Mar del Plata 2017 – Diario de festival (1)

Por Sebastián Rosal

Señoras y señoras

Por Sebastián Rosal

Llego a Mar del Plata con una lluvia fina que sería compañera intermitente pero asidua en los siguientes días, aunque menos intensa en ese momento que un rato antes en la ruta, cuando cayó como catarata. Lluvia y frío entonces para arrancar, y una corrida inaugural (el stress festivalero empieza bien temprano) con taxi incluido para poder llegar a la función de Mrs. Fang, la última obra del chino Wang Bing en la que  las imágenes de la mujer del título postrada y agonizante en la cama de su sencillo hogar aldeano, desconectada de todo y todos, víctima de un Alzheimer fulminante, son intercaladas con momentos de una serena belleza allí cuando sus familiares salen a pescar por la noche en el arroyo lindero a la casa, con el lejano reflejo en el horizonte de alguna de esas nuevas ciudades chinas que avanzan a ritmo exponencial. Pero Bing también es capaz de reunir en un mismo plano fijo a la moribunda Mrs. Fang en un rincón del cuadro y a toda su familia alrededor de ella (sin mucho por hacer más que dar testimonio de su presencia y  mientras tanto charlar animadamente sobre los avatares de la vida diaria), y al hacerlo consigue sintetizar de manera magistral lo que a la humanidad le llevó siglos y siglos y bibliotecas enteras de reflexiones, ritos de fe y exorcismos: dar cuenta del persistente y tenaz trabajo de la muerte tanto como de la obstinada resistencia de la vida, de la eterna ligazón y dependencia entre una y otra.

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El cineasta oriental, que para muchos inventó el cine del siglo XXI por la forma en la que logró explotar las posibilidades de la cámara digital, tal vez haya entrado en un período nuevo de su obra, porque aunque como en Tres hermanas, El hombre sin nombre o más claramente He Fengming vuelve a focalizarse en personajes singulares, por primera vez el rumor insistente del último siglo chino, su crecimiento y su estela de consecuencias gigantescas parecen quedar reducidos a su mínima expresión, apenas la ausencia visible de un médico, o de alguna autoridad al lado de la cama. Aquí late una preocupación diferente, materializada en el desplazamiento desde la Historia hacia una historia, enfocada en el lento fin de una vida particular, de la que sabremos poco y nada más allá de su impasible consumición. Bing sabe dominar todos los resortes de ese elusivo objeto llamado cine de forma tal de poder abordar la muerte, el mayor de los enigmas, sin caer en el exhibicionismo gratuito ni la manipulación emocional.

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Salgo de la función y un whassap de una amiga me avisa que en la ceremonia de apertura, en el Auditorio, hay lugares disponibles. Efectivamente los había, tantos que el empleado de seguridad en la entrada me dejó pasar aunque no solo no tenía invitación, sino que ni siquiera había recogido aun mi credencial de acreditación. No es que la ceremonia en particular me interesara demasiado (a decir verdad, casi nada) pero el anzuelo era poder ver luego de ella Madame Hyde, la película de apertura del excéntrico Serge Bozon, en la que se abreva por enésima vez en la historia del Dr. Jekyll y el Sr. Hyde, aunque en este caso en versión francesa, contemporánea y encarnada en un cuerpo femenino. En la película, Isabelle Huppert es Mrs. Géquil, una oscura y pusilánime profesora de física en un liceo público francés, presa de las bromas y el menosprecio tanto de sus alumnos como de sus colegas, entre ellos el  director del colegio. Una noche, en el laboratorio que es también su refugio frente al mundo, la combinatoria de sus experimentos con los rayos y centellas del exterior culminan en la esperable descarga eléctrica, de la que emergerá como un ser nuevo, una especie de vampiresa nocturna y fosforescente que remeda tanto el cine de Tourneur como El profesor chiflado de Jerry Lewis sobre todo en el uso de colores saturados y en la recreación de ese laboratorio que evoca al de la película del norteamericano. En el breve discurso que dio en el escenario antes de la proyección, Bozon recordó una misteriosa frase de Samuel Fuller, para quien toda gran película habla de la educación.

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En Madame Hyde ese asunto está presente de manera explícita: la relación entre la profesora y Malik, su díscolo alumno discapacitado, es una muestra de que todo proceso de aprendizaje bien llevado siempre habilita la circulación de saberes de distinto orden y en ambas direcciones. Pero no creo que dar cuenta de esos aspectos diga demasiado de la película. En todo caso son la base sobre la que el francés vuelve a apoyarse para desplegar ese universo ligeramente enrarecido, en el que la extrañeza es menos una posibilidad que una condición, un mundo luminoso en la superficie y oscuro en las profundidades (uno podría pensar que la historia de Stevenson siempre estuvo ahí, esperando para ser filmada por Bozon), elegante e irreverente, que se despliega apenas tambaleante en sus movimientos aunque siempre seguro de su rumbo, un poco como esas canciones de aire beatle, leves y disonantes, que cantaban los soldados de la Primera Guerra Mundial de La France, el largometraje que lo hizo conocido. En Madame Hyde, cada plano es un velo que vuelve impredecible el siguiente, aunque el destino final termine guardando una lógica implacable, y su comicidad en sordina surge de la fricción entre su mundo personal y descentrado y aquello que a falta de una definición precisa llamamos el mundo real.

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Si hubiera leído en algún lado que Barbara, la última película de Mathieu Amalric era una biopic sobre una famosa cantante de chanson francaise, género por el que no guardo demasiado aprecio, seguramente no hubiera entrado a la sala. Y mucho menos si hubiera sabido que es una de esas películas que trabaja con la idea del “cine dentro del cine”, tema que, cuando se vuelve explícito, siempre me pareció un ejercicio de ombliguismo presuntuoso. Afortunadamente no estaba demasiado al tanto de todas esas cosas, de ser así me hubiera privado de ver la notable película del francés, en la que él mismo interpreta a un director embarcado en la filmación de una película sobre Bárbara, cantante que fuera toda una luminaria en Francia, con una Jeanne Balibar deslumbrante interpretando el papel. Amalric trabaja con tres niveles, y a las imágenes del proceso de rodaje y de la película en sí, le suma viejas grabaciones en las que aparece la propia Bárbara. Lejos de volverse un ejercicio de complejidad vacía, los cambios y saltos de un nivel a otro están tratados con un nivel de elegancia y de fluidez notables, a punto tal que en varios momentos es difícil determinar en qué registro están sucediendo las cosas.

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Menos (nada, mejor dicho) una biopic que una mirada sobre el mismo cine, el mérito de Amalric pasa por haber sabido convertir su obra en un ejercicio tan sofisticadamente barroco en sus intenciones como grácil y refinado en sus formas. Como en Madame Hyde, en Barbara también hace su aparición Pierre Leon, en este caso ya no solo actuando sino como colaborador en la idea original y el guión. El año pasado el Festival de Mar del Plata le dedicó una retrospectiva integral en su rol de director, que permitió dar a luz una obra extraordinaria y prácticamente desconocida hasta entonces. A estos dos proyectos notables hay que sumarle su aparición en Correspondencias, la película de Rita Azevedo Gomes que pudo verse en Bafici y en la que también tuvo un papel destacado. De un lado u otro de la cámara, Leon parece estar en un punto de su carrera en el que el estado de gracia es la constante, como un Rey Midas que ilumina todo aquello que toca.

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