Mar del Plata 2017 – Diario de festival (3)

Por Marcos Rodríguez

A lo seguro

Por Marcos Rodriguez

Ya se sabe: cada quien visita (o, más bien, arma) el festival que quiere/puede. La programación ofrece un campo de posibilidades (incluso, como en esta edición, menos posibilidades que otros años, pero aun así en un número inabarcable) y uno sigue los criterios que tiene a mano. En mi caso, la experiencia me ha enseñado que, a pesar de mis más nobles intenciones, nunca logro seguir ninguna de las competencias ni estar al tanto de las películas que hay que ver. También me ha enseñado que Mar del Plata ofrece siempre (más bien, en estos últimos años) dos apuestas rendidoras: las retrospectivas de directores ignotos e impronunciables -preferentemente provenientes de países en los que uno no creía que el cine hubiera hecho pie- y el cine asiático.

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En 2017 el descubrimiento fue Zelimir Zilnik, director serbio anárquico de varias películas – entre ellas Pirika on film – divertido y fértil, del que vi poco y me hubiera gustado ver más. Casi no puedo hablar de él, intuyo que hubo grandes películas que no llegué a ver y que probablemente ya no pueda volver a ver.

Evento fundamental de este Mar del Plata fue la retrospectiva de Maurice Pialat (director, entre otras, de las extraordinarias A nous amours Loulou) que ocurrió de forma paralela con una retrospectiva Pialat en Buenos Aires (en la capital del país se pasó su filmografía casi completa, pero a la costa apenas llegaron cuatro largometrajes, uno de los misterios de este festival). No hay nada como Pialat, pero no alcancé las proyecciones. Sin embargo, el hecho de que se hayan proyectado sus películas en fílmico, que haya habido quienes descubrieran a Pialat gracias al festival, o quienes pudieran ver sus obras en una sala, como corresponde, lo justifica todo.

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Por el lado asiático, más allá de los infaltables, prolíficos y siempre rendidores Sion Sono y Hong Sang-soo, una película coreana resultó ser una experiencia cerca de lo inolvidable. Fui a verla no sé muy bien por qué, ¿por qué esa en particular entre todas las películas del país invitado (otra vez)? El protagonista es el de The Host, me quedaba bien el horario, Corea siempre dignifica, ya son motivos suficientes. La película se llama A taxi driver.

En la primera media hora, todo indicaba que no había forma de que esta película estuviera bien. Simplemente imposible. Película de época, con tema importante y toma de conciencia social: la caída de la dictadura en Corea del Sur, un taxista medio facho (inclinación ideológica al parecer universal dentro de la profesión), el periodista sacrificado y noble, violines por todas partes, humor costumbrista, en fin. Está bien filmada, Kang-ho Song siempre es un placer, los chistes mal que mal funcionan, hay una nenita tierna, uno termina entrando pero el espectador entrenado no puede dejar de pensar que esto no va a terminar bien, la cosa no se sostiene.

Sin embargo, si hay un país donde el cine logra lo imposible, es Corea. La cosa va más o menos por donde uno intuye a los cinco minutos: el régimen militar reprime, los estudiantes protestan, el taxista empieza a darse cuenta de que capaz estaba equivocado y que los manifestantes pacíficos a lo mejor tienen razón. Empiezan a caer los golpes bajos, los giros de trama previsibles, las escenas sentimentales a granel. A taxi driver no se guarda nada, ¿por qué habría de hacerlo? Corea, la tierra donde el pudor narrativo no existe.

Cuando uno cree que la cosa está llegando a su clímax, no, hay una nueva vuelta, más perversión milica, más sufrimiento noble de población idealista, más peldaños que escalar en la toma de conciencia moral del taxista egoísta y negador, más esfuerzos bellos por documentar y difundir imágenes de la represión violenta.

Un cínico no sabrá apreciar la belleza de esa batahola de moralismo kitsch, de lágrimas y primeros planos que empapan al espectador.

A taxi driver fue, en especial en el contexto de esa sala enorme y llena del Ambassador 1, un evento sentimental de proporciones épicas, con señoras que rogaban que el sufrimiento melodramático terminara, y unas cuantas lágrimas de varón, escondidas en la oscuridad de la proyección, pero innegables.

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