Los últimos

Por Federico Karstulovich

Los últimos

Argentina-Chile, 2017, 91′
Dirigida por Nicolás Puenzo.
Con Germán Palacios, Peter Lanzani, Juana Burga, Natalia Oreiro, Alejandro Awada y Luis Machín.

Todo queda en familia

Por Federico Karstulovich

 

Si la crítica de cine fuese solo un listado de virtudes formales, entonces no sería nada muy distinto a la lista de compras de un supermercado. Si la crítica de cine fuera tan solo un listado de buenas intenciones, entonces con ser buenos y con tener una ideología bonita, bastaría. Extrañamente estas dos primeras condiciones, que largamente exceden al ejercicio de la crítica (y al pensamiento crítico ni hablar) se dieron en varios textos de colegas, a los que uno puede leer con asombro intentando defender el pastiche de latinoamericanismo culposo coleccionable que trae la ópera prima de Nicolás Puenzo, que a tono con las películas de la familia, parece que también necesita dividir el mundo entre buenitos y malitos, así los matices se difuminan en el medio.

Pero los problemas de moral pasada por el lavarropas  no parecen ser los principales inconvenientes de Los últimos, sino, por el contrario, su manifiesta incapacidad de vincularse con el cine. Su producción es ostentosa, su despliegue escénico tiene una suerte de espectacularidad tercermundista al mejor estilo de “nosotros también podemos hacerlo” que recuerda al cine del fallecido Diego Rafecas. Pero aquí el presupuesto es mayor que en el cine de aquel y a su vez las pretensiones exceden lo audiovisual. Por eso no hay que confundirse: ruido no es sonido. Y esta ópera prima es ruidosa, bochinchera, cine-caniche, que ladra mucho y se mueve pero que en realidad teme al exterior, que prefiere la tranquilidad de un departamento bien equipado (el mundo ideológico que plantea tiene la sutileza de un capítulo de los teletubbies).

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Decíamos que la película no confía en las imágenes. Y esto se debe fundamentalmente a la persistencia de la voz en dos niveles: lo declamado por medio de la voz over y lo expresado por los personajes en los diálogos. Como si el cine de Malick mal digerido hubiera viajado al sur del Rio Grande. Como si la ostentación audiovisual vacía (la película se ve maravillosamente bien pero no tiene una sola idea de cine, apenas si muestra algún intento de virtuosismo formal tampoco demasiado inspirado, como un comercial televisivo, pero cuyo producto final es el progresismo biempensante y tranquilizado de conciencias) pudiera compensarse. O como si en el fondo tampoco importara demasiado los que se ve, porque en todo caso el asunto sería al revés: lo que vemos es el verdadero complemento de lo que se escucha. En este punto la película de Puenzo hijo nace muerta, porque no descubre ningún mundo, sino que traslada las ideas tranqulizadoras al territorio audiovisual. Pero como el cine no es su medio, sino la publicidad, no hace sino bombardearnos por medio de tablones que nada tienen que envidiarle a Bernardo Stamateas y sus libros sobre la gente tóxica.

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El problema principal, en definitiva, es que el cine no existe, sino que es un vehículo. Es un medio para contrabandear ideas que ni siquiera desembocan en un correlato lógico que no sea la expresión literalizada de las ideas en si. Por eso en el fondo no estamos ante otra cosa la anulación de las posibilidades de un lenguaje. Lo extraño de todo esto es que ese lenguaje si debería poder ser pensado independientemente de las ideas de mundo. Desde Eisenttein hasta Leni Riefensthal hemos visto que las ideas pueden ser nefastas pero que el lenguaje permanece. En esos directores, como en otros en donde el lenguaje audiovisual todavía suponía un poder creador sobre el mundo, la condición creadora permitía un ejercicio parecido a la liberación, porque el lenguaje excedía, sobrepasaba al contrabando ideológico. El lenguaje triunfaba y triunfábamos nosotros como espectadores, que podíamos disociar y liberarnos del lastre lava-cocos. La película de Puenzo no logra ni siquiera ese milagro en donde el cine salva lo que las palabras hunden. Pero bueno, en alguna medida no podemos decir que no hay coherencia: es un ejercicio de familia

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