Mar del Plata 2018 – Diario de festival (5)

Por Sebastián Rosal

Casas y basílicas

Por Sebastián Rosal

Por razones laborales, este año mi estadía en el Festival de Mar del Plata fue muy breve y se redujo a una sola jornada completa de proyecciones (el primer domingo), un par de funciones el sábado por la noche y una llegada el viernes que me encontró en medio de una tormenta con frío y lluvia que no me abandonó hasta mi partida un par de noches después. Un fin de semana es siempre poco para una ciudad del tamaño de Mar del Plata, y menos aún para un festival de sus dimensiones. Pero ya puedo ir adelantando que en ese par de días la arquitectura me brindó más satisfacciones que el cine; dato que, teniendo en cuenta que soy un arquitecto frustrado, no me tomó por sorpresa.

El sábado por la mañana, una vez retirada mi acreditación y sin cine a la vista por varias horas, decidí saldar una vieja deuda que la falta de tiempo entre una película y otra siempre deja pendiente cada vez que voy a Mar del Plata, y me fui a conocer la Casa del Puente, de Amancio Williams. Para quien no sepa de qué estoy hablando, digamos que la Casa sobre el Arroyo (ese es el término que Williams acuñó originalmente para su creación, la mención al puente tiene que ver con una radio que en algún momento de sus más de setenta años de vida se instaló allí) es un ícono de la arquitectura moderna en el mundo,  terreno de visita de profesionales y aficionados de aquí y de todas partes. La obra de Williams es un un ejemplo de concisión: un prisma puro de proposiciones alargadas montado sobre un arco, enclavado en un par de manzanas de bosque profundo en el medio de la ciudad a la que el abandono por décadas terminó convirtiendo en un objeto de vandalismo favorito,  con dos incendios incluidos. Pero el hormigón de la construcción y la perfección del diseño son tales que aun así se puede apreciar el espacio, recorrerlo en su integridad y sentirse un poco como en esas casas infantiles entre los árboles, mientras solo se escucha el ruido del viento entre las hojas y los pájaros. Para no extenderme demasiado en el tema (al fin y al cabo esta es una revista de cine) digamos que tuvieron que echarme porque cerraban, y que mi visita incluyó una subida a la terraza (la quinta fachada modernista) que teóricamente estaba prohibida por razones de seguridad. La deuda está saldada.

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Si de casas hablamos, la que ocupa Lila, una de las protagonistas de Quién te cantará, de Carlos Vermut, viejo conocido de Mar del Plata, puede catalogarse de espectacular, con su diseño minimalista apoyado apenas más acá del abismo de un acantilado frente al mar. Pero volvamos al cine y dejemos de lado por un momento la arquitectura aunque aquí, como en las próximas líneas trataré de explicar, estamos demasiado cerca del diseño como fetiche. En el primer plano se cifra buena parte de la película. En la playa mediterránea sobre la que balconea la casa, con la salida del sol en el horizonte, una mujer en slow motion corre al encuentro de otra que yace sobre la arena, aparentemente ahogada. El plano es hermoso, demasiado hermoso, demasiado calculado. Un detalle, un leitmotiv que volverá en otros momentos levanta la sospecha inicial: junto al cuerpo de la mujer un par de zapatos de tacos altos está perfectamente ordenado, como si en vez de estar en la naturaleza y en el medio de una situación angustiante se estuviera exhibiendo en alguna vidriera en Paseo de la Castellana. Desde su primera imagen, Quién te cantaráes una película de mujeres, de colores y de lujo malentendido.

Lila es una cantante pop, un ícono que luego de diez años de ostracismo artístico y antes de su intento de suicidio había vuelto a ser noticia al anunciar su esperado regreso a los escenarios. Blanca es su asistente, su amiga. Es también la empleada eficiente que vela por ella día y noche. Violeta es una oscura empleada de karaoke, una heroína de la clase trabajadora, madre soltera, artista frustrada e imitadora de Lila en sus ratos libres. Entre las tres arman este melodrama hiperbólico y femenino que incluye relaciones conflictivas entre madres e hijas, solidaridades, aprendizajes, intercambio de personalidades, reproches y pasiones. El problema con la película de Vermut es que la perfección de cada encuadre, de las luces y las sombras, del diseño de arte, del vestuario y de cualquiera de esos rubros terminan convirtiéndose en un fin en sí mismo, priorizándolo sobre el desarrollo de unos personajes que parecían tener suficiente vuelo propio. En una escena en la que se resuelve buena parte de la tensión dramática, Violeta discute en su casa con su hija, una joven con quien lleva una relación tormentosa. La madre está sentada en una silla de la cocina, mientras la hija la increpa amargamente, casi fuera de cuadro (apenas podemos ver algo de su espalda). El plano es fijo, largo, detenido todo el tiempo en la cara de Violeta.

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Sabemos, desde los balbuceos de Griffith al clímax de Hitchcock, que una historia, que cualquier historia en el cine es siempre un rostro, una mirada y un fuera de campo. Violeta está inmóvil, no emite palabra alguna, intuimos que algo se está operando en ella, que algo se transforma a partir de los reproches y las amenazas de su hija. Pero nuestra vista difícilmente no esté en ese momento en otro lado, como distraída, desconcentrada: al lado de la silla en la que está sentada está la mesa de la cocina, y sobre la mesa hay un plato con comida. Ese mojón, astutamente dispuesto, es una inserción perfecta en términos de colores, de formas, de balance compositivo dentro del plano. Es también el límite de la película, marca de una obsesión por el detalle, por la pulcritud, por las superficies diáfanas y pulidas, por cierto distanciamiento glacial que huele a encierro, a sofocación constante. Violeta, Lila y Blanca (para ponerlas en perfecta intensidad cromática decreciente, como seguramente le agradaría a Vermut) pueden consumirse por sus sentimientos, pero no dejan de parecerse todo el tiempo a esas liebres que quedan tiesas y rígidas cuando una luz de frente las encandila.

Si de obsesión hablamos, pocos podrían ganarle al alemán Heinz Emigholz. Two Basilicas es por el momento la última muestra, la número 28, de su serie Photography and Beyond. En ella vuelve a utilizar los recursos que son su sello distintivo: planos fijos sobre obras arquitectónicas, intercalando cada tanto alguno ligeramente desencuadrado, como para demostrar que nada de lo que se ve es natural, que allí detrás hay una cámara, y por ende una mirada. Lo que está más allá de la fotografía, tal como el título de la serie marca, es la continuidad del sonido y especialmente el uso del montaje. Los planos de Emigholz se suceden a una velocidad regular y constante, y al hacerlo generan un ritmo que tiene algo de hipnótico. Además, las dos obras elegidas para esta película tienen un interés particular tanto por la propia belleza de sus líneas como por su oposición mutua. El alemán contrasta la Catedral protestante de Grundtvig, en Copenhague, Dinamarca, un edificio de comienzos del siglo XX mezcla de estilos expresionista y neo gótico, con la Basílica católica de Santa María Assunta en Orvieto, Italia. El choque entre una y otra no puede ser mayor: si la iglesia danesa es ejemplo de un absoluto despojo decorativo, puro ascetismo de ladrillo a la vista y diseño austero que busca no mediar en la conexión entre los feligreses y su dios, el diseño bizantino de la iglesia italiana no deja descanso alguno para el ojo, con su ornamentación profusa de imágenes humanas en paredes y techos. Si la arquitectura es el arte que define los espacios y si al disponerlos y habitarlos el hombre manifiesta su cultura, está claro que nórdicos y mediterráneos viven su religión de manera distinta, y que la arquitectura es la herramienta con las cuales esas convicciones son reguladas y orientadas. Two Basilicasnos recuerda que se construye como se cree y se vive. A esa conclusión ayuda que la estructura del corto (apenas 36 minutos) sea fácilmente asequible, alternando bloques de imágenes de una y otra construcción, mostrando los interiores de ambas pero también sus fachadas y las zonas exteriores que las circundan.

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Para terminar, me detengo en esa supuesta sencillez. Emigholz parece haber llegado hace ya mucho tiempo a un punto en su carrera en el que, como Wiseman o Benning (no casualmente otros dos cineastas veteranos) sus formas pueden darse el lujo de repetirse película tras película y aun así gozar de cierta inmunidad a las críticas. Esas formas, galvanizadas en un estilo, los convierten en anomalías singulares, en ocupantes de planetas aislados en los que parecen habitar ellos solos, en referencias cuyo único punto de comparación son ellos mismos. Sin embargo, lejos de reiterarse, con cada película parecen encontrar siempre algo nuevo por decir. Esa novedad radica en la combinación tanto de la materia del mundo con la que trabajan como en que la aparente simpleza no es tal, en todo caso es la síntesis a la que se llega luego de un complejo proceso previo que ha optado por borrar todo aquello que es superfluo, todo lo que se entromete entre una idea personal de cine y las películas en las que ésta se manifiesta. Algo también de esa compleja sencillez, de esa convicción con la que se abraza una idea que es fruto de una larga elaboración parece explicar las razones por las cuales la casa de Williams resistió a pesar de todo, un prisma puro apoyado sobre un arco sobreviviendo al fuego, a la desidia y a los años. La crítica de cine y los incendios a veces no logran ser todo lo destructivos que quisieran.

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