moral de las buenas intenciones de paz y civilización, que por supuesto les retorna de manera trágica.   

El personaje del comisario Baigorria es también interesante, ya que intenta sostener el lugar de una ley ecuánime e imparcial, frente a las presiones de la ciencia (cuyos argumentos lombrosianos sirven de justificación a diversas atrocidades del poder económico) y de la política encarnada en el personaje del intendente (siempre permeable a los intereses económicos en su sentido de la justicia), con poco éxito en el intento, quedando también enredado en el torbellino de violencia.   

Como contrapunto a su trabajo sobre la imagen, la película no escatima subrayados reiterados en los diálogos, cuyo contenido hubiera sido mejor trabajarlos desde la puesta en escena. Por eso quizás esa irreducibilidad atenta contra la opera prima de Aguirre, que en la misma dirección que vienen haciendo muchos colegas, se vale del género para revisar la historia en clave. A partir de una trama de acción atractiva, Lleno de ruido y dolor consigue que el espectador pueda reflexionar sobre las históricas y profundas inequidades sobre las que se cimentaron las bellezas que admiramos en el sur de nuestro país, cuyos perturbadores ecos siguen reverberando en el presente.

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