Malmkrog

Por David Obarrio

Rumania, 2020, 200′
Dirigida por Cristi Puiu
Con Agathe Bosch, Ugo Broussot, Marina Palii, Diana Sakalauskaité, Frédéric Schulz-Richard, István Teglas

La rebelión de las tazas de té

El gestor más esmerado de la nueva ola rumana ha vuelto. A sus inflexibles encadenamientos de asuntos nimios y de estupefacción, esa retórica de oficina y caras desconcertadas, de cielos con ganas de llover, de teléfonos negros, de papelerío y de desgano escénico –toda esa acumulación de detalles desalentadores propios de burocracias avanzadas que se ha dado en llamar “procedimiento”, es decir el método Puiu de habitar el cine por medio de la estolidez sin nombre de escenas grises e inasibles que revelan, en el escándalo subterráneo de una cosmología menor, las huellas de un mundo que precisamente se resiste al corset de las leyes de los hombres-, el director le agrega ahora, en esta intrigante película llamada Malmkrog, los modos señoriales de una clase en riesgo de desaparición: la presunción de un infierno cercano que no proviene de los peligros externos, ni del blanco cegador de la nieve que se ve en los primeros segundos de película, con su masa devota de gente que canta y avanza en una suerte de éxtasis casi tarkovskiano, sino que se agita y se presiente en la despreocupación jovial de las charlas que tienen lugar entre un servicio de té y el almuerzo; entre el profesionalismo de la servidumbre y su recelo conspirador; entre las órdenes silenciosas de los miembros de la casta superior de los criados a la casta inferior y la indolencia de los seres de alcurnia respecto de los asuntos domésticos.  

Ambientada presumiblemente en Rusia en una época incierta en la que los señores quizá estén a punto de perder el sombrero a manos de la turba, la película se desarrolla enteramente en la mansión en la que el dueño de casa da una recepción. Una especie de tertulia con  afrancesamientos rigurosos y disquisiciones de altura, con su recetario esmerado de glosas, de referencias cultas y de lances intelectuales, más el usufructo displicente de bebestibles y de pastelitos, bocadillos, snacks, etc, que abarca prácticamente todo el día. Puiu dispensa una atención maniática, mucho más que Scorsese en La edad de la inocencia, a la exhibición de utensilios e implementos, a su disposición en la mesa y el modo de uso, pero también al desplazamiento de quienes atienden a los invitados. Toda una gimnasia de protocolos y de movimientos efímeros mediante la que los sirvientes parecen bailar alrededor de los señores, animados por una malicia secreta, apenas entrevista en las miradas de pronto torvas, en la inclemencia de confabulados con la que se dirigen unos a otros cuando se deslizan por los distritos menos visibles de la casa, o en los automatismos coléricos con los que ejecutan sus rutinas. Para Puiu, parece haber un orgullo en la puesta a punto del servicio de la casa cuyo cenit se alcanza en la inmediatez espartana de las acciones, la excelencia con la que el desfile de tacitas, teteras, platos y platitos, cucharitas y cuchillitos se lleva a cabo como si obedeciera a los dictados de una partitura. 

Si el cine de Puiu supo encontrar la dicha en el desasosiego con el que las acechanzas del mundo se las ingenian para operar en el fondo de los actos comunes, la poética un poco grotesca de los seres que naufragan estupefactos, a merced de su sentido del deber o de la inercia, pero también de la ingenuidad redentora con la que siguen adelante pese a todos los obstáculos que se les ponen delante, la destreza de su programa alcanza ahora un nivel superlativo: ya no se trata del espíritu que les da cuerda a los espasmos venerables de los burócratas, al sinfín de vicisitudes que convierten la vida en un marasmo de repeticiones, de imposturas, de letanías, de imploraciones vociferadas sin miramientos delante de un dios que no existe o que ha camuflado su impotencia en el ordenamiento más o menos eficaz, en última instancia llevadero, del mundo moderno. En Malmkrog las risas de los señores y las señoras llevan el peso de los muertos; como si la maquinaria destinada a desguazar la despreocupación de una clase que hace del ocio el salvoconducto que les concede la esgrima del intelecto, con el inadvertido impudor de sus derivaciones existenciales y el entretenimiento de ida y vuelta de agudezas oratorias entre platito y platito, se hubiera puesto en marcha hace rato, o incluso ya hubiera cumplido con su cometido, y el espectáculo que ofrecen los dueños de la casa, de la tierra y del sentido ocurriera en realidad en un escenario de inframundo.   

Como es habitual en Puiu, el talento parsimonioso con el que encajan los gestos en el plano, esa habilidad formidable y agobiante para que la verdad se abra paso en el tráfico de escalofríos y arrebatos cómicos de sus películas – hechas de zonas grises que se vuelven excéntricas, de bailoteos farsescos que devienen síntomas, de titubeos que son el modo en que la narración sopesa y “escanea” a los personajes para luego elegir dónde ajustar las clavijas – está a la orden del día. El director logra aquí una artesanía consumada del firmamento de detalles que pueblan casa escena, como si el misterio de su película no estuviera dado por las circunstancias históricas dudosas que dan marco a la historia (¿se viene o no se viene la revuelta?), por la solvencia con la que los juegos verbales revelan determinadas características de uno u otro contertulio, o por la intensidad arrobadora con la que se estiran las secuencias, sino por la insistencia en las maniobras lánguidas que ocupan cada momento y envenenan con ferocidad las secuencias: los rituales del servicio, la cortesía del trato, el rigor teatral con el que cada minucia encuentra su justificación en el orden de cada escena, que es lo mismo que decir en el orden del mundo. Se trata de una cualidad misteriosa que obra no por ausencia, por carencia abismal de sentido, sino por énfasis. 

En la película de Puiu no parece pasar gran cosa, pero a la vez hay mucho para ver en ella, incluso demasiado, y uno quiere verlo todo. Malmkrog llena los ojos del espectador con la eficacia de su “realismo de detalles”quizá para distraerlo, para amonestarlo, para enrostrarle la fruición con la que se pierde en los galicismos regios y en la cadencia litúrgica de esos fantasmas que no paran de hablar y de preguntarse cómo será el más allá. Porque, ¿qué es Malmkrog, a fin de cuentas? ¿Una advertencia, una inactualidad edificante, un regodeo fabulado sobre las ruinas de una civilización que no ha sido capaz de ver las señales luctuosas de su precariedad y que persevera en su envaramiento y sus protocolos incluso cuando ya no queda nada que salvar? A caballo de sus modales rigurosos y de su preciosismo, de la delectación malévola con la que el director hace estallar el látigo de una venganza difusa, en apariencia inexplicable, en la que el orden del mundo se ve jaqueado y todo lo que no sea la propia vida se vuelve una baratija y mediante la cual la economía de veleidades mundanas cede el paso a un horror anunciado en sordina, es probable que esta película en apariencia tan poco amiga de los lugares comunes sea también una comedia moral, un proverbio, alguna clase de enseñanza impartida con toda la severidad y la convicción del caso. 

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