Loving

Por Federico Karstulovich

Loving
EE.UU. – Reino Unido, 2016, 123’
Dirigida por Jeff Nichols
Con Joel Edgerton, Ruth Negga, Marton Csokas, Nick Kroll y Michael Shannon

La mutilación por el estilo

Por Tomás Carretto

Richard y Mildred Dolores Loving, fueron una pareja mixta que –haciendo oídos sordos a los mandatos segregacionistas- se casaron en forma ilegal en 1958, lo que los condenó a la cárcel y un doloroso destierro.  A partir de ahí emprendieron una batalla legal que, casi una década después (tiempo en el que vivieron clandestinamente), acabó con la prohibición de las parejas interraciales en todo el territorio estadounidense cuando la Corte Suprema decidió tomar el caso en 1967 y sentar precedente. Por muy insólito que parezca las leyes anti-mestizaje seguían vigentes en algunos estados de norteamerica hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX. El caso fue conocido como Richard Loving vs el Estado de Virginia.

La nueva película de Jeff Nichols (director de Mud y Take Shelter) aborda el caso judicial mas resonante de la historia reciente de los Estados Unidos en torno al derecho de una pareja interracial a casarse. El problema es que la historia en sí misma tiene una fuerza muy poderosa y eso es algo que no se termina de traslucir en el film de Nichols.

Mas cercana al realismo alla Mark Twain de Mud (Jeff Nichols, 2012) que al cine con tintes apocalípticos de Take shelter (Jeff Nichols, 2011) o Midnight Special( Jeff Nichols, 2016), aquï el director pretende llevarnos a un insólito punto en su carrera: un cine que propone un grado cero de ficción. Adentrarnos en una suerte de utopía documental. Un cine de observación que pretende una recreación mimética de personajes y situaciones. “Previsualised” (el anti cine) decía el gran Brian De Palma en su documental reciente. Y es ahí donde Loving abre un precedente. Porque Nichols sigue a rajatabla el manual del “cineasta con buena conciencia” pero a pesar eso y del respeto y el pudor hacia los personajes, la película no supera el techo creativo de una “biografía autorizada”. Un telefilm ilustrativo, bien intencionado. Sin subrayados, con perfecto dominio formal pero sin alma. De esa forma, la fuerza formal (que es la fuerza de las ideas y corazón convertidas en imagen y sonido) de las anteriores películas de Nichols desaparece.

¿Por qué? Quizás porque no la película mantiene una lealtad inmóvil con Richard y Mildred Dolores Jeter Loving (ya fallecidos) y sus descendientes, intentando no cuestionar ni profundizar en otros aspectos de las víctimas. Es asi que el rigor documental se imopone para seguir cada una de las instancias judiciales del caso, pero para graficarlo (para dibujar la intimidad de la pareja) usa como principal (y exclusiva) fuente el foto-reportaje de la revista Life realizado por el gran Grey Villet, fotógrafo sudafricano acostumbrado a los problemas segregacionistas por haber convivido con el apartheid. Villet (el verdadero artista) no está y su fantasma deambula por toda la película de Nichols. De hecho, Michael Shannon (actor fetiche de Nichols), es el encargado de personificarlo y de llevar adelante el doble rol de Villet-Nichols. La película es un homenaje a Richard y Mildred Loving pero también a Grey Villet.

En la búsqueda de nuevos “retratos de vida” del siempre tentador género de películas basadas en hechos reales, muchos cineastas han ido en la búsqueda de personas y sucesos históricos con el suficiente grado de shock value, pero que ya fueron extensamente retratados en documentales y foto-reportajes, que ya de por si son un hecho artístico consolidado. Y eso es precisamente el foto-reportaje que Villet hizo de los Loving. Como le sucedió a Michael Mann en su Alí, de la que hoy el gran cineasta de Chicago está arrepentido y pretende hacer un recut (tratando de convertirla en un thriller político). Aquella película de Alí (otro ícono de las reivindicaciones raciales) tenía el pesado e insuperable antecedente de la obra maestra When we were kings (Leon Gast, 1996). Lamentablemente el efecto artístico de esa operación mimética es similar al de la remake de Psicosis (Gus Van Sant, 1998): una manera directa de marchar preso al gulag siberiano más recóndito del kitsch (en juicio sumario).

Como en Jackie (Pablo Larraín, 2016), los problemas aquí son los mismos. El cineasta tiene una confianza ciega en sus recursos. Pero desatiende la lectura política. No hay modo de dimensionar a los Kennedy o los Loving con respecto a lo que verdaderamente representan borrándoles todos los bordes irregulares, su pasado, su vida fuera del recorte que propone la ficción, el contexto histórico, limitándolo a las dosis terapéuticas que marca el manual del telefilm (en Loving podemos ver las marchas de Luther King por la libertad y el trabajo en pleno registro televisivo). Y no porque los Kennedy y los Loving, sean archiconocidos o desconocidos para el gran público (dos ejemplos bastante ilustrativos en su contraste), sino porque el cine tiene sus propias reglas y una vez que se inicia la película el espectador entra en el mundo que le propone la diégesis. La frase maestra de Aumont : “todo filme irrealiza lo que representa y lo transforma”. Y no hay modo de salir de ahí. No hay posibilidad de llegar a un grado cero de ficción como pretende utópicamente Nichols en su operación barthesiana. Toda esa ausencia de intrusismo, toda esa falta de corazón y riesgo es ni mas ni menos que “corrección política”, el gran enemigo del cine.

Si solo hay un cine de registros documentales y de acciones dramáticas cardinales que deriva de este en relación jerárquica (acciones dramáticas demasiado convenidas por el mapa de fuentes documentales que impuso el recorte) , aunque se lo intente disfrazar y camuflar dentro de un tono menor, de cine de abrazos y de miradas, de pequeños gestos y de contacto con la naturaleza, lo que falta es, precisamente, el riesgo del registro (riesgo propio de el efecto de captar lo real). El material en cambio se le impone al director al punto de reprimir su estilo (Larraín en Jackie permuta su estilo por uno absolutamente deudor del lenguaje publicitario), lo que lleva a Nichols a imitar la auto-marginación tan característica de sus personajes, y entrar en el fangoso terreno de la despersonalización de su mirada de director. Una auto-mutilación que le quita toda la fuerza a su cine.

Pero afortunadamente no son los únicos “ojos “ de la película. También están los hermosos ojos de Ruth Negga, un hallazgo absoluto, quizás los más expresivos de la historia del cine, a la altura de los de Falconetti o los de Ana Torrent en El espíritu de la colmena (Victor Erice, 1973), créanme que no exagero. Y esos sí son los ojos poderosos de esta historia. Los ojos de su Mildred tienen poco que ver con los ojos de la Mildred original (que también eran hermosos), pero ella –a su Mildred- le pone su alma, su tono, su belleza, su ternura, y su sensibilidad y en esos ojos sí hay cine puro. Pero solo con eso no alcanza.

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